Dos autoras americanas escribieron no hace mucho un libro de autoayuda para despabilar a sus congéneres de los periclitados sueños románticos y devolverlas a la realidad: que la faceta más atractiva de un hombre es su pasta gansa[193].
¿Cómo se compagina eso con la tendencia genética, común para hombres y mujeres, que nos inclina a emparejarnos con personas de apariencia sana y fuerte?
Esta vez la civilización venció a la Naturaleza, al menos aparentemente. Esa fortaleza física que servía al cazador para procurar buenos alimentos se ha transformado, con el tiempo, en acumulación de riqueza. En la horda primitiva, el fortachón acaparaba los alimentos; en la sociedad actual, el acaparador de alimentos no necesita ser fortachón (puede contratar a media docena de guardaespaldas, ¿no?). La ancestral exhibición muscular se ha transformado en exhibición de riqueza o del estatus necesario para adquirirla[194]. La apariencia sana y fuerte que la mona apreciaba en el macho cuando éramos homínidos y vivíamos peligrosamente se ha trasladado hoy a los bienes. La mujer aprecia que su pareja sea rico y solvente, y que se comprometa a alimentarla y a protegerla el largo periodo de la crianza de la prole. Por eso, aunque parezca que va contra las leyes naturales, a la hora de emparejarse muchas prefieren al enclenque y feo, pero forrado, antes que al guapo y joven, pero impecune.
Como dice el crudo refrán castellano: «El hermano quiere a la hermana y la mujer, al marido…, si le gana».
Si le gana, o sea, si le aporta recursos.
La alimentación de cortejo, tirar de cartera, soltar la mosca, mostrarse generoso y sobrado. Ese es el secreto de que el millonario viejo pueda sustituir a su primera mujer, una señora de su edad, por otra mucho más joven que podría ser su hija[195].
La esposa joven asegura que se ha enamorado. Natural. No va a admitir que es una cazafortunas para que la gente —esos sepulcros blanqueados— la señale con el dedo. Pero ¿se habría enamorado de él si no estuviera forrado?
Naturalmente que no. Recordemos el refrán castellano: «Deme Dios marido rico, aunque sea borrico».
¿Se habrían enamorado Norma Duval de José Frade, Jacqueline Kennedy de Onassis, Tita Cervera del barón Thyssen, la exuberante chica Playboy Ann Nicole Smith de J. Howard Marshall, un decrépito anciano que le llevaba sesenta y dos años?[196].
—Naturalmente que no.
¿Se habrían enamorado la modelo Nuria González, de treinta y cuatro años, del naviero Fernando Fernández-Tapias, que le doblaba la edad; la grácil Miranda, de treinta y siete años, de Julio Iglesias, de sesenta; Patricia Way, de veintisiete, del tenor José Carreras, de cincuenta y tres; Gema Ruiz, de veintidós, de Álvarez Cascos, cincuentón; Helena Boyra de José Federico de Carvajal; Elena Ochoa de Norman Foster, el arquitecto de fama mundial?[197].
—No insista, hombre: naturalmente que no.
Permítame que enuncie un último caso. ¿Habría iniciado la tonadillera Isabel Pantoja su «relación de confianza» (así la denominan en el auto judicial) con el camarero Julián Muñoz, un hombre de dudoso glamour, si este no hubiera sido alcalde de Marbella y ella hubiera olisqueado, con infalible olfato, que estaba podrido de millones con los que podría remediar sus números rojos?[198].
—Definitivamente, no.
O sea, la hembra joven y de excelente aspecto se busca un macho poderoso y a ser posible con cuenta corriente abultada, sin que le importe que sea viejo, feo y hortera (caso de Julián Muñoz)[199]. Funciona así: «Mientras que ella tiene que llevar falda negra para que su trasero siga pareciendo pequeño, él sólo necesita un Rolex o un BMW para compensar una tripa enorme»[200]. Parece mentira, pero el dinero las llega a excitar sexualmente. Estudios recientes prueban que «el placer que experimentan las mujeres al hacer el amor está directamente relacionado con los recursos de su pareja»[201].
Este cambalache de sexo por recursos se corrobora en el resto del mundo animal, el que no ha desarrollado la inteligencia y por lo tanto no tiene necesidad de disimular ni de camuflar conductas. Es la técnica básica del galanteo, lo que la naturalista Diane Ackerman denomina «alimentación de cortejo», una pauta común a pingüinos, monos, escorpiones, luciérnagas y otras especies animales: la hembra exige del macho suculentos regalos alimenticios antes de copular con él. De este modo se asegura de que el galán será un óptimo proveedor de su prole[202].
Desengañémonos: a cierta edad, nuestro atractivo son nuestros haberes o nuestras nóminas. Como ya hemos dicho, el novelista Simenon, un machista irrecuperable, lo exponía más crudamente: «Cuando tú estás calculando el tono exacto de los ojos de la amada, ella está calculando el montante exacto de tu cuenta corriente».
Lo vemos cada día en casos sonados: si te arruinas, la beldad te deja tirado como una colilla[203]. Muy al contrario, si estás forrado, dos mujeres pueden disputarse tu custodia aunque seas un pobre viejo que se hace sus necesidades en el pañal, babea y padece un Alzheimer avanzado[204]. El hombre consciente lo sabe y lo admite: es lo que hay y más vale no lamentarse. Los lamentos, para los tangos[205].
Un estudio de las pautas de emparejamiento en España demuestra que las mujeres buscan varones mayores, con cierto estatus, y ofrecen, a cambio, juventud y atractivo físico[206]. Henry Kissinger, el secretario de Estado norteamericano en la era Nixon, notorio mujeriego, corroboraba que «el poder es el afrodisiaco más poderoso»[207].
Es un hecho que el poder y el dinero disparan la autoestima del hombre y, con ella, su testosterona, su hormona sexual, que alcanza niveles desusados en su edad. «La testosterona aumenta con los éxitos sociales o económicos y en consecuencia se incrementa el deseo sexual»[208], lo que explica la inusual capacidad amatoria de cantantes, deportistas y empresarios de cierta edad.
Incluso hoy en día, cuando la mujer se ha emancipado de la ancestral tiranía masculina y puede ganar tanto o más que el hombre, subsiste en ellas un residuo importante de la antigua conducta de la hembra recolectora: antes de copular, se sobreentiende que el macho debe alimentarla, o sea, invitarla a cenar en un restaurante caro. Cuando el macho quiere repetir las cohabitaciones es también aconsejable que mantenga la línea abierta y engrasada con flores, regalos y atenciones[209].
O sea: la hembra de la especie humana busca la carne que le trae el cazador (el dinero, en términos modernos). No la culpemos por ello. No existe culpa alguna: es la sabia Naturaleza. Si desterráramos el concepto de culpa, esa herencia cultural judeo cristiana, nos iría mejor y nuestras relaciones serían más fluidas y más sinceras. Ellas lo hacen por interés. Sí, es lo natural. Sin culpa. Tu chica no es mala por ello. Si tú hubieras nacido chica obrarías de igual modo. No es que ellas sean más interesadas, es que son más vulnerables.
La extraña pareja. ¿Qué habrá visto en él?