Era un día gris de otoño y La Inmaculada Concepción de María’s estaba casi desierta. El moro Mohamed había terminado de rellenar las botellas con garrafón y pasaba la fregona por el mostrador. El gato Matusalén dormitaba junto a la estufa. En la mesa del reservado, bajo el azulejo de Anís del Mono, el filósofo Schopenhauer, el droguero Vallecillo y yo tertuliábamos en torno a sendos carajillos.
—Maestro —dijo Vallecillo—, ¿cómo es posible que un talento como Platón sostenga que las mujeres son la reencarnación de almas masculinas que se portaron indignamente en su vida anterior?[64].
Schopenhauer dirigió una mirada melancólica a su taza medio vacía.
—Lleva razón el griego —dijo—: las mujeres sólo sirven para cuidarnos y educarnos de niños. Son pueriles, tontas y miopes; en pocas palabras, se comportan toda la vida como niñas grandes: se hallan en un estadio intermedio entre el niño y el hombre, que es el verdadero ser humano[65].
De regreso a casa, bajo la lluvia mansa, por las callejas desiertas del barrio viejo, medité sobre lo injusto del juicio de Schopenhauer. ¿Por qué entendemos tan mal a las mujeres? Freud, cuya fotografía preside mi consultorio junto a otra de Marx (Groucho), escribió a una discípula: «La gran pregunta que nunca se ha podido resolver, y a la que yo, pese a mis treinta años de investigación en el alma femenina, tampoco he sido capaz de responder, es: ¿qué quiere una mujer?»
Otros pensadores posteriores a Freud han reconocido la misma incompetencia: «Cuanto más tiempo estás con una mujer, menos la entiendes» (Nancho Novo, actor); «No entiendo a las mujeres, pero no lo digo» (Francisco Umbral, escritor); «Lo ideal sería que vinieran con un manual de instrucciones» (Juanjo de la Iglesia, reportero); «De la mujer que no entiendo, me desentiendo» (Antonio Carmona, cantante); «A las mujeres no hay dios que las entienda» (Makinavaja, macarra).
¿Pecaré de arrogancia si afirmo que yo, Romualdo Holgado Cariño, terapeuta sin título, creo entenderlas? ¿Pareceré un fatuo faldero si testimonio que cuanto más las entiendo más las adoro? No por las tetas, que conste, no por los culos, no por los muslámenes, no por el gusto que nos procuran cuando las cabalgamos: las adoro por su cerebro, esa parte esencial de la mujer que tan a menudo desprecian los ignorantes.
A mi diván de terapeuta aficionado me llegan pacientes angustiados porque no entienden a sus mujeres.
—Querido amigo —les digo—, no la entiendes porque la juzgas con tus parámetros mentales, sin tener en cuenta que su cerebro funciona de manera distinta.
—¿Y eso cómo va a ser? —replican.
—Hombres y mujeres tenemos circuitos cerebrales distintos, con diferentes programaciones. Nosotros obedecemos a unos patrones de conducta; ellas, a otros. La conducta es innata (no impuesta por la educación como creíamos)[66].
—¿Y eso es científico? —objetan.
—Científico e irrefutable: el estudio del cerebro, la última frontera del conocimiento humano, así lo prueba.
Hemos visto, aguas arriba, que cuando descendimos de los árboles las circunstancias nos forzaron a dividir el trabajo por sexos. El monillo salió a cazar y la monilla quedó en casa criando bebés y atendiendo las múltiples labores de la intendencia familiar[67]. Esa especialización por sexos, mantenida durante cientos de miles de años, ha modelado de manera distinta no sólo los cuerpos (eso salta a la vista) sino los cerebros[68].
Los cerebros del hombre y de la mujer difieren incluso físicamente. El de la mujer es algo menos voluminoso que el del hombre[69], pero sus dos hemisferios presentan un 30 por ciento más de interconexiones nerviosas[70], lo que determina mayor operatividad y una media de inteligencia ligeramente superior[70b]. A ello debemos sumar que el cerebro masculino contiene menos materia gris y más materia blanca (asociada a la memoria espacial), mientras que el femenino lo supera en materia gris (asociada a la expresión verbal).
Esta riqueza de conexiones de su cerebro le permite a la mujer simultanear tareas como cocinar, atender el teléfono y no perder de vista al bebé que está jugando junto al enchufe. También, cuando copula, puede pensar que hay que lavar las cortinas y que la lámpara del dormitorio está pasada de moda, voy a llamar a Pitita y el jueves por la tarde vamos a El Corte Inglés, que, como estamos en febrero, están las rebajas de artículos del hogar; por cierto, que también tengo que recoger la chaqueta de mi Paco de la tintorería y que no se me olvide comprar azafrán, que el domingo tenemos paella con los suegros. ¡Ah, ah, me voy, Pepe, me voy, ah, ah, no pares, no pares, ah! (orgasmo fingido que provoca el corrimiento del macho, ese pardillo).
Como dice el poeta: «Y Dánae, indiferente y ojerosa, / siente el alma transida de desgana / y se deja, pensando en otra cosa»[71].
