Cada noche, tanto si me toca el turno en la Adoración Nocturna como si no, regreso a La Inmaculada Concepción de María’s. Al principio creí que lo hacía por conjurar mi soledad de soltero otoñal. Quizá es cierto que desde que Teresa me abandonó no he conseguido llenar el hueco de su ausencia. Quizá sigo enamorado…
—¿Qué es el amor? —le pregunto a veces a Bogart. Él lleva años abrazado a la Bergman en el cartel de Casablanca, por necesidades del guión, lo sé, pero en su vida civil tampoco iba mal despachado con Lauren Bacall. Despertar por la mañana y encontrarte sus ojos de gata mirándote como dos esmeraldas debe de ser toda una experiencia.
En mi calidad de terapeuta aficionado posfreudiano y lacaniano, les diré que el amor no es ninguna de esas cursilerías que escriben los poetas. En realidad sólo es un alboroto de hormonas en el cerebro, o sea, una combinación de reacciones químicas y eléctricas con la puñetera hormona testosterona, que tanto daño nos hace, como responsable principal[133].
—¿Solo eso? —me pregunta Bogie, y esboza su sonrisa cínica. Él está al tanto, por mis confidencias cuando llevo una copa de más, de que no pasa un solo día sin que piense en aquella que me abandonó. Cenizas yertas, sí. Polvo serán, mas polvo enamorado, medulas (sin acento) que han gloriosamente ardido[*].
La señal del enamoramiento es que el enamorado antepone el bienestar de la persona amada al suyo propio de manera totalmente altruista, o sea, sin esperar nada a cambio. Visto desde fuera, uno se comporta como un perfecto gilipollas, claro, pero desde dentro estás como en una nube[134].
—Drogado es lo que estás —me apunta Vicente, el gerente de la funeraria El Descanso Eterno—. Colocado con las sustancias alucinógenas que tú mismo segregas. ¡Hay que joderse!
Cuando se espera algo del amor, ya no es amor, sino cálculo e inversión. Lo digo porque la gente, a veces, los confunde[135]. Si una tipa se te arrima para que le pagues las facturas y para vivir divinamente a tu costa, como veremos más adelante, tú puedes estar enamorado de ella, no digo que no, pero desde luego ella no lo está de ti. Recientemente, debido a la confusión de costumbres que acarrea la modernidad, se va dando también el caso contrario. Pronto no seremos chicos y chicas, sino personas y personos. Quizá salgamos todos ganando.
La literatura, el cine y, a veces, la vida nos han familiarizado con la femme fatale, la «mujer fatal» depredadora, la devoradora de hombres, la mantis humana, la sirena de Ulises que enamora y destruye a los que se dejan atraer por sus encantos[136]. El equivalente masculino podría ser el donjuán o coleccionador de virgos.
En fin, procedamos por partes (como decía Jack el Destripador) y examinemos las tres emociones de la trampa reproductiva que nos tiende la Naturaleza: lascivia, enamoramiento y cariño.
Los mecanismos del cerebro que encienden el amor varían: en los hombres se estimulan por la vista (o sea, es ver una tía buena y pensar en tirárnosla, no falla); pero en las mujeres, como son tan raras, se estimulan por la memoria.
—¿Por la memoria? —os preguntaréis—. ¿Cómo puede una persona estimularse por la memoria?
A eso voy, paciencia. Ya hemos dicho que las mujeres son raras de cojones. El hombre, nosotros, sólo necesitamos un dato: esta tía está para tirársela (o, dicho más finamente, este espécimen del sexo complementario aparenta ser una óptima receptora de mi ADN que, convenientemente inseminada, perpetuará mis genes en unos hijos robustos y sanos. Voy a trabar conversación con ella a ver si me permite que la insemine).
Nosotros, los hombres, siempre pensando en lo único. Pensamos con la cabeza de abajo, o sea, con el bálano o capullo. Padecemos esa dependencia sexual, qué se le va a hacer. No hay por qué sentirse culpable: es cosa de la Naturaleza[137].
La mujer, sin embargo, es bastante más compleja. Si a nosotros sólo nos interesa una cosa de la mujer; a la mujer le interesan dos cosas del hombre: cartera y pija. (Aunque en modo alguno la apruebo, en mi calidad de terapeuta aficionado uso esta brutal, pero también sintética, sentencia de Calícatres, el último y más completo de los ocho sabios de Grecia)[138].
