Quedamos en que los cerebros masculino y femenino son muy distintos. Vayamos ahora a las hormonas, porque en ellas reside la otra mitad del misterio de por qué somos tan distintos hombres y mujeres.
Las hormonas son unas sustancias necesarias para el correcto funcionamiento del cuerpo.
Cuando tenemos entre ocho y catorce años de edad, los ovarios de la chica se ponen en marcha y fabrican grandes cantidades de hormonas sexuales femeninas (estrógeno y progesterona). Por su parte, los testículos del chico segregan la hormona sexual masculina (testosterona)[94].
Como consecuencia de esta inundación hormonal, a la chica le despuntan las tetitas y tiene su primera regla. Al chico, le brota el vello corporal y experimenta la primera polución nocturna (si es que no lleva años masturbándose, el muy pillín)[95].
Vayamos ahora a un caso práctico: un hombre y una mujer se aparean y un espermatozoide de él fecunda un óvulo de ella. En eso consiste la preñez.
Comienza una nueva vida. ¿Quién determina si el nasciturus, o sea, la criatura que viene de camino, ha de ser hombre o mujer?
Las hormonas.
Nuestra célula sexual tiene un núcleo con veintitrés cromosomas, una especie de hilos que contienen una sustancia química, el ADN o ácido desoxirribonucleico, la molécula informativa de la vida.
El ADN contiene unos treinta mil genes que determinan las características de la especie humana y las de la persona en particular[96].
En el momento de la fecundación, los núcleos de las células sexuales se fusionan y los cromosomas se unen por pares (veintitrés del padre y otros tantos de la madre).
El último par, el número veintitrés, determina el sexo de la criatura. Si contiene dos cromosomas X, saldrá niña; si contiene un X y un Y, saldrá niño. Tan delicada decisión se aplaza hasta la novena semana de embarazo, cuando la gónada encargada de modelar de oficio los ovarios de la niña se topa con el cromosoma Y, y en lugar de ovarios forma testículos[97].
—O sea, lo que iba para niña se convierte en niño.
—Equilicuá.
En realidad, el cromosoma XY es un error de la Naturaleza: es una X a la que le falta un palito inferior. Es una X coja, que se ha quedado en Y[98].
El huevo humano está predestinado, por delecto, a ser mujer, y sólo en la quinta semana de su formación la presencia del cromosoma Y lo deriva hacia el sexo masculino. Los hombres somos, en realidad, mujeres que se han malogrado.
—¿Quiere esto decir que Eva precedió a Adán y que la Naturaleza es femenina, en esencia?
—En efecto, eso intentaba decir[99].
Como señala el endocrinólogo Alfred Jost, «convertirse en macho es una aventura prolongada, incómoda y arriesgada; es una especie de lucha contra las tendencias que nos dirigen hacia la femineidad»[100].
—O sea, que la mujer es superior al hombre —me preguntan a veces los pacientes confrontados a estas conclusiones.
—Eso me temo —les digo—: las mujeres tienen un cerebro más complejo, un organismo más resistente y los cromosomas están de su parte.
Piadosamente les oculto la opinión de algunos científicos para los que el macho humano no es más que un parásito que utiliza a la hembra para propagar sus genes.
—Hombre, lo de parásito parece un poco fuerte.
—En Europa puede parecérnoslo, pero si miramos al Sur del mapamundi encontraremos sociedades en las que el hombre se está en la plaza del poblado, de tertulia, mirando las musarañas o tocándose los cojones, sin dar golpe, mientras la mujer carga con el trabajo de criar a los hijos, cultivar el campo, acarrear agua, majar grano, cocinar, etc. El macho parásito en cuestión entrega encantado las cinco cabras que le cobran como dote por la esclava-esposa[101].
Llega un antropólogo y le pregunta:
—Oiga, ¿no le da vergüenza estarse ahí todo el día, tumbado a la bartola, mientras la mujer se desloma?
—Je suis un intellectuel —responde—: pas de travail.
(El África francófona, ya se sabe.)
O sea, que las feministas tienen razón aunque a menudo las pierda ese exceso de vehemencia con que se expresan y esa precipitación y falta de discernimiento con que suelen actuar las de la rama más radical[102].
Un cura (también admito a curas en mi consulta, yo no discrimino a mi clientela por razones ideológicas) me corrigió el otro día cuando le expliqué lo de los cromosomas:
—No es posible que el hombre proceda de la mujer. Dios es macho de toda la vida y creó al hombre a su imagen y semejanza. Además, la Iglesia, con su inspirado magisterio, determinó hace siglos el momento en que el alma humana se fija en el feto: a los cuarenta días si se trata de un niño y a los noventa si se trata de una niña.
—Siento discrepar, padre. El hombre es una mujer que se ha descarriado en el proceso de fabricación, un subproducto de la mujer.
—Pero santo Tomás de Aquino dice justo lo contrario, que la mujer es un varón fallido, o sea mas occasionatus, fruto de una imperfección, de una carencia, lo que Aristóteles llamaba arren peperomenon, o sea, «varón mutilado».