El cerebro del hombre, con sus dos hemisferios conectados por menos fibras nerviosas que el de la mujer, está configurado para hacer una sola cosa a la vez. En algunos casos esa incapacidad de simultanear acciones alcanza extremos peligrosos. Recuerden al presidente americano Ford, que era incapaz de mascar chicle y bajar la escalerilla del avión al mismo tiempo. Sus escoltas no ganaban para sustos y frecuentemente tenían que recogerlo del asfalto.
¿Quiere esto decir que el cerebro de la mujer es superior al del hombre? Eso me temo, queridos congéneres. Y no queda ahí la cosa. Tomen nota: el cerebro femenino está mejor aprovechado y es más operativo. En el cerebro del macho incluso existen algunas zonas neutras, las «estancias de la nada», en las que el usuario supuestamente regenera su energía mental[71b].
Tu mujer te encuentra con la mirada perdida, o sea, en Babia, y te pregunta: «¿En qué piensas?» «En nada», respondes honradamente. Entonces ella automáticamente sospecha que le ocultas algo, ergo estabas pensando en otra mujer. Como su cerebro no padece esas «estancias de la nada» es incapaz de admitir la posibilidad de que realmente no pensaras en nada. En estos casos es más prudente responder: «Es que no hago más que darle vueltas a lo del Real Madrid: lo mal que lleva la Liga. Este año el Barça va mucho mejor. Sin ir más lejos, bla, bla, bla…». Ella quedará satisfecha por tu respuesta y desconectará el oído de tu cháchara futbolística: «No pensaba en otra mujer, solamente en sus cosas. Es que son como niños. ¡Peste de fútbol!»
Las monillas eran más listas, de acuerdo, pero la caza y la protección de las que todos dependían las aportaban los monos. Por eso las sociedades patriarcales marginaron a las mujeres y las religiones machistas proporcionaron la coartada conveniente declarando canónicos e inspirados por Dios textos como éstos, oído al parche: «Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les está permitido hablar, sino que estén sujetas, como marca la ley. Y si quieren aprender alguna cosa, pregunten en casa a sus maridos; porque deshonesta cosa es que una mujer hable en público» (1 Cor. 14, 34-35).
¿Buena, eh? Pues espere a oír ésta: «A la mujer no le consiento enseñar ni arrogarse autoridad sobre el varón, sino que ha de estarse tranquila en su casa» (1 Tim. 2, 12).
Los Evangelios y el Antiguo Testamento, fundamentos de la cultura católica, están plagados de consideraciones similares. Esos son los sabios de la tribu que han adjudicado, durante los dos últimos milenios, los respectivos papeles de la mujer y el hombre en la sociedad.
¿No adivinamos en esas admoniciones la sombra del complejo del macho porque ella argumenta mejor y vence en una discusión gracias a su cerebro más sutil, a su mayor eficacia verbal y a su notable capacidad de exponer sentimientos o de fingirlos? El macho alfa, debido a su tosquedad mental, se rinde y cede o, en los casos extremos, se exaspera y usa lo único que le queda, su superioridad física, y zanja la discusión con un tortazo[72]. La crueldad del hombre deja hematomas y ojos a la virulé denunciables ante la autoridad y punibles (violencia de género)[73]. La crueldad de la mujer es mucho más sutil y no deja marcas: el reiterado reproche, el silencio mortificante, la tergiversación de los hechos, el alfilerazo donde más duele, que colman la paciencia del cazador[74]. Si acaso, deja señales psicológicas difícilmente evaluables y siempre achacables a la irascibilidad natural del energúmeno que la pobre chica tiene por pareja[75].
Supeditada a un macho más musculoso y proveedor de la despensa, la mujer quedó relegada a ejercer calladamente las sucesivas habilidades que la sociedad patriarcal le asignaba: amante (novia), administradora (esposa), tutora (madre), educadora (abuela)[75b].
El cerebro femenino se adaptó. La monilla percibe indicios sutiles que pasan inadvertidos para el mono, detecta la mínima señal de peligro que amenace a su prole (o su estatus). Sin embargo, es deficitaria en habilidades espaciales. Por eso las mujeres no saben leer los mapas: requieren una interpretación tridimensional para la que su cerebro, que es bidimensional, está mal preparado. Esta deficiencia la superan extremando la prudencia al volante, de ahí que sufran menos accidentes[76].
El macho del mono humano, por el contrario, se orienta bastante bien y percibe con mayor precisión las distancias y las formas. Ha adquirido las destrezas del cazador: explora el terreno, localiza la presa y calcula la trayectoria del proyectil[77].
Las carencias del cerebro femenino en percepción tridimensional se compensan sobradamente con una excelente percepción visual periférica. En esto, nuevamente, la mujer está mejor equipada que el hombre. Ella percibe lo que llama la atención de él (el culo o las tetas de la chica viandante); él, por el contrario, no capta lo que llama la atención de ella (la corpulencia, las manos, los ojos, el culo del chico transeúnte). Parece que no mira, pero ve y evalúa a sus prójimos tanto o más que nosotros a nuestras prójimas. Y además, dispone de una excelente inteligencia emocional.
La ventaja del cerebro masculino, su sentido de la orientación, se ha ido atrofiando desde que dejó de ser cazador para convertirse en urbanita que caza en una oficina o detrás de un mostrