Un buen día, un día que había amanecido como cualquier otro, un día entre los días, resulta ser ese día especial que estabas aguardando desde que tienes uso de razón: una mujer halla gracia a tus ojos y te encandila.
El flechazo. El subidón hormonal.
La conoces. Te gusta. La adornas con todas esas cualidades que admiras en una mujer, algunas de las cuales incluso es posible que las traiga de serie, pero si carece de ellas no importa: tú se las supones.
«Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,
¡hoy creo en Dios!»
(Bécquer).
Ya está armada la trampa de la Naturaleza, el deseo lujurioso, el encalabrinamiento sexual. Ahora comienza la segunda fase. El cerebro de los futuros enamorados descarga un cóctel de sustancias químicas euforizantes y tremendamente adictivas[156].
La persona afectada, o sea drogada —ésa es la palabra— con estas sustancias generadas por ella misma, y, por lo tanto, indetectables para la Brigada de Estupefacientes, experimenta una atracción física ciega y se obsesiona por el objeto de su amor sin atender a razones (y sin ver los defectos de forma y de fondo que, a la larga, quizá malograrán la relación). Si el sentimiento es mutuo, entonces la sensación de felicidad es arrebatadora: los amantes se meriendan el mundo.
—Vivimos encadenados a lo que llamamos felicidad —me apunta el tertuliano Anthony de Mello.
El principio es un exceso: ella te da todo el sexo que necesitas, incluso más, todo el que puedes consumir; tú, encalabrinado como un becerro, le prodigas atenciones, la abrumas de regalos, la cortejas como un romántico trasnochado, le haces concesiones que nunca soñaste hacer a una mujer, te entregas a ella atado de pies y manos, te haces ella misma:
«Melibeo soy e a Melibea adoro e en Melibea creo: e a Melibea amo».
(Fernando de Rojas).
¡Amor, el soberano dios![157].
¡Ah, el enamoramiento! ¿Existe otro paraíso comparable en la Tierra? Los dos, Eloísa y Abelardo, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, se entregan, machihembrados y con fruición, al sexo, sin más descanso que el que la humana natura demanda para reponer fuerzas, él deslechado, ella escocida en sus genitalia, los pezones en carne viva, el cuello moteado con las lunas de la pasión. El subidón hormonal los mantiene en la cúspide de la felicidad. Rehúyen la humana compañía, se apartan de familia y amigos, buscan la compartida soledad y habitan en ese mundo idílico que han construido en las inaccesibles alturas de su felicidad.
Visto externamente puede parecer ridículo, patético o enternecedor, eso depende del estado de ánimo del que asiste al fenómeno. Anoche mismo, mientras descansaba de una larga jornada de trabajo, después de bajar la basura, puse la tele, zapeé en busca de algún debate cultural de altura, y me encontré a Julián Muñoz, el antiguo alcalde de Marbella y exnovio de la tonadillera Isabel Pantoja, que reconocía como suya la autoría de una nota que acompañaba un brazado de rosas dirigidas a su amada. La nota rezaba: «De tu chiquitito a la flor más bonita de su jardín»[158]. Llamar chiquitito a un sesentón alto, bigote gris, peinado para atrás y con el talle del pantalón a dos centímetros de las axilas puede parecer ridículo objetivamente considerado, pero en ello reside, precisamente, la fuerza del amor. Los enamorados balbucean dulces tonterías, a menudo rayanas en el infantilismo (vocecita aniñada incluida) y frecuentemente se nombran con denominaciones que pueden parecer ridículas pero que, desde el cogollo íntimo de la pareja, resultan enternecedoras. Torreznete, chochito, gordi, culete, gatita, pitirrín, burbujita, pilila, chiquitito, currucuquín, floji, patosilla, tetita de cielo, rabanillo de mi cosita, zorri, maquinita-insaciablecilla-de-follar, percutorín, pavita, taponcito, guarrilla, minina mía, zarrapastrosillo, tontita, tolondrín, cucodrilo, pendejita de mis cojones, vaquigordi, canija, rendijita de Pitiminí, cilindrillo, etc., son otras tantas expresiones de afecto que podemos detectar entre enamorados.
