A mi consulta de terapeuta aficionado acuden pacientes de diverso pelaje con problemas sexuales que, en realidad, son problemas mentales. El sexo está en la mente, les digo, o mejor, la mente está en el sexo.
Ellas, no sólo las feministas, ¿eh?, nos reprochan que sólo pensamos con la cabeza de abajo, la del bálano, el cual, debido a la simplicidad de su diseño, sólo contiene una neurona. Exageran maliciosamente, claro, aunque en lo accesorio acierten: la cabeza de arriba está al servicio de la de abajo[216]. Sentada esa premisa, examinemos el modus operandi del homo salidus en presencia de la hembra (y viceversa) a fin de cumplir los mandatos de la Naturaleza o los de Dios, a elegir.
Para su estudio, el coito o acoplamiento se divide en varias fases[217]:
Comenzaremos por la fase «cortejo antes de llegar a las manos».
Algunos pacientes de mi consulta se muestran confusos sobre la actitud que deben adoptar en el trance de cortejar a una mujer. No es fácil acertar, se quejan, dado que ellas son complicadas y nosotros, simples.
Debo admitir que no existe un GPS que nos indique los caminos que hay que seguir para llegar al corazón de una mujer. A falta de fórmulas seguras digamos que, durante el cortejo, el cazador y guerrero tiene que mostrar una doble faceta de sí mismo cuyos aspectos no siempre conseguimos armonizar: por una parte, debe manifestarse impasible, fuerte, viril, maduro, ponderado, es decir, portador de excelentes genes; por otra, sensible, delicado, emocional, adornado de toda clase de sentimientos positivos y muy familiar, dispuesto a asumir compromisos y obligaciones, o sea, a cazar al servicio de la hembra (esto lo ampliaremos cuando hablemos de los metrosexuales). Incluso, llegado el caso, confrontado con alguna persona conocida que empuja el carrito de un bebé, debe dar la impresión de que le gustan los niños con alguna expresión del tipo: «¡Qué rico es!» o, dirigiéndose al propio bebé: «¿Qué dices tú, bonito/a?»
Dar la impresión de ser ese tipo de hombre que gusta a las mujeres da bastante trabajo, me hago cargo, y no todos estamos capacitados para culminarlo con éxito. Me consta que en muchos casos, después de reiterados intentos, algunos tiran la toalla y optan por cambiar de orientación sexual, ya que entre hombres nos entendemos mejor.
La mujer no lo tiene tan difícil en lo de agradar al hombre (excluyo, obviamente, a aquellas que no han sido mínimamente favorecidas por la Naturaleza). Una mujer sólo tiene que estar adecuadamente proporcionada para provocar una erupción de hormonas en nuestro hipotálamo y amígdala cerebral. Una vez más, nos domina el instinto reproductor de la especie. Esas curvas y esa juventud de ella (o sus apariencias si se sirve de estiramientos, liposucciones, rellenos, cruzados mágicos, siliconas y otros embustes) remiten a una fértil paridora que garantizará la transmisión de los genes del macho a la generación siguiente[218].
La mujer puede ser romántica, ya lo estamos viendo, pero la Naturaleza no lo es. La Naturaleza sólo está interesada en la reproducción y en la perpetuación de la especie. Es insensible tanto a las poesías de Heine como a los valses de Strauss, es indiferente a las circunstancias del cortejo con tal de que acabe en fecundo himeneo. Ya establecimos hace algunas páginas que el enamoramiento es una cuestión de química hormonal, ni más ni menos. Cuando el macho avista a una hembra atractiva y se le arrima con intención de montarla, ella evalúa el olor emanado por las glándulas sudoríparas del aspirante[219]. Olfatearnos mutuamente es una de las funciones del contacto físico cuando nos estrechamos la mano o nos besamos en las presentaciones. Se trata tan sólo de acercarse a la otra persona y olerla. Si la relación progresa y se llega al beso en la boca, el laboratorio cerebral analiza también la saliva. Así detectamos compatibilidades o rechazos.
Cuando te acercas a una chica, ella capta el olor a almizcle que segregas (especialmente por las ingles y las axilas)[220]. Si tu olor se complementa con el suyo, te encontrará simpático y atractivo. Hasta puede que se enamore de ti (el clásico flechazo) si el análisis sensorial detecta una gran compatibilidad. Si no sois olfativamente compatibles, te encontrará antipático, sin que exista una razón objetiva que justifique el rechazo[221].
El olfato de la mujer se agudiza durante su periodo menstrual. De este modo, la hembra reproductora escanea el sistema imnunológico del macho cazador y, si su laboratorio cerebral capta compatibilidad genética y un buen sistema inmunológico, lo aprobará como posible padre de sus hijos[222]. Por el contrario, nunca encontrará atractivo a un macho si su sistema inmunológico es deficiente. De este modo asegura a sus hijos las condiciones óptimas para la supervivencia. Ojo: estamos hablando del impulso reproductor, de la ciega Naturaleza, que no tiene por qué coincidir necesariamente con el emparejamiento. Si el pretendiente es pudiente y formal (o sea, buen candidato para el compromiso y la manutención de los hijos), la hembra humana lo encontrará atractivo, incluso si no ha superado la prueba del olfato (en estos casos, la inteligencia relativiza el instinto).
La mujer, debido al sacrificio que la Naturaleza le impone (nueve meses de preñez, parto, crianza de los hijos), debe explorar las intenciones del pretendiente antes de entregarse a él, o sea, averiguar si viene buscando lo que todos, sexo rápido sin mayores complicaciones, o si está dispuesto al compromiso y a afrontar responsabilidades derivadas de la cópula, si las hubiera[223].
El hombre, dentro de su natural torpeza, olfatea la disponibilidad de la hembra en su periodo más fértil (entre dieciocho y veintiún días después del periodo) y siente la urgencia de copular con ella. «Ahora o nunca», le dicta su subconsciente… y allá que se lanza, con las viriles credenciales enhiestas, dispuesto a crecer, multiplicarse y perpetuar la especie. Incluso genera semen suplementario para asegurarse la fecundación de la hembra. «Que por mí no quede», dicta su naturaleza viril.
Después de constatar olfativamente la compatibilidad genética, los monos humanos deben cumplir el oneroso trámite del cortejo, ese periodo de forzosa abstinencia que media entre el avistamiento del objeto sexual y el apareamiento.
Nuestros parientes los primates carecen de fase de galanteo o la tienen brevísima. Sin galanteo previo, el simpático mono bonobo ve a la hembra, la huele, la evalúa, la aprueba y la monta. Así de simple. Sin tonterías y sin papeles. Quizá fue esa la conducta de los humanos en la añorada Edad de Oro en que, felices e indocumentados, vivíamos todavía en los árboles. En la pareja ancestral, los hombres, fundamentalmente egoístas como somos, íbamos derechos al grano, a darnos gusto, al aquí te pillo, aquí te mato. Ahora, mucho me temo, debido a la cultura y a la evolución, hemos complicado el trámite hasta extremos francamente enfadosos. En la especie humana se requiere un cortejo, un latoso preliminar, una aduana molesta, una aburrida sala de espera, unos rodeos precopulatorios a veces fastidiosamente largos, como paso previo a la consumación[224]. Hasta serenatas con la tuna pedigüeña se ha visto uno obligado a dar, en su época de estudiante, para ablandar el corazón de una damisela que, al final, se entregó a otro no porque estuviera más dotado sino porque estaba acabando ingeniería (el vozarrón del sapo canoro, ¿recuerdan?). A este propósito, al de cantar serenatas bajo la ventana de la amada, recuerdo una piececilla del folclore popular: «Mientras tú estás en la cama / con las teticas calientes, / yo aquí, bajo tu ventana, / con la chorra hasta los dientes».
Toda esta teórica está muy bien —me dice el ex brigada Barrionuevo, uno de los colegas del mus—, pero el verdadero punto débil de las mujeres, por donde verdaderamente caen, es por el oído.
—La oreja erógena —corroboro.
—¡No, hombre, eso son chominás! El oído, digo. La mayoría se dejan follar por agotamiento, por las turras inmisericordes que les damos: tú empiezas contándole tu mili, luego sigues con la organización pormenorizada de tu departamento en el curro, tus viajes cuando eras viajante de artículos de peluquería y jardinería, y cuando le estás explicando el funcionamiento, pieza a pieza, del motor del coche, tira la toalla y se te entrega. Tiene que ser muy malaje pa resistir esa batería[225].
Ese tanteo preliminar, el cortejo, ocupará más o menos tiempo dependiendo de lo que el macho ofrezca. «Cuanto más elevada es la posición de un hombre, menos tiempo está dispuesto a invertir en ello. Si a Brad Pitt podría llevarle media hora acostarse con una mujer atractiva, el cajero del banco local podría necesitar seis meses de cortejo»[226]. O sea, si eres guaperas y reúnes todlas las condiciones que ellas suelen exigir, quizá tengas éxito si te diriges a una desconocida y simplemente le dices: «Eres una mujer espléndida. Me gustas. Te invito a cenar y a desayunar». Pero si no eres el tipo por el que ellas harían una locura, te aconsejo que vayas más despacio, con tiento.
La cultura lo ha enredado todo y ha complicado innecesariamente una acción tan simple como la monta y la desmonta. Antes de que la hembra acceda a copular, el macho de la especie humana se ve obligado a acompañarla de compras, a alimentarla, a invitarla al cine, a obsequiarla con flores, perfumes u objetos que entrañen un desembolso importante, y a otras concesiones igualmente penosas.
Causarle una buena impresión a la mujer objeto de tus sueños entraña cepillarte los zapatos, ir al barbero, adquirir una chaqueta nueva que te disimule la barriga, acicalarte ante el espejo, mostrarte más amable, culto, educado de lo que en realidad eres, y esas futilidades comúnmente aceptadas desde que algún cursi las introdujo en la cadena social, como regalarle flores y bombones[227]. Convendría, además, que la invitaras a cenar a la luz de unas velitas, en un ambiente propicio («alimentación de cortejo»). Si a ello le añades adecuadas dosis del alcohol que relaja la voluntad (y con ella, las posibles reservas), llevas mucho camino avanzado hacia la consumación que te permitirá depositar románticamente tu ADN en su orificio[228].
Ya sé que a muchos, a los que no se comen una rosca, esos preliminares les parecen superfluos. No lo son. Si a ellas les importan esas menudencias, es porque contribuyen decisivamente a su felicidad. Y la felicidad del conjunto de la pareja depende de la de cada una de sus partes, y muy especialmente de la femenina. Así es la vida. Do ut des. Te doy para que me des. Cedo y cedes. Nos encontramos en el centro, que, debido a sus limitaciones espaciales más arriba enumeradas, suele estar en el terreno de ella[229].
Uno cede primero para que la mujer ceda después: ese es el orden natural. Esas concesiones constituyen condición sine qua non para que el día D acceda a acompañarte a tu casa cuando insistes, una vez más, en mostrarle tus colecciones de bufandas de equipos de fútbol europeos, de chapas de cerveza, de llaveros…, o cuando la invitas a escuchar, en tus preciados discos de vinilo, los destemplados maullidos de Estrellita Castro o el gargajeo flamenco de Zurullito de Triana. No se te ocurra añadir: «Además, hoy he cambiado las sábanas». Esa ingenua referencia a tu carácter previsor, siendo en sí una virtud, eso nadie lo discute, podría ser interpretada como indelicada urgencia por consumar el acto. Las mujeres no es que sean mal pensadas, es que están muy quemadas por la cantidad de desaprensivos que usan esos mismos procedimientos para alcanzar de ellas eso que tú vas buscando.
Lo ideal sería tener un «lugar de encuentro», como llaman ahora al picadero o gargonniere de toda la vida, pero eso requiere una inversión que, al menos mi clientela habitual, y la del María’s, no está en condiciones de desembolsar (excluyo al notario, claro). O sea, tendrás que llevarla a tu piso, si no te lleva ella al suyo.
