CAPÍTULO 10
La troglodita locuaz y el cazador taciturno

Una consecuencia de la superior capacidad verbal de la mujer es su necesidad de expresarse[85]. Incluso puede seguir varias conversaciones cruzadas y enterarse de todo. Por el contrario, el hombre tiende a hablar poco, a veces lo imprescindible, y sólo capta una conversación a la vez, raramente varias[86].

El gusto por la conversación que caracteriza a la mujer otorga una especial relevancia a sus silencios. Paradójicamente, esa actitud inhabitual en la mujer, el silencio, puede transformarse en un eficaz medio de comunicación. En mi consulta de terapeuta aficionado es frecuente la queja:

—Cuando la parienta se enfada, se puede tirar días sin dirigirme la palabra.

—¿Pero no te quejabas antes de que habla demasiado?

—Sí, pero es que cuando se pone así, la veo venir y sé que está enfadada, y claro, en la cama ni hablar[87].

¡Los silencios de la mujer! Sus legendarios mudos reproches. Nosotros tenemos la fuerza (o solíamos tenerla) de imponer nuestra voluntad sobre la suya. A ellas les quedaba la resistencia pasiva, la callada protesta, el enfado, el ominoso silencio que acababa quebrantando los nervios del cónyuge…

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Nada. A mí no me pasa nada.

—Algo te pasará.

—Nada.

—Es que estás muy callada.

—Será que no tengo ganas de hablar…

Y eso puede prolongarse durante días acompañado de la necesaria actitud seria y de algún dolor de cabeza.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Es que me duele la cabeza.

La diferencia de aptitud para el habla es, a menudo, fuente de conflictos en la pareja[88]. Ellas se quejan de que el marido es poco comunicativo; ellos, de que la esposa habla por los codos. Desde nuestra óptica masculina, los hombres conversamos; las mujeres, cotorrean. Nosotros creemos que el teléfono es una herramienta para transmitir avisos; ellas, que sirve para charlar a distancia sin abandonar la cueva ni desatender sus múltiples quehaceres. El hombre llega a la cueva cansado después de un día agotador de caza y lo único que quiere es sentarse frente a la tele con una cerveza en la mano a ver lo que dicen del Barça o del Madrid. No le apetece hablar. Pero ella está deseosa de relatarle pormenorizadamente sus quehaceres de las últimas horas, lo que ha dicho la radio, lo que ha pensado, lo que han hecho los hijos y lo que ha hablado con las amigas. A no ser que esté enfadada por algún motivo, siente una perentoria necesidad de hablar[89]. Él, finalmente, cede y finge escucharla, mientras sigue abstraído en sus pensamientos acerca de la Liga o el trabajo o se refugia en una de esas utilísimas «estancias de la nada» de las que dispone en su cerebro[90].

Otra cualidad verbal de la mujer es la facilidad con la que pasa de un tema a otro mientras el hombre, debido a sus limitaciones lingüísticas, es incapaz de seguirla. Eso explica que cuando salen varias parejas de amigos, las mujeres formen un grupo y los hombres otro, las esposas, delante; los maridos, detrás (el macho que vigila y protege). A ello hay que agregar que los temas de conversación son también dispares. Como establece el conductista Bernstein-Lacogne de la Motte: «Ellas tienen tres temas: hijos, textil o desuello de amiga ausente; ellos: trabajo, tías o fútbol».

Las distintas capacidades e incapacidades expresivas repercuten en otros aspectos de la vida en pareja. El cazador, acostumbrado a ir directo a la presa, expone sus deseos o sus necesidades sin rodeos; por el contrario, la cuidadora de la camada y de la cueva prefiere sugerir y persuadir. Recuerden el chiste:

—¡Ay, Pepe! Llevamos treinta años casados y nunca me has comprado nada.

Él no capta la indirecta, a pesar de su obviedad. Distraído, replica:

—¿Y cuándo me has dicho tú que vendieras algo?

Esa incapacidad de entenderlas o de entendernos ¡cuántos conflictos genera!

Las mujeres forman un corrillo y los hombres otro. El presidente Ford, Franco y las señoras. Madrid, 1975.