Los enamorados se encierran en su concha, como una crisálida. Al principio no hay rumbo ni puerto, sólo un río de amor desmadrado que inunda el mundo sensible. ¿Quién buscará los cauces? La mujer, naturalmente. La que nace sabida y acierta por instinto.
La mujer, a no ser que sea tonta del todo, es la mejor guía de la pareja.
En cuanto puede sustituye a la insustituible suegra, de la que tanto le has hablado. No hace mucho uno de mis pacientes me preguntaba: «¿Existe acaso una conspiración para hacer de nosotros, los maridos, unos seres inútiles, para obligarnos a depender de ellas? ¿Nos educan las madres para eso, más fieles al género de la futura nuera (mujer al fin) que a la protección del hijo de su sangre (hombre al fin y al cabo)?»
No supe qué contestarle. Lo cierto es que a menudo te acercas a una mujer a la que quieres sólo para la cama, pero ella introduce subrepticiamente en el mismo lote una serie de complementos como ayudarte a escoger ropa (incluso cambiar tu look), a decorar tu hogar (opina que el sofá estaría mejor en el otro lado del salón y tú, embobado, lo cambias), a remediar tus carencias (te regala una corbata, que por lo visto estabas necesitando urgentemente; te enseña a añadir suavizante a la lavadora, te compra antipolilla para los armarios, esponja brillo-en-una-pasada para los zapatos, te endereza un cuadro…).
Son sutiles señales que anuncian compromiso. Más vale que no te resistas. Nosotros jamás escogemos: son ellas las que nos escogen.
Nosotros somos prisa, urgencia, acción; pero ellas imponen su cautela. Cuando instalan su cepillo de dientes en el vaso del baño, junto al tuyo, piensa en Vasco Núñez de Balboa penetrando con la bandera de Castilla en las aguas del Pacífico y tomando posesión de aquella mar océana. Te aconsejo que salgas a comprarle unas zapatillas para que se sienta cómoda en tu casa que muy pronto será la suya. De ese modo siempre podrás alegar que fuiste tú el que la invitaste, el que te la ligaste, el que decidió uncirse al yugo matrimonial, y te evitarás algunos reproches futuros[159].
Sí, amigo. Los enamorados, los amantes, viven en otro mundo, en una dimensión paralela, plenamente feliz. Por eso los despertares suelen ser tan amargos.
¿Despertares?
Sí, sincero lector, mon semblable, mon frère, el amor es un sueño dulce, es flor de un día, es frágil y fugaz como las pintadas mariposas. Cuando la euforia, el subidón hormonal, remite (entre tres meses y un año viene a durar), le sucede una fase más tranquila de vida en pareja que se prolongará más o menos dependiendo de lo que tengáis en común. Si hay poco más que el casquete, más vale terminar la relación, que nunca será buena y cuanto más se prolongue, peor.
¿No se puede prolongar, no se puede hacer que dure toda una vida?
—No, no se puede. La sabia Naturaleza lo impide. Es una cuestión de economía de recursos.
De tres a doce meses es el tiempo que la despiadada Naturaleza necesita que copulemos con cierta asiduidad para asegurarse de que la fecundación ha llegado a buen puerto y de que de ese enajenamiento temporal (el enamoramiento) va a resultar una nueva criatura que perpetúe la especie[160].
Al cabo de ese tiempo, la obnubilación hormonal desaparece y uno se encuentra durmiendo con la persona que realmente es, no con la que pensó que era. Por eso es tan conveniente convivir un par de años antes de formalizar la pareja y ponerse a tener hijos. Sólo entonces sabrás si tu pareja es la idónea para arrostrar el largo viaje de toda una vida en compañía.
En la fase de enamoramiento cada uno exagera sus virtudes y oculta sus defectos al tiempo que tiende a minimizar los defectos del otro. Mal asunto pensar que esos defectillos que le ves los limarás con un poco de paciencia en cuanto estéis casados: los defectillos son solamente la punta del iceberg de intolerables taras que tu enamorado te está ocultando a duras penas y que algún día, cuando se relaje, se manifestarán en toda su amplitud.
Cuando la pasión cese, ese lunarcito tan gracioso de su mejilla te parecerá lo que en realidad es: una verruga pilosa que anticipa la tarasca en la que la amada se va a transformar así que pasen veinte años. Ese aroma del tabaco que él fuma tan grácilmente le parecerá a ella asqueroso en cuanto impregne las cortinas del salón y tenga que vaciarle el cenicero que se lleva al retrete o a la mesita de noche.
Es cuando te metes en la cama, te arrimas a ella, le rozas una pierna desnuda (algo que no advierte, ya que ella se ha embutido en un pijama buzo grueso, de franela) y le susurras al oído:
—¡Chati, estoy sin pijama!
Y ella responde:
—Déjame dormir. Mañana te lavo uno.
Agotada la efervescencia del amor, sucede una etapa en la que la mujer sigue necesitando que la abracen, que la hablen y que la mimen; el hombre, por el contrario, sólo necesita que lo dejen tranquilo y que no lo agobien. Habla menos, no porque esté enfadado sino porque ya ha dejado atrás la etapa del atolondramiento y vuelve a ser lo que era: el cazador ensimismado en la presa (los problemas del trabajo).
En cuanto a ella, desaparecen esos excesos de testosterona (la hormona del deseo) y la serotonina que generó durante el enamoramiento, lo que la mantenía constantemente dispuesta para el acoplamiento. Vueltas las hormonas a sus niveles normales, decrece notablemente su interés por el sexo, lo que él malinterpreta como desinterés general hacia su persona. Por el contrario, el mantenimiento del interés de la parte masculina (al fin y al cabo segrega mucha más testosterona que ella, aun pasada la fase intensa del enamoramiento) lo interpreta ella como que es un salido que sólo piensa en lo único. ¡Qué asco!
Al desinterés de ella por el sexo se agrega el de él por la ternura. La confluencia de los dos «desintereses» amenaza a la pareja. De ahí que tantas parejas duren tan poco: si durante el enamoramiento no se crearon otros lazos afectivos, la cosa acaba como el rosario de la aurora. En el cuarto año de la pareja, un 60 por ciento de las mujeres se quejan de la falta de afectividad de sus hombres y el 50 por ciento de los hombres se queja del malhumor y la pasividad de ellas[161].
El cómico galo Arthur se pone serio para decir:
«El problema de las parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar».
Rosa Montero, mujer lúcida, añade:
«La inmensa mayoría de las mujeres estamos empeñadas en cambiar al otro para que se adapte al sueño rutilante que tenemos de él […], pensamos que nosotras conseguiremos salvarlo de sí mismo, es decir, de la parte mala de sí mismo, para que emerja en todo su esplendor el Príncipe Azul […]. Con el paso del tiempo, a medida que nuestros sueños se van dando de bruces con el ser real […] nosotras empezamos a cambiar […] y nos ponemos a protestar y a refunfuñar, a criticar y a exigir, a quejarnos y a frustrarnos porque se nos ha quebrado la fantasía»162.
Catherine Deneuve no tiene mejor opinión:
«El matrimonio es una trampa en la que el hombre se vuelve aburrido y la mujer, una harpía»[163].
Pasado el enamoramiento y recuperada la cordura por ambas partes, pueden ocurrir, y de hecho ocurren, dos cosas: que se liquide la sociedad y cada cual tire por su lado (en busca de otro enamoramiento que le provoque un nuevo subidón) o que la pareja se encariñe y persevere.
Al enamoramiento sucede el cariño o la indiferencia que desemboca en hastío, incluso en odio.
