CAPÍTULO 14
Progesterona: mercancía inestable

Dijimos páginas atrás que si los testículos masculinos producen testosterona, los ovarios femeninos producen estrógeno y progesterona. Cuando la hembra acumula cierto nivel de estrógeno comienzan sus ciclos de ovulación, lo que suele ocurrir a los diez o doce años de edad. También es responsable de la estratégica distribución de la grasa en el cuerpo femenino, tan atractiva por un lado (curvas), pero tan fea por otro (celulitis), y del pigmento rubio del cabello[126].

En los días que preceden al periodo, a muchas mujeres les salen granos y sufren (más bien lo sufrimos nosotros) un brusco cambio de carácter, el «síndrome de tensión premenstrual»[127].

Unas se entristecen y deprimen; otras se irritan por cualquier nadería. Un comentario ácido, o incluso inocente, de la pareja, que en otro momento del ciclo no la afectaría, la hace llorar, desencadena una trifulca o, en los casos más agudos, un sartenazo. El macho, con su característica torpeza, no entiende que en esos días ella se muestre especialmente sensible y que, por el contrario, pasado el periodo, se la vea más relajada y feliz (consecuencia del aumento en la producción de estrógeno en los veintiún días posteriores a la menstruación), e incluso que, de pronto, se sienta sexualmente receptiva (entre los dieciocho y los veintiún días después de menstruar, cuando está más propicia a concebir, a causa de la masiva producción de testosterona).

Las embarazadas segregan grandes cantidades de progesterona (la hormona del embarazo) que les da ese lustre en piel y pelo que las vuelve tan atractivas, pero también les altera el apetito y el olfato. A eso se debe esa conducta errática y caprichosa que algunas adquieren cuando te obligan a levantarte a las tres de la madrugada para buscar, en el otro extremo de la ciudad, fresas con nata, o para abrirles una lata de calamares en su tinta que se comerán a cucharadas y regada con leche condensada. No es que se haya vuelto loca: es que está poseída por la progesterona. Dele más cariño que nunca, que se sienta atendida y protegida, y piense que, al fin y al cabo, el embarazo y la preñez son cosa de dos. Incluso si se porta bien es posible que, ya que están despiertos, le permita echar un casquete. Las gallinas que entran por las que salen.

O sea, un macho sensible y entregado. Eso es lo que ellas quieren.

Lo normal, debido a la desinformación que padecemos, es que el macho, ignorante de ese trasiego de hormonas y de las reacciones químicas que condicionan el estado de ánimo de su amada (reforzado por las dificultades de comunicación inherentes al hombre), dé en pensar que «a las mujeres no hay quien las entienda» o que «la donna e mobile qualpiuma al vento». Cuando pretendemos entenderlas, también debemos tener en cuenta que existe una relación inversamente proporcional entre el cociente intelectual (CI) de una mujer y su cociente emocional (CE), o sea, hablando en plata, que las más listas son las menos sentimentales y viceversa. Esto se comprueba fácilmente en los telediarios y en los programas en directo: las menos instruidas y burras se dejan arrebatar por las emociones y obran de manera extravagante en una situación emocional[128].

¿Qué ocurre? Ocurre que la mujer está mediatizada por un reloj biológico ajustado al ciclo menstrual. Su conducta se altera dependiendo de la dosis de hormonas que los ovarios le descargan en el cuerpo[129].

¿Su mujer se comporta de manera chocante, indescifrable, ininteligible? ¿Está irritable, malhumorada, mimosa, sensible, incluso insoportable (desde la perspectiva del confuso varón)? Cherchez l’hormone. Las hormonas. Ahí está la clave. Ellas determinan nuestro estado físico y anímico.

Hasta los treinta y cinco años, más o menos, los niveles de estrógenos, progesterona y testosterona de la mujer se mantienen bastante estables, pero a partir de esa edad disminuyen progresivamente y ellas pierden tono muscular y tienden a engordar. Además, puede aparecer la osteoporosis o apolillamiento de los huesos (antes protegidos por los estrógenos). Es el momento en que notan la piel menos tersa (déficit de ácido hialurónico y colágeno) y disparan su consumo de potingues antiarrugas.

El gran cambio coincide con la menopausia, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, cuando los ovarios dejan de producir estrógenos y sobrevienen los sofocos (o caloradas), el insomnio, las palpitaciones, la irritabilidad y las menudas dolencias[130]. La parte positiva es que puedes acercarte a ella sin temor de dejarla embarazada, pero, como no hay rosa sin espinas, el deseo sexual de algunas decrece y cada vez te lo ponen más difícil[131].

Vayamos ahora al hombre, que, aunque menos afectado por los cambios hormonales, tampoco se va de rositas. A mi consulta de terapeuta aficionado acuden muchos congéneres angustiados porque sospechan que han entrado en la menopausia masculina, la temida pitopausia (o andropausia).

La pitopausia existe, qué duda cabe (¡que me lo digan a mí!), pero a unos nos afecta más que a otros. Puede que tenga algunas causas hormonales (el descenso en la producción de testosterona), pero la mayor incidencia es puramente psicológica:

—Doctor —me dicen—, antes echaba cuatro a la semana y ahora solamente lo hago los sábados y fiestas de guardar.

¿Qué ha ocurrido? Algo natural, querido amigo. Ocurre que ha entrado en los dominios del tercer poder[132].

—¡Alma de cántaro! —le riño—. ¿Y para qué quieres más? Un casquete a la semana está bien a los cuarenta. ¿Qué necesidad tienes de molestar a tu mujer o de dilapidar en amores mercenarios la hacienda destinada a tus voraces herederos cuando realmente el cuerpo no te pide tanto sexo, ni lo necesita?

—Es por la pulsión esa que usted dice de poner mi ADN en cuantos más monillas sea posible —argumentan los más instruidos.

—¡Ése es el animal de bellota que hay en ti! —les razono—, pero nosotros somos personas, seres racionales. Aficiónate a la lectura, acompaña a tu mujer de escaparates, descubre los insondables placeres del bricolaje, pinta el cuarto de baño, arregla ese grifo que gotea, lleva a la suegra al médico, saca al perro a que cague en el parque, baja la basura… Existen mil actividades más o menos recreativas que mitigarán esa obsesión tuya por el sexo, el sexo sólo trae problemas. Piensa en la guerra de Troya, en la tragedia de Otelo, en el cardenal Danielou, papable nada menos, al que el Señor convocó a su seno en pleno orgasmo, cuando catequizaba a una demivierge. No seas esclavo de tus bajos instintos ni de esa moda social disolvente y atea que nos impele a follar como descosidos como si la vida no ofreciera otros alicientes. ¿Que tus amigos alardean de conquistas? ¡Invéntalas tú también! A esta edad es lo que toca: farolear y jugar al parchís.

—¿Al parchís?

—Sí, hijo, que pareces tonto: te comes una y cuentas veinte.