CAPÍTULO 13
Testosterona: mercancía peligrosa

Ayer la tertulia cultural La Inmaculada Concepción de María’s estaba a tope como todos los primeros de mes, con las pagas frescas. El tema era algo recurrente: las mujeres. Lo buenas que están y lo malas que son.

—La Naturaleza sólo hace mujeres cuando no puede hacer hombres —dijo Aristóteles.

—Son hombres imperfectos —corroboró Averroes, un moro algo pariente de Mohamed que a veces viene a verlo.

Don Próculo, el párroco, se mostró de acuerdo con el musulmán:

—Según el Levítico, palabra de Dios, te adoramos Señor, en su capítulo veintisiete, el hombre vale el doble que la mujer porque su muerte se indemniza con cincuenta siclos de plata y la de la mujer, sólo con treinta.

—Si vais con las mujeres, no olvidéis el látigo —repuso Nietzsche[104].

—Es que desbarata en un día lo que el hombre medita en un año —añadió Demóstenes.

—De mellor condición es el home que la muller en muchas cosas et en muchas maneras —convino Alfonso X el Sabio.

Yo no dije nada. Como terapeuta de todos ellos que soy, renuncié a intervenir con mi superior autoridad para refutar tanta sandez. Solamente pensé en los estragos que producen la testosterona y la costumbre, fifty-fifty.

Examinemos de cerca la testosterona, la responsable de la estructura cerebral masculina de todos esos prohombres que desprecian a la mujer. La testosterona es responsable de casi todo lo que ocurre en el mundo masculino, desde la formación del feto XY hasta las benditas erecciones matinales que nos permiten amagar un casquete a cierta edad[105].

Casi toda la testosterona se produce en los testículos (vulgo, huevos o cojones), esos asimétricos colgajos de los que tan orgullosos nos sentimos los tíos (y con razón)[106]. En los testículos reside la clave de casi todo lo que somos (y la de lo que no somos, me temo). Gracias a ellos segregamos hasta veinte veces más testosterona que las mujeres.

Habíamos quedado en que la Y de ese cromosoma 23 determina que los machos tengamos testículos, en lugar de ovarios.

En el mundo animal, la cantidad de testosterona que el macho fabrica viene determinada por el tamaño de los testículos (en relación a la masa corporal). Observemos a nuestros parientes los monos. Comparen al simpático bonobo con el intimidante gorila. El monillo, que pesa treinta kilos, luce unos cojonazos impresionantes, cuatro veces más voluminosos que los del grandullón, que pesa cerca de doscientos kilos. Ello repercute en la frecuencia del acto sexual: el gorila se conforma con hacerlo una vez al año, como los viudos de la especie humana, pero el bonobo cumple con desahogo cinco o más veces al día, tantas como tenga una hembra a tiro[107].

Los testículos humanos son más grandes que los del gorila y más pequeños que los del bonobo, o sea, se mantienen en una media razonable[108].

No obstante, la cantidad de testosterona segregada varía de una persona a otra[109], lo que repercute en el desarrollo del cerebro. Dependiendo de la dosis de testosterona que reciba, el cerebro será más o menos masculino (ya dijimos que todos los hombres tenemos algo de femenino, lo que a veces nos redime, parcialmente, de ciertas calamidades).

La testosterona nos alimenta los músculos, nos fortalece los huesos, nos torna la voz grave y nos vuelve agresivos (o sea, las cualidades físicas y psíquicas que necesitamos como cazadores y guerreros). También nos hace crecer el vello corporal. Y favorece la calvicie, mecachis.

Lo malo de la testosterona es que, en la vida moderna, sin caza y sin guerra, esa agresividad es difícil de encauzar: lo suyo es quemarla en la práctica de deportes competitivos que requieran mucho desgaste físico o en su defecto cometiendo animaladas con el resto de la horda futbolera[110].

El exceso de testosterona es también responsable de los piques de los automovilistas, de las discusiones en los semáforos y de las competiciones automovilísticas entre descerebrados que se han apostado a ver quién tumba la aguja del cuentaquilómetros.

Noten que las mujeres nunca cometen estos desaguisados: les falta testosterona, les faltan huevos.

Lo de la fuerza física o muscular debemos matizarlo: lo que tenemos los hombres es el esqueleto más fuerte y la musculatura más desarrollada[111]. Ya está. Sin embargo, la mujer, falsamente considerada sexo débil (la sexóloga Olga Bertomeu la llama «sexo sólido»), resiste mejor que nosotros el dolor, las enfermedades y las adversidades de la vida. Está mejor equipada para sobrevivir en un mundo infestado de microbios, virus, bacilos y machos alfa depredadores.

Esta congénita debilidad del macho se acrecienta, además, con la edad, cuando disminuye su aporte de testosterona[112].