El cariño, el apego, sobreviene cuando la prolongada convivencia ha manifestado que al margen del sexo existen la concordia y la amistad: los dos piensan de manera parecida, han forjado proyectos comunes y comparten intereses (especialmente si les han nacido hijos). Echan de menos el amor, pero lo sustituyen por amistad, se adaptan el uno al otro, se aceptan y son lo relativamente felices que la vida nos permite ser.
El tranquilo amor conyugal es un sentimiento que puede prolongarse toda una vida y hacernos felices. No es lo más frecuente, me pesa reconocerlo, pero se dan casos[164]. Es lo que la antropóloga Helen Fisher denomina «fase de pertenencia», un sentimiento de comodidad, seguridad y paz asociado a otra ducha de endorfinas.
El cariño no tiene fecha de caducidad, ahí está lo bueno, puede durar toda la vida e incluso perdurar más allá de la muerte, como en el soneto de Quevedo («polvo seré, mas polvo enamorado»). Su duración depende de que haya inteligencia por las dos partes y de que la vida no los ponga a prueba con demasiadas adversidades.
Las otras parejas, las que no se encariñan nunca (la mayoría), siguen un camino bien distinto.
Él descubre de pronto que la hechicera que lo encantó era, en realidad, una bruja, y ella descubre que aquel chico atento y educado que la enamoró es un patán y un guarro[165].
—¿Por qué intenta cambiarme aquellos hábitos que antes le parecían divertidos? —se pregunta ella sin entenderlo.
—¿Por qué intenta cambiarme aquellos hábitos que antes le parecían divertidos? —se pregunta él sin entenderla.
Sobreviene el fracaso. La parte más sensitiva, ella, pasa de pronto, en horas veinticuatro, del amor al odio. Y cuanto más intenso fue el amor, más profundo será el odio. Ella descubre al ogro con el que se casó; él descubre a la víbora. Es lo que acarrea la decepción.
Estas personas, se pregunta uno, ¿por qué se mantienen unidas largos años o toda la vida? A lo mejor porque no tienen más remedio, por el qué dirán si viven en una sociedad mojigata y provinciana, o porque la separación es económicamente inviable (piso, hipoteca, plazos, vencimientos), ganar para alimentar varias bocas, los achaques y trampas de la vida…
En suma, uncidos al yugo de la mutua compañía por condicionantes económicos o sociales más fuertes que su anhelo de felicidad, se resignan a la simulación y a la infelicidad hasta que la muerte los separe. Aunque finjan pertenecer al grupo de las del cariño, la verdad es que se aborrecen. La condena a perpetuidad va envenenando sus relaciones hasta transformarse en odio que puede desembocar, en sus casos más extremos, en agresiones y muertes.
¡Cuántos casados desesperados han desfilado por mi diván, hasta el punto de que he tenido que cambiar la tapicería tres veces, la última de cretona, que empapa mejor las lágrimas![166].
¿Quiere eso decir que soy partidario de la soltería?
No, no lo soy, o digamos que lo soy a ratos. El matrimonio, o la pareja, es como una ciudad sitiada: los que están dentro quieren salir de ella y los que están fuera quieren entrar. Los casados envidian a los solteros porque creen que disfrutan de una vida sexual más intensa y variada. Están convencidos de que la obligación de fichar cada noche en el hogar conyugal les malogra todos los ligues que conseguirían si anduvieran por ahí de ojeo, de bar en bar, viviendo la noche, como hacen tantos solteros. Se los imaginan: cada noche una nueva mujer en la cama, variedad y abundancia.
¡Craso error!
Que los solteros estén libres para disfrutar de una vida sexual más intensa y variada no significa que la alcancen. En la hora violeta del crepúsculo, a la hora del murciélago, salen de sus cubículos —¡ay!, salimos— como almas en pena a ver si cae algo y pegan la hebra con un desconocido en cualquier bar, el La Inmaculada Concepción de María’s, por ejemplo, para reafirmarse mutuamente en lo bien que viven y lo inteligente que resulta pagar la leche por litros (prostitución) en lugar de mantener una vaca (matrimonio).
