Mi primer paciente, el contable bancario de marras, me confesó que su amada había concurrido a su última cita venérea provista de una pluma de ave, blanca, grande y sedosa con la que pretendía acariciarlo, aunque él, con la urgencia de consumar, no prestó la debida atención al artilugio[245].
—¿Me abandonaría por eso? —inquirió ansioso.
—Por eso sólo, no lo creo —respondí—, pero ello no quita que la pluma sea un indicativo importante.
La pluma sirve para acariciar, algo que los chicos frecuentemente olvidamos.
Después del beso en los labios (o simultáneamente), el cortejador debe acariciar delicadamente a la dama objeto de sus atenciones. Debido a las limitaciones temporales del cine (la principal escuela de erotismo práctico del hombre moderno), minusvaloramos las caricias y tendemos a pasar del beso enamorado a la bajada de bragas previa a la penetración.
¡Mal, muy mal!
Que la chica se deje besar a la luz de la luna después de consumir un gin-tonic no significa que esté a punto para la entrega. No me seas tan torpe: la cocina del amor requiere paciencia y elaboración, aquí no hay microondas ni olla exprés. Lo que en el cine puede parecer razonablemente rápido, dado que la protagonista lo está haciendo con Antonio Banderas o Tom Cruise, en la vida real requiere un ritmo distinto. El aspirante medio no excesivamente guaperas, como usted o como yo, debe caldear la relación con caricias previas. Si quieres prisas, vete a la whiskería Ladilla’s y contrata a una profesional de cincuenta pavos la prestación.
La mujer tradicional se resistía algo a las caricias carnales o calculadamente racionaba los avances: un día te consentía hasta medio muslo, otro un poco más arriba y así. (También dependía de la altura de la muchacha. A veces, si era bajita, no quedaba mucho espacio para racionar.) Hoy, debido al adelanto de los tiempos, se puede conseguir todo en una sola sesión, aunque, eso sí, conviene que no sea precipitada ni torpe.
Las caricias son, junto con los regalitos adquiridos en una joyería, el lubricante perfecto del amor.
Meditemos un momento sobre los ardides de la madre Naturaleza: la evolución desnudó al homo salidus de la pelambre hirsuta de sus hermanos primates.
¿Por qué motivo nos depiló, por qué nos transformó en lo que Desmond Morris denomina «el mono desnudo»?
Lo hizo para aumentar nuestra sensibilidad cutánea a fin de favorecer nuestras relaciones. A la que más desnudó fue a la monilla, para que ese aspecto infantil, potenciado por el tono de voz más agudo (también infantil) estimulara nuestro instinto protector[246].
La piel no es una mera envoltura aislante. En nuestros dos metros cuadrados de piel (tres en los gordos) se acumulan unos cinco millones de terminaciones nerviosas, diminutas antenas que transmiten sensaciones al cerebro.
A usted, macho alfa ansioso por aparearse, quizá le parezca que esto de las caricias es una mariconada. Eso se debe a que la piel del macho es más gruesa e insensible que la de la hembra (excepto en la zona del bálano, mira por dónde), consecuencia natural de su adaptación a la intemperie y a los azares de la caza y de la guerra. La mujer, por el contrario, tiene la piel fina y sensible después de cientos de miles de años cuidando a la prole en la cueva, al abrigo de los elementos, y comunicándose por el tacto. Además, la mujer, con la especial sensibilidad que le otorga su rol de madre, descubrió el valor terapéutico de las caricias[247].
El hecho es que la mujer necesita sentirse acariciada antes de pasar a mayores con las debidas garantías. ¿No han observado que las mujeres se rozan y se tocan entre ellas más que los hombres? Lo que entre nosotros, especialmente si se trata de machos alfa, puede resultar equívoco, entre mujeres es de lo más natural: se peinan, se maquillan, se masajean, se acompañan al baño, incluso duermen juntas… A la extrema sensibilidad de la piel femenina se suma que la mujer produce más oxitocina, la hormona que se estimula por el tacto y mejora su sistema cardiovascular y óseo al aumentar los niveles de estrógeno.
Ternura y salud: por eso la mujer necesita contacto físico y caricias. Según Llum Quiñonero, una caricia es preferible al más caro de los detalles[248]. Y mucho más barata, cabe añadir. Con un regalo no siempre aciertas, pero con una caricia no te equivocas jamás[249].
El cortejador que quiera llevar su empresa a buen puerto aprenderá a acariciar.
Las mujeres tienen muy repartidas las zonas erógenas: el pelo, el cuello, los hombros, los pies[250].