La Naturaleza, que es inmisericorde con sus criaturas, nos ha diseñado para que fecundemos a las hembras, como diseñó a los zánganos de las colmenas. Cuando superamos la edad razonable de engendrar y cazar, digamos entre los veinte y los treinta y cinco, ya estamos amortizados. Lo más conveniente, desde el punto de vista de la evolución y de la Seguridad Social del Estado del Bienestar, sería que fuéramos pensando en morirnos para ceder el puesto a los jóvenes machos que vienen detrás[113]. Por el contrario, cuando nuestras mujeres superan la edad razonable y natural de engendrar, digamos entre los dieciocho y los treinta y cinco[114], la Naturaleza les suministra cócteles hormonales reforzantes que les permiten transformarse en buenas abuelas que ayuden a las nuevas paridoras a sacar adelante la camada. O sea, la Naturaleza les cambia el rol, pero las sigue considerando útiles.

Es natural (o sea, acorde con la amoral Naturaleza) que las mujeres tengan una expectativa de vida superior a la nuestra (como las abejas respecto a los zánganos fecundadores) y que conserven cierta fortaleza y autonomía cuando nosotros nos volvemos torpes y necesitados de cuidados (los cuidados de ellas, por cierto).

Bonobos copulando.

O sea, los tíos somos más débiles, envejecemos antes y duramos menos que la mujer[115].

¿Quién es el más hipocondriaco en una pareja? Él, siempre él.

¿Quién es el más quejica cuando algo le duele? Otra vez él.

¿Quién se encarga de la salud de la familia y sabe más de medicinas y remedios para un resfriado, una gripe, un enfriamiento? Ella, la enfermera vocacional, la remediadora de la tribu.

Sí. Ella custodia y administra el botiquín familiar. Ella se preocupa por la salud de sus retoños e incluso por la de su pareja[116].

Los hombres somos pésimos enfermeros. Incluso nos incomoda que la mujer enferme (recordemos: «El hermano quiere a la hermana, el marido a la mujer sana y la mujer al marido si le gana»): «Aunque esté doblada de dolor, tenga un fiebrón de cuarenta grados y esté tiritando bajo las mantas […], el hombre le preguntará: “Cariño, ¿estás bien?”, cuando en realidad está pensando: “Puede que si ignoro que está enferma acceda a hacer el amor. Total, ya está en la cama.”»[117].

Cuando el hombre alcanza su madurez entre los cincuenta y los sesenta, su testosterona disminuye y él pierde fuelle y se vuelve más razonable y menos visceral. Paradójicamente, en la mujer ocurre el efecto contrario: la menopausia le aumenta el nivel de testosterona y consecuentemente el vello corporal y la irritabilidad[118]. Recuerden a Margaret Thatcher, la «dama de hierro» británica, una mujer con las gónadas bien puestas que ascendió al poder a los cincuenta y tres años. Su marido, Denis, tenía ya sesenta y tres años. Viéndolos juntos no cabía la menor duda de quién llevaba los pantalones.

El súbito aporte de testosterona tras la menopausia viriliza a la mujer. De ahí que las suegras, enfadonas y bigotudas, prefiguren lo que serán sus hijas dentro de veinte años.

Hoy, con los adelantos científicos, se ha probado que lo natural es la poligamia.

—Pero las leyes divinas… —protesta don Próculo, el cura.

—Hágame el favor, don Próculo, y no me tire de la lengua: de Darwin a esta parte lo de las leyes divinas está bastante en entredicho. Está sobradamente probado que la monogamia que ustedes predican es una perversión meramente cultural[119].

De hecho, de las 583 culturas catalogadas por la ONU, sólo el 16 por ciento practica la monogamia, mientras que el 84 por ciento restante permite más de una pareja, sobre todo al hombre[120].

«Desde el psicoanálisis, la monogamia no es posible porque se sostiene por la represión de la sexualidad. El amor, el deseo y el goce son de distinto orden y nivel. La monogamia se basa en una promesa a futuro asentada en una etapa de enamoramiento que no se puede sostener. Coincidir con eso durante toda la vida es hipotético y, de hecho, poca gente lo mantiene»[121].

«En nuestra sociedad, los matrimonios duran menos, y la gente se divorcia porque no puede cumplir con el pacto monogámico»[122].

Hemos dicho que la cantidad de testosterona (siempre en relación con la masa corporal) determina la frecuencia coital, pero también acorta la vida: los mamíferos castrados viven más; los animales más fornicadores, menos. El más claro ejemplo nos lo suministra el gorrión común (Passer domesticas), ese mínimo pajarillo tan entregado al sexo que el maestro Covarrubias califica, en su diccionario, de «lujuriosísimo, y por esa causa vive tan poco, que el macho no pasa de un año».

No es por alarmar, pero debo informar al lector de que la producción de esperma está disminuyendo preocupantemente en las generaciones (o degeneraciones) más recientes, los alevines que deben perpetuarnos sobre la Tierra[123]. Sumemos a ello que, además, es un semen enguachinado, de dudosa fertilidad[124].

¿A qué se debe esta indigencia genésica que tanto oprobio arroja sobre la raza española?

Al parecer es achacable al tabaco, al alcohol, al estrés, a la polución atmosférica y a las sustancias químicas que ingerimos con los alimentos (conservantes, etc.). También a los pantalones vaqueros apretados para marcar paquete[125]. En África y el Tercer Mundo, en general son más sanos y llevan los testículos colgones y al aire, en la holgura de las chilabas, zaragüelles y camisolas.

Occidente degenera. Así nos va.

—Mohamed, anda, paisa, ponme otro gin-tonic y deja en paz el jamón.