—Todas esas memeces, propias de personas que pasan la vida especulando, sin dar golpe (de hecho, Tomás de Aquino estaba gordo como un tonel), las ha aventado la ciencia, padre.
—Pero la Biblia… —intentó objetar.
—No insista, padre. La última corriente de exégesis bíblica sostiene que, en realidad, Dios formó a Eva del barro, a su imagen y semejanza. Esto indica que Dios, entonces, era femenino, una señora gorda, con enormes pechos nutricios y un culo estupendo, la Diosa Madre, la Venus de Willendorf, la diosa maltesa. Luego, la sociedad se masculinizó, y los textos sagrados revisados introdujeron de matute a ese dios barbudo, malhumorado, celoso e intransigente que nos venden ustedes, el dios macho perpetuamente cabreado de la Biblia.
—Ya me lo maliciaba yo —admitió el presbítero, en el fondo sintiéndose aliviado—. Desde el seminario me venía temiendo que en esto de la Revelación había gato encerrado.
—Pasó un tiempo —proseguí el relato creacionista— y Eva no parecía muy satisfecha con el puesto de reina de la creación (la legendaria comunicabilidad de la mujer se le frustraba: ¡no tenía con quien hablar!). Paseaba melancólicamente por los senderos del Paraíso, dicen las Escrituras, y no conocía la risa (el llanto tampoco, ciertamente). Un día se encontró casualmente con la Diosa Madre, o quizá la Diosa Madre se hizo la encontradiza.
—¿Qué tal, Eva?
—Bien, Señora. Pero me gustaría concebir y tener hijos. Parece un procedimiento más natural que esto de hacerme de barro.
—Para eso tendría que darte un compañero que te hiciera lo que los animales machos hacen a las hembras —le advirtió la Diosa.
—Pues dámelo, ¿no eres todopoderosa?
—El problema es que ese compañero va a resultar una criatura imperfecta: bruto, mujeriego, posesivo, orgulloso, violento a veces, incluso…
—Alguna ventaja tendrá.
—Pues sí: a su lado te sentirás protegida y, si consigues retenerlo después de la cópula fornicatoria, cazará para ti y para tus hijos y quizá te ofrezca una vida regalada a cambio de tu sumisión.
Eva se lo pensó. El plan no era tan bueno como esperaba.
—Tú verás lo que haces —le dijo la Diosa—. De ti depende. ¿Quieres hombre a pesar de todo?
—Sí —decidió Eva.
(Disculpable: era joven y tenía sus necesidades.)
Así que la Diosa le hizo parir al hombre (por inseminación divina, claro. No hubo necesidad de arrancarle ninguna costilla, esa truculenta e inadmisible versión machista de la historia).
—Tendrás que ser como una madre para él —le advirtió—. Incluso tendrás que pensar por él, procurando que no lo advierta. Tendrás que impedir que haga tonterías y que ponga en peligro a la familia.
—Me hago cargo.
—Y una última recomendación: que no sepa nunca que, en realidad, es más débil que tú. Le haremos creer que lo creé antes que a ti y que yo soy un dios macho, caprichoso y barbado. Ese será nuestro secreto.
Y la Diosa se puso una barba blanca, patriarcal, a todas luces falsa, pero no renunció a la peineta triangular (la coquetería las pierde).
En realidad, hombres y mujeres somos pura química hormonal (la educación sólo refuerza lo que las hormonas determinan). De las hormonas depende también el acabado físico: las femeninas aportan menos músculo y más grasa (celulitis); las masculinas, más músculo que grasa[103]. Las chicas dispondrán de un cerebro más sutil, pero nosotros, los machos, tendremos mejores bíceps. Vaya lo uno por lo otro.
Los hombres producimos una cantidad de hormonas relativamente estable, lo que determina que seamos siempre los mismos (más o menos, claro); pero los niveles hormonales de la mujer experimentan altibajos a lo largo de su ciclo menstrual, lo que le acarrea, también, profundas variaciones de carácter.
Dependiendo del cóctel hormonal que en ese momento le esté descargando el cerebro, la mujer reacciona de una manera u otra frente a un mismo estímulo exterior. Nos causa perplejidad que nuestra chica, de ordinario sensible y cariñosa, se muestre, de pronto, arisca e intransigente. Recapacitemos: ella no es responsable de esas alteraciones, son sus hormonas.
Dicho de otro modo: un hombre puede ser siempre el mismo; pero una mujer es según y cómo, dependiendo de sus niveles hormonales. Si alcanzásemos a comprenderlo (y a admitirlo), nos iría mucho mejor en la pareja y en la vida en general.
Los hombres, limitados como estamos por nuestra estructura cerebral para comprender tales sutilezas, preferimos pensar que la mujer es una histérica, que no sabe lo que quiere, o, generalizando, que a las mujeres no hay quien las entienda.
Alteraciones de hormonas (postal del decenio de 1950).