Lo canónico sería comenzar por la cabeza y el cuello antes de descender a las tetas, primero por encima de la ropa y después por debajo, con hábiles dedos de carterista, abriéndose camino hacia la carne tibia por los diferentes accesos que permita la envoltura textil, sin jamás forzar el sujetador ni dar a entender que se lo maltratamos, ya que, ante la perspectiva de un desgarro en tan cara prenda, la amada se enfriará, especialmente si lleva puesto el de blonda que reserva para las ocasiones especiales en que sale con un chico y prevé que quizá tenga que exhibirlo.
Afortunadamente, la mujer de hoy no usa muchos refajos. Mientras una mano cosecha en las alturas, la otra deberá trabajar los bajos: rodillas, corvas, parte inferior de los muslos y así. Coordinado con un beso especialmente suave y largo, embriagador, se progresará delicadamente hacia la lencería después de detenerte brevemente en el hoyuelo o escotadura supraesternal, también conocido, por los cinéfilos, como «el Bosforo del conde Almasy».
En fin, el aspirante debe tener en cuenta que las mujeres tienen las zonas erógenas repartidas por todo el cuerpo, a veces aleatoriamente. Nosotros también tenemos nuestras zonas erógenas, pero debido a la simplicidad de nuestro diseño las tenemos concentradas en el pene y los testículos, aunque tampoco nos desagrada que nos rasquen la espalda o nos acaricien el cuero cabelludo debido al recuerdo ancestral de cuando la mona madre despiojaba al monillo.
Las tetas requieren de una manipulación suave, sopesarlas un poco en la mano, alzándolas con mimo, acariciar levemente las areolas con las yemas de los dedos, mimar el pezón hasta que se endurezca y se ponga como una aceituna gordal (o como un guisante, si es pequeño). Es de mucho gusto mamarlas y lamerlas, pero hágase con tiento y sin insistir más de la cuenta no sea que la chica piense que arrastras un trauma infantil relacionado con una insuficiente lactancia y se desconcentre o te tome por un pervertido.
Igualmente hay que cuidar los muerdos y las succiones en el cuello, que suelen dejar marca y a ver cómo se lo explican a la monja, a la madre o al marido.
—¿Y ese cardenal?
—Nada, que en la visita al Santísimo, al elevarme de la genuflexión, transida de devoción, me golpeé con las andas del trono de san Onofre.
La explicación puede colar una vez, pero si le sigues propinando esos lametones, le van a faltar devociones. O sea, que el ejercicio del amor no deje más señales que las de unos ojos brillantes de felicidad. Para demostrar lo primate que eres ya tienes los estadios de fútbol. Con las chicas, delicadeza extrema. Toma a la más basta y liberada, trátala como una reina y se transformará en reina. No falla. Una reina que te tratará como a un rey. Cuando se entregan, lo dan todo. Le dices a la feminista radical que sale vociferando detrás de una pancarta que te haga un strip-tease y no lo duda. «Sólo para tus ojos. Mi sultán, mi ariete, mi tranca palpitante»[251].
El que quiera complacer a su pareja no debe perder de vista que los tíos funcionamos como una estufa de butano que se prende y calienta al instante; se apaga y se enfría al instante. La mujer, no. La mujer funciona como una estufa de aceite, tarda en calentarse y tarda en enfriarse[252]. Esa lentitud puede parecer un defecto, pero no lo es: cuando se anima difunde un calor mucho más constante y regular, lo que compensa el esfuerzo. Recuerde el mono salido que a las chicas les importan los preliminares y los posliminares, el «antes» y el «después» (más incluso que la cópula en sí, fíjense).
El hombre sensato, si realmente quiere complacer a su pareja y no simplemente usarla, no empleará treinta segundos en el precalentamiento (los que él necesita), sino treinta minutos o incluso tres horas. Si tu idea de mujer es la que te recibe sin melindres, abierta de piernas, a porta gayola, será mejor que acudas a una profesional de las que tasan el tiempo y mientras tú estás ñaca-ñaca atienden sin disimulo el reloj-cronómetro que tienen colgado en la pared opuesta.
En esos preliminares es muy excitante desnudarla y que ella te desnude. Lo tuyo no reviste mayor problema: si no quieres hacer el ridículo aparentando una juventud que ya pasó, llevarás unos calzoncillos acordes con tu edad: si tienes más de cuarenta, slips blancos de algodón, normalitos; si aún eres joven (o por tal te tienes), bóxers de color.
Vayamos ahora a la ropa interior de ella o lencería.