—Ni celos, ni malos rollos, ni aguantar mierdas ajenas, ni gastar el triple en el cortejo —me razonaba un parroquiano del María’s ferviente partidario de las relaciones libres de compromiso[167].
En teoría está bien, pero cuando regresas a tu leonera y te metes en una cama fría, maloliente y deshecha se te viene el mundo encima y envidias a los casados que a esa hora duermen con la mano entre los muslos de una señora. Se llevarán mal, piensas, pero por lo menos se hacen compañía[168]. Y cuando están dormidas, no molestan.
—¿Qué hacer para encontrar a la persona adecuada, sin las tontunas del enamoramiento? —me preguntan a veces pacientes que han reincidido una, dos, tres veces en el matrimonio.
—Bueno. Lo principal es conocer esas regiones de la mujer que a menudo no exploramos.
—¿El corazón de las tinieblas? ¿El tenebroso Congo de su intimidad?
—Bueno. Podemos llamarlo así, pero yo, más bien, hablaría de los pliegues ocultos de su rica personalidad.
Un procedimiento bueno es presentársela a una amiga y dejarlas a solas: «¿Me perdonáis un momento? Enseguida vuelvo». Desapareces al menos una hora. Al día siguiente llamas a tu amiga:
—¿Qué te pareció fulanita?
Escaneo, disección, vivisección, autopsia son palabras que pueden describir lo que una mujer hace con otra que está a punto de alzarse con un macho de su manada. Ya lo dice Erika Jong: «Las mujeres podemos ser muy crueles con las demás porque nos vemos como rivales»[169].
Tendrás una idea clara de cómo es la chica. De lo que te diga tu amiga, lo rebajas en un ochenta por ciento y multiplicas por dos el resultado.
Ya sabes cómo es. Ahora tú verás dónde te metes.
Ellas no necesitan esa precaución. Hablan contigo un rato y te calan. Son más listas, no me canso de decirlo. Le dices, en el periodo del requiebro: «Eres más bonita que un remolque recién pintado», y, a poco lista que sea, ya te tiene clasificado como tractorista o espécimen rural[170]. Si a ello unes unas manos de uñas remachadas y canto piloso, es fácil que visualice una escena de su futuro vital en la que se vea echándole de comer a los marranos u ordeñando vacas en un entorno rural. Te despedirá con cualquier pretexto:
—¡Ay, lo siento, es que tengo novio y le guardo ausencias!
—Entonces ¿qué haces en una discoteca?
—Por la música.
No insistas. Prueba con otra y procura no meter la pata esta vez con referencias al agro. Piensa que hasta la más tonta te da cien vueltas en conocimiento humano.
—¿Decorador, dices? —inquiere.
—Sí. He trabajado mucho en Puerta de Hierro y en el barrio de Salamanca —presumes tú buscando caerle bien—. Por cierto que tengo clientes famosos, bla, bla, bla.
Vanas vanaglorias. Ella te mira los zapatos de mercadillo y las manos maltratadas y rebaja lo de decorador a persianero.
«Un persianero salido que quiere echar un casquete a costa de mi persona», dictamina.
Acierta en el centro de la diana.
Establezcamos una verdad universal: las almas gemelas se atraen. El amor prende más fácilmente entre personas de valores y pensamiento parecidos. En algunas sociedades, antiguamente, existía el oficio de casamentera (precedente de las actuales agencias matrimoniales), cuya labor consistía en concertar matrimonios entre personas de parecido nivel y caracteres complementarios[171].
En aquellos matrimonios concertados por las familias no había amor ni pasión inicial pero sí, en cambio, grandes posibilidades de que la pareja se encariñara y funcionara con el tiempo. El refranero popular lo refrenda: «El roce hace el cariño», o «Dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma opinión». No queda muy romántico, pero la experiencia enseña que funcionaba y aún funciona en ciertos ambientes y sociedades.