Mediten sobre la sentencia del sabio: cartera y pija. Por ese orden. Dicho de otro modo: la mujer no le hace ascos a un pollancón de anchos hombros, brazos musculosos, abdominales de tabla de chocolate y generosamente dotado[139], pero eso, en realidad, es accesorio para ella: lo esencial, lo que realmente aprecia, es que sea solvente. A eso se refería la madre de la cómica Joan Rivers cuando le aconsejaba a su hija:
—Confía en tu marido, adora a tu marido e inscribe a tu nombre todo lo que puedas.
La solvencia del tío. Eso es lo que busca la mujer. Solvencia en todas sus acepciones: la solvencia moral del que se compromete a emparejarse de por vida, y la solvencia económica, o sea, que disponga de haberes con que mantenerla dignamente (cómodo nido perfectamente equipado, despensa repleta, brillos…) a ella y a los hijos que hubieren.
Simplificando mucho: la mujer conquista por su aspecto externo (así de bobos somos); el hombre, por sus logros y por sus palabras (así de listas son).
A ellas las cautivan la sensibilidad y la inteligencia del hombre, pero, sobre todo, sus recursos. O su capacidad para obtenerlos.
En Estados Unidos, una chica se emplea de camarera de un tugurio de carretera para costearle los estudios de medicina o ingeniería a su novio. ¿Por qué? Aparte de la capacidad de sacrificio inherente a la mujer (mucho mayor que la nuestra), ella espera compensar ese esfuerzo cuando sea esposa de un adinerado médico o abogado[140].
La mujer, por lo tanto, no se deja llevar por la mera apariencia, sino que profundiza en las posibilidades de compromiso y sopesa el futuro que le ofrece el aspirante a copulador.
La mujer te estudia y toma nota: de ahí que juzgue por la memoria, conectando detalles con paciencia infinita hasta conseguir tu retrato moral, mientras nosotros juzgamos por la vista en un instante: «Está buena; la adoro».
No es que las mujeres nos parezcan peseteras e interesadas: es que lo son. No les queda otra si no se quieren ver seducidas, abandonadas y criando a los hijos solas, sin ayuda del procreador. Llevan milenios escarmentando en cabeza ajena.
La propia Naturaleza nos ha diseñado para que observemos esos comportamientos. El homo salidus descubre a una homínida atractiva y se le disparan los niveles de testosterona. Es automático, lo mismo le pasa al sabio que anda aparentemente distraído en la resolución de una teoría cuántica que al pescador que pesca en ruin barca. ¿Por qué? Porque los instintos más primarios nos arrastran hacia toda buena receptora de nuestra herencia genética. La descarga hormonal es tan intensa que anula el pensamiento racional, lo que explica ciertos emparejamientos descabellados: «¿Cómo es posible que un hombre tan sensato se haya enamorado de la loca de Vanessa, de la tonta de Jennifer?», se preguntan, perplejas, las amistades. Porque su sensatez ha quedado en suspenso debido a la descarga de dopamina y testosterona[141]. Esos chistes femináceos que sitúan el cerebro del hombre en su pito aciertan plenamente, lamento reconocerlo.
Rindámonos a la evidencia: la única realidad, más allá de las pamemas trascendentes filosóficas o religiosas, es que estamos en el mundo sólo para transmitir nuestros genes. La teología sierva de la biología. Unos animalillos indefensos manipulados por nuestros instintos, unos esclavos de la Naturaleza, eso es lo que somos[142].
Es sabido que el amor y otras reacciones emocionales (pena, desdicha, optimismo, etc.) son producto de unos aminoácidos (los neuropéptidos) que segrega el cerebro[143]. El aminoácido responsable del amor es la feniletanolamina, una sustancia asociada a la adrenalina que nos acelera el corazón y a la endorfina que potencia el sistema inmunológico (por eso una de las felices consecuencias del amor es que es bueno para la salud)[144]. El flechazo, ese repentino enamoramiento de dos personas que acaban de conocerse, se explica por una descarga de dopamina y norepinefrina que drogan al sujeto. Esas sustancias intuidas por los clásicos son los verdaderos componentes del dardo de Cupido.