La primera vez debes preparar un ambiente adecuado para que se sienta cómoda: luz indirecta de una lámpara equipada con regulador de intensidad, varita de incienso consumiéndose en el pebetero, velitas de todo a cien estratégicamente dispuestas por muebles y rincones[230]. Recuerda que el olfato de las chicas es más sutil que el nuestro. Si pones varitas de incienso no añadas un aromatizador con olor a pino y fresa no sea que el tufo aromático la incomode, lo que podría malograr el encuentro íntimo.
Adivino tu objeción: «Es que mi piso huele a tigre». Bien. Lo que tienes que hacer es fregar el suelo con lejía y ventilarlo convenientemente, las ventanas abiertas de par en par, desde los días anteriores al proyectado encuentro romántico. Y no olvides sacar la docena y media de bolsas de basura que has acumulado en la cocina, ni confinar en una bolsa de plástico los calcetines sucios que vas almacenando bajo la cama y las malolientes zapatillas a las que les has tomado tanto cariño. Que todo quede en perfecto estado de revista. Piensa que lo primero que habrás de hacer cuando la chica visite tus dominios es enseñarle el piso. Si lo encuentra desaseado, especialmente la cocina y el baño, pudiera darle la impresión de que eres uno más y no el hombre limpio y concertado (medio mariquita, sí, o sea, metrosexual) que va buscando.
En este sentido, todo cuidado del detalle es poco porque ellas se fijan en todo: que no falten toallas limpias en el toallero, que la papelera esté vacía, el retrete y el bidé como los chorros del oro, los peines sin pelos. Aseo, orden y ambiente acogedor. ¡Ah! Y retira de las paredes esos pósters de Pamela Anderson con las ubres desnudas. Eso ya no se lleva. Sustituyelos por un paisaje alpino o una imagen del desierto mauritano cuando el sol declinante dora las arenas (puedes mencionarle, como de pasada, que participaste en un París-Dakar). También sirve algo más tierno, unos niños de Sorolla jugando en la playa soleada, con un fondo de damas de sombrilla ataviadas con deslumbrantes vestidos y amplias pamelas fucsia, índigo, grosella o malvavisco.
Que note tu sensibilidad.
La mujer contemporánea aprecia que un hombre cocine para ella (lo que a la alimentación de cortejo agrega tu disponibilidad a compartir tareas en un hipotético futuro de pareja, puesto que sabes cocinar y estás dispuesto a hacerlo para ella).
La cena, que sea suficiente, sencilla, como tú eres, sin alardes. Primero un jerez con algo para picar: unas aceitunas rellenas de anchoas, un puñado de anacardos en un cuenquecito de madera (adquirido en una tienda de comercio justo, le dirás, que te vea ecologista y concienciado en la salvación del planeta). De primero, unos raviolis de sobre que aseverarás haber elaborado personalmente. Cuida el vino: un Rioja o un Ribera del Duero de precio medio pueden servir, pero si la chica es oriunda de alguna comunidad histórica (Vasconia, Cataluña), un penedés o un txacolí convenientemente comentados con elogio te sumarán puntos. De segundo plato, salmón, que puedes sustituir por un sucedáneo como palometa en aceite (la lata de trescientos gramos basta para dos raciones), con guarnición de lechuga rizada, la más exótica que encuentres en la verdulería. De postre, una copa de macedonia de frutas de lata con medio plátano clavado en el centro (un detalle fálico que actúa subliminalmente, no te quepa la menor duda) y un helado de nata y chocolate. Terminada la cena, sin prisas pero sin pausas, llega el momento de la copa en el sofá. «Ponte cómoda, quítate los zapatos», le dirás.
Habrás notado que he orillado las sopas. Sopas durante el cortejo, jamás. Nada más penoso que verte sorbiendo sopa, o apurando la cuchara para evitar la mancha en la corbata… Ni sopa ni almejas ni alimento alguno cuya consumición entrañe habilidades especiales o pueda menoscabar tu condición de macho hábil, dominante.