La ropa interior femenina forma parte, junto con sus zapatos, del conjunto más excitante con que ellas cubren sus desnudeces; pregunten si no a un fetichista. Hasta finales del siglo XIX las mujeres no usaron bragas. O sea, las meninas de Velázquez, las damas de la corte de Versalles y sor Patrocinio, la venerada monja de las Llagas, ¡iban con el chumino al aire, como la Paris Hilton!
Las bragas y la lencería en general se comenzaron a usar a mediados del siglo XIX, y a lo largo del XX se han simplificado bastante hasta dar en el mínimo triangulito sostenido por cordones que llamamos tanga[253]. Cuando nuestros bisabuelos tenían que desnudar a una mujer, las pasaban moradas porque sin estudios de ingeniería y cordaje marinero era complicado despojar a una dama de los sucesivos corpiños, lajas, ligueros y camisas con que revestía sus adentros[254]. Hoy la cosa se ha simplificado muchísimo, pero aun así hay que desarrollar cierta pericia para manipularla. No intentes desabrochar el sostén con una sola mano, exhibiendo destreza, que esa habilidad, aunque meritoria cuando le refieres el lance a los compinches en la barra de un bar, la pondrá a ella sobre aviso de tu veteranía en las lides de la seducción. Hazlo con las dos manos, delicadamente, incluso fingiendo cierta torpeza y aturullamiento. Deja después que transcurran un par de minutos o cinco, antes de intentar despojarla de las bragas o el tanga. En ese tiempo consagra tus caricias a los pechos liberados. Alábalos en un susurro entrecortado, como si interiorizaras tu asombro ante la magnitud de tanta belleza, ve de uno en otro, mirando arrobado y repartiendo besos quedos (todavía nada de chupar ni morder, ¡refrénate, león!) como si fueras incapaz de decidirte porque cada teta te parece mejor que la otra.
Ante las bragas o el tanga condúcete con la misma delicadeza. Independientemente de la calidad de la lencería, trátala como si fuera de Victoria’s Secret o un diseño de Mouawad. Brusquedades, no. Arrancar las bragas con los dientes, sólo cuando son de papel, desechables, y, aun así, con tiento, piensa en el elástico, más duro de lo que parece, y en tus implantes. Y sobre todo, cuando compruebes que lleva bragas y no tanga, no intentes halagarla comentándole cómo te gusta que sea una verdadera señora ya que eres de los que piensan que sólo las horteras y las putas usan tanga. Probablemente ella también use tanga cuando viste pantalones, pero ese día se ha puesto falda, con sus bragas correspondientes, para facilitarte los trámites en caso de que te decidieras a actuar[255].
Desnuda y entregada la fémina, explora morosa y delicadamente toda su geografía, acaricia colinas y montañas, valles y angosturas (excepto la más íntima) con dedos y labios, depositando besos blandos en pies, espalda, cuello, orejas y párpados (cerrados, ¿eh?). Si te parece que le incomoda cuando bajas la mano hacia las piernas, abstente de tocarlas: probablemente no previó un avance tan rápido y había aplazado el molesto depilado a la cera para la siguiente cita[256]. Muchas mujeres rechazan los avances del macho no por falta de ganas sino por coquetería, porque no se sienten convenientemente intonsas.
—¡Es una calientapollas! —se me queja en consulta, a punto de sollozo, Federico Morillo Torreblascopedro, el asentador del mercado de La Cuesta—. Con lo bien que estábamos besándonos y tal y lamiéndole los pezones y en cuanto quise atacar por los muslos se puso tensa y me jodió el invento: que hoy no, que no estoy preparada. ¡No estoy preparada, decía, y habrá visto en su vida más pollas que los retretes del cuartel del Carmen!
—Si te dijo que no estaba preparada es porque no estaba preparada —le digo en mi habitual postura defensora de la mujer—. No es que, de pronto, te rechace porque a las mujeres no hay quien las entienda: es por coquetería, es porque tiene las piernas peludas y los sobacos hirsutos. Antes se dejaría despellejar que mostrarse ante ti en la crudeza de su natura. Tómatelo como un homenaje. Llámala, queda para otro día. Invítala a cenar y ya verás como la encuentras receptiva.
Por eso no conviene presentarse sin avisar, después de una ausencia, en el domicilio de una amiga con derecho a roce (aparte de que puedes encontrarla con otro, que tú no eres el único hombre del mundo, ni siquiera el mejor).
En resumen: que hay que acariciar, cuando a ella le apetecen las caricias. Que acariciar no es un simple trámite, sino parte esencial del protocolo de actuación, y que de tu habilidad en la suerte de las caricias puede depender la respuesta femenina en el resto de la sesión amorosa e incluso en la admisión o rechazo de relaciones futuras.