Como consecuencia del flechazo, aumentan los niveles de hormonas sexuales (testosterona y estrógenos), lo que excita el hipotálamo, el órgano cerebral donde se produce el cóctel hormonal del amor, y segrega abundante dopamina (la hormona del placer)[145].
«… y la más hermosa sonríe al más fiero de los vencedores». 1963, la guapa impone la banda al ganador.
¿Y la mujer? ¡Ah!, el enamoramiento de la mujer difiere bastante. Ya hemos dicho que ella segrega mucha menos testosterona que nosotros, algo así como veinte veces menos, y además, su hipotálamo es mucho más pequeño que el nuestro. Por lo tanto, ellas no se ciegan tanto ante el reclamo del sexo. Por otra parte, sus centros cerebrales de razón y emoción están mejor conectados que los nuestros, lo que les permite conservar cierta capacidad de raciocinio cuando evalúan a un pretendiente como futuro padre de sus hijos. Antes de entregarse a él, indagan si está capacitado para aportar alimentos y protección a las crías resultantes del acoplamiento.
Es lo que indica el novelista belga Simenon: «Mientras tú intentas definir el tono exacto de sus ojos, ella está calculando el montante exacto de tu cuenta corriente». O sea, ya que alguien tiene que introducir un poco de raciocinio en el proceso del enamoramiento, más vale que sea la mujer, que es la que va a cargar con los platos rotos si el emparejamiento fracasa, porque tú, insensible varón, sólo anhelas inocular tu semilla genética en un ovario productor, pero a ella le queda por delante un molesto embarazo de nueve meses y una crianza de lo que venga en la que puede invertir veinte o veinticinco años de su vida, tirando por lo bajo.
Que ellas miran el interés salta a la vista cuando uno examina los anuncios de las agencias matrimoniales: que sea pudiente, que tenga la vida resuelta, que sea sincero. Eufemismos para decir lo mismo: que me pueda mantener dignamente, que me tenga como una reina.
Como terapeuta aficionado, he seguido con interés el programa de Juan y Medio «La tarde», en Canal Sur, al que acudían jubilados en busca de pareja: ellos buscaban lo que busca un jubilado liberado ya de la tiranía del sexo: compañía y criada gratis[146]; ellas, por el contrario, buscaban recursos y diversión (coche, playa, baile…). No lo exponían tan crudamente, claro, sino de forma delicada: «¿Y tiene paguita?», le preguntaban al presentador. O sea: una paga del Estado, una pensión de jubilación lo más alta posible, recursos, en una palabra.
Vista a esa cruda luz, uno advierte que la pareja es un intercambio de bienes y servicios[147].
Desde el mono primitivo, él busca en ella un medio para transmitir sus genes; ella busca en él bienes que le aseguren una alimentación adecuada en la preñez y en la crianza. Por eso, para atraer al más cazador se presenta como la más joven, sana y fértil[148]. Rubén Darío lo pintó en verso: «Y la más hermosa / sonríe al más fiero de los vencedores» (Marcha triunfal), y en España tenemos el cotidiano ejemplo de la tonadillera más deseada que se empareja con el torero más garrido.
La mujer también debe fingirse honesta y recatada, para que el hombre confíe en que los hijos que tendrá que mantener serán suyos y no de otro. Por este motivo, la que busque una prolongada relación de pareja debe ocultar anteriores relaciones (valor de la virginidad) o, en la sociedad moderna, más permisiva, silenciar por lo menos que ha tenido múltiples parejas sexuales[149]. Por el mismo motivo, cuando va en serio, evita entregarse demasiado pronto, no sea que el cortejador la tome por una chica fácil[150].
La mujer es así de calculadora en los primeros compases del cortejo, pero, vencidas las barreras del instinto, cuando se entrega por fin al amor, lo hace con un ímpetu mucho mayor que el hombre. Ello se debe a que sus niveles de oxitocina son más altos (por eso ella es más tierna y sentimental, una vez supera la fase del puro cálculo). La oxitocina «crea o aumenta el deseo de establecer relaciones monógamas»[151].
«En la fase de enamoramiento, los niveles de testosterona del hombre descienden mientras que aumentan los de oxitocina, lo que acelera la creación de lazos afectivos. Esto consigue que el enamorado se muestre más indulgente, amable y calmado»[152].
Amor delicado y antiguo (postal hacia 1910).