Mientras te demoras en la cocina preparando sendos mojitos, el suyo convenientemente cargado, ella escrutará tu salón y procesará en su computadora cerebral los mil detalles de tu hábitat natural que le revelan si le convienes como pareja o si más le valdría despacharte con una faena de aliño, como hicieron las otras que la precedieron en tu casa, aunque quedéis como amigos.
Ahora le pones una musiquilla romántica bajada de Internet a propósito[231] y despliegas tus torpes armas de seducción. Vamos a suponer que ella se deja hacer y finge que tu encanto varonil y los halagos que le prodigas están venciendo su femenil resistencia. En realidad, te lleva años luz de delantera: desde que aceptó acompañarte a tu cubil sabía que tu verdadero objetivo era facilitarle la contemplación de la lámpara del techo del dormitorio.
Las demoras del cortejo nos exasperan a los cazadores. Lo nuestro es la acción, lo sé, pasar a la cópula cuanto antes. Pieza vista, pieza cobrada: ese es el orden natural. Pero la cultura lo ha ralentizado todo. Quizá pienses que la chica se te resiste para mortificarte. ¡Error, craso error! No comprendes, en tus apremios, que ellas necesitan su tiempo antes de decidirse, que una mujer no puede abandonarse a tus atenciones hasta que evalúa los resultados de los análisis. Esta resistencia inicial sólo la aprecian los que verdaderamente entienden el negocio del amor. Veámoslo en el Arcipreste de Hita (el paciente de mi consulta presentado páginas arriba), que de eso sabe un rato largo: «Mejor quiere la dueña ser un poco forzada / que decir: “haz tu gusto”, como desvergonzada; / con un poco de fuerza queda muy disculpada: / en cualquier animal esta es cosa probada»[232].
Los alevines de nuestras generaciones más jóvenes, los del botellón, los piercings y los tatuajes, no necesitan de tantos requilorios previos, soy consciente de ello. Ellos se lo pierden, porque los enfadosos preliminares pueden ser también muy placenteros. Hoy la gente joven se conoce en una discoteca, en una fiesta patronal o en una misa papal multitudinaria y, a renglón seguido, se aparea con la mayor naturalidad. Como si fueran bonobos. Nuestros jóvenes disfrutan del sexo sin cortapisas, incluso sin condón ni anticonceptivos, fiados en la pildora poscoital. Se ha perdido aquella ilusión de lejanos días cuando para dejarse coger de la mano había que solicitarle el preceptivo permiso al padre espiritual. Hoy no han aprendido todavía lo que es hacerse una paja y ya están copulando: se ha perdido la ilusión.
Es una pena.
Sí, es una pena, pero mayor es la pena que nos aflige a los que nacimos demasiado pronto (o sea, a los que cuando fuimos jóvenes sólo trasnochábamos para asistir a la misa del Gallo después de escuchar en la tele en blanco y negro el discurso de fin de año del Caudillo). Las chicas de nuestra generación, ahora talludas o fondonas cincuentonas, se atienen con voluntad coriácea al tradicional cortejo gradual y ceremonioso, pues cualquier precipitación las pone en guardia y las hace concebir sospechas de que vamos buscando una mera satisfacción de los sentidos y no un compromiso a largo plazo. De ahí la importancia de los trámites que, seamos sinceros por una vez, consideramos inútiles y desfasados, esos pequeños detalles que tradicionalmente ha usado el seductor para amansar a la mujer y conseguir que ceda y le permita consumar.