Las caricias son mágicas. Las caricias generan remolinos de hormonas que redundan en bienestar físico y hasta en refuerzo de la salud. A las mujeres les provocan una desaceleración de la presión sanguínea, fruto de la segregación de oxitocina por el cerebro, que no se produce en nosotros, toscamente equipados como estamos. De hecho, ya existen talleres de caricias en las sociedades más civilizadas, aunque todavía no las subvenciona la Seguridad Social (y luego hablan del Estado del Bienestar)[257].
La sabia Naturaleza, que nos despojó de pelambre para que disfrutáramos de las caricias, nos dotó de componentes que sólo sirven para el placer: el lóbulo de la oreja, por ejemplo, los labios protuberantes, la nariz… Rasgos todos de los que carecen nuestros parientes los primates. Añadamos el tantas veces olvidado ombligo. El ombligo y la barriguita circundante (véase la Venus de Milo) constituyen uno de los más estimulantes paisajes que puede deparar un cuerpo femenino. Cutando el ombligo responde al canon de la perfección, en el llamado «de pocillo» o «pileta», redondo y profundo como un cáliz, incluso se puede escanciar algún licor antes de lamerlo con la debida delicadeza[258]. Cuando rebose, el débil arroyuelo nos invitará a seguirlo con la lengua camino del sur.
Otras señales eróticas son el vello púbico, a veces también manipulado para aumentar su atractivo[259], y la morfología mamaria: existen mil maneras y texturas de tetas, pero al macho alfa siempre le gustarán duras y grandes, con pezones como castañas. Sumemos, para completar el cuadro, unos glúteos prominentes y sólidos, que duela en la mano la palmada.
Así llegamos a la mayor intimidad, o sea, a los días de vino y rosas de los primeros acoplamientos cuando los amantes exploran a placer sus cuerpos y sus almas, ese fin de semana en Segovia o en Almagro, ese deambular de la mano por pueblecitos pintorescos deteniéndose a mirar unos geranios plantados en una lata, la bocallave oxidada de un viejo portón, el escarabajo pelotero que arrastra su bolita de estiércol, esos besos furtivos en el coro de una iglesia gótico-románica en plena misa mayor con las beatas enlutadas vigilando al soslayo, ese choto al ajillo regado con vinos recios de la tierra en un mesón decorado con aperos de labranza que conocieron sudores y fatigas…
Bien, de estos días poco hay que decir. La prolongada intimidad, el maratón sexual de jornadas enteras sin perderse de vista, sin querer perderse de vista, el tiempo feliz que parece que vuela, sexo por la mañana, antes del reparador desayuno, sexo a media mañana, sexo a la hora de la siesta, sexo a media tarde, sexo tras la cena y resopón de sexo en la propicia madrugada, cuando la efervescencia del amor te desvela.
En esos días de vino y rosas, de risas y felicidad absoluta, la única cautela que debe observar el enamorado o el mero cortejador es ausentarse un rato por la mañana con el pretexto de bajar por el periódico o a pedir en la recepción del hotel un enchufe convertidor para el cargador del móvil, o para informarse del horario de visitas de la colegiata. Cualquier pretexto será bueno para permitir que la enamorada se quede sola un rato y libere a sus anchas todos los pedos que lleva aguantados desde el inicio del viaje.
Es improbable que cague porque su habitual estreñimiento (una penosa característica femenina, junto con los escapes accidentales de orina al toser o al reír) se acentúa cuando está fuera de casa, cambiando de dieta y de aguas. Tú, sin embargo, el homínido macho, tienes por costumbre depositar una copiosa cagada matinal. No te prives, pero antes déjale la tele puesta con el volumen más bien alto, lo suficiente para disimular tus rumores orgánicos, y acciona repetidamente la cisterna del retrete mientras evacúas a fin de enmascarar la audición de los pedos que la taza sanitaria magnifica inevitablemente. Si la descarga de la cisterna te salpica los cojones, lo que suele ocurrir con enfadosa frecuencia, nada más fácil que enjugártelos después con la toallita facial de la amada. Antes de abandonar el aseo abre la ventana y enciende un par de cerillas que consuman el metano expelido por tu defecación. No jodamos el romanticismo de ese viaje por ignorancia de estos pequeños detalles. Tiempo habrá, si la relación se afianza, de conquistar nuevas cotas de intimidad y de lograr la camaradería y confianza absoluta que debe presidir la vida en pareja. Ya llegaremos, en su momento, al eructo retumbante, al pedo sonoro y viril levantando la pierna, a la pedorrera en ristra, y, lo más gracioso de todo, al pedo en la cama tapando la cabeza de la amada con el embozo, de manera que aspire lo más íntimo y tuyo que puedes ofrecerle.