Si no eres un mero picaflor y quieres consolidar la relación, debes insistir en los aspectos románticos del cortejo aunque ello te acarree un quebranto económico considerable[233]: el fin de semana en un hotel con encanto de esos que te reciben con un bombón en la almohada, el desayuno en la cama que le llevarás tú mismo en bandeja, con un clavel sobre el mantelito bordado, el paseo por el frondoso pinar mientras contemplas al fondo el alcázar de Segovia, el amanecer sobre el coto de Doñana desde las solitarias playas de Sanlúcar, de finas arenas[234], la puesta de sol sobre el océano desde los acantilados de Sagres; el embrujo de la Plaza Yemaa el Fna, en Marrakech, en esa hora íntima en que la noche extiende su negro manto estrellado, los tenderetes encienden las primeras lámparas de butano y parece que te dan tregua las moscas y los moscones. También valen un paseo en góndola por los canales de Venecia o un merodeo por las orillas del Sena, curioseando los puestos de libros y estampas.
El lugar y los detalles son importantes, sin duda, pero el aspecto comunicativo, la verbalización de los sentimientos, no lo es menos. Ellas son especialmente comunicativas debido a esa riqueza de conexiones cerebrales que explicamos en su momento. Además de las flores, los bombones, los perfumes y los metales preciosos, hay que aportar palabras, muchas palabras. Los machos sensibles que, debido a su notorio componente femenino, dominan la plática amorosa llevan mucho adelantado en el cortejo. Lo corrobora Imperio Argentina en la célebre copla: «El que me habla de amor / me vuelve mochales, / yo no tengo la culpa / de que sean los hombres así, tan especiales»[235].
Naturalmente, esa plática debe adaptarse a las características de la recipiendaria. Por ejemplo, si es hipocondriaca (abundan mucho), le puedes susurrar al oído:
—¿Sabes? La práctica del sexo se ha revelado científicamente muy recomendable para las personas que se preocupan por su salud. No sólo quema calorías y contribuye a mantenernos en forma, sino que, además, libera endorfinas. Te supongo enterada de lo de las endorfinas, esos maravillosos analgésicos naturales que alivian las jaquecas, la artritis y las molestias cervicales. Además, el coito aumenta la testosterona, tan necesaria para el fortalecimiento de los músculos y los huesos, y el orgasmo libera la dehidroepiandrosterona (DHA), una hormona que mejora la cognición, refuerza los sistemas inmunológico y óseo, libera del estrés, disipa la ansiedad e inhibe el crecimiento de tumores[236].
Si, por el contrario, pertenece al número de las que veneran la mística oriental, con sus velas de olor, sus tantras y todo eso, le debes seguir la corriente, como si tú también comulgaras con esos rollos, y cuando encuentres un momento propicio, tras corear la sílaba sagrada —om— frente al altarcico zen, le dices:
—¿Conoces la doctrina tántrica del Maestro Tongxuan?
Ella reconocerá su ignorancia. Ahí es donde tú le sueltas el discurso como si citaras el venerable texto del maestro: «De todas las diez mil cosas creadas por el cielo, el hombre es la más preciosa. De todas las cosas que hacen al hombre próspero, ninguna puede compararse con el acto sexual. Este se modela a semejanza del cielo y toma como ejemplo la tierra, regula el Yin y gobierna el Yang. Aquellos que comprenden su importancia podrán nutrir su naturaleza y prolongar su juventud, les devolverá la lozanía perdida y les acrecentará la armonía interior».
A estas alturas ya no hará falta que insistas: la tendrás caldito y predispuesta a la entrega.
La regla de oro es avanzar con lentitud y tacto. Recordemos: el hombre se enciende en tres segundos; la mujer, en treinta minutos (cuando se enciende, lo que no siempre ocurre). Pies de plomo, pues, y tacto, mucho tacto.
La entrega a la primera es frecuente en las generaciones actuales, que, debido a su defectuosa crianza, no aceptan la menor dilación entre el deseo y su cumplimiento. En nuestra generación, la de los que peinamos canas o ni eso (calvas relucientes), muchas mujeres, debido a la confluencia que en ellas suele darse de lo meramente cerebral con lo afectivo, planean entregarse sólo a partir de la tercera cita, para evitar que, dado que somos tan primarios y elementales, saquemos conclusiones equivocadas y pensemos que una chica tan liberal (o sea, una chica «fácil») no es adecuada para madre de nuestros hijos[237] o para compañera de lo que nos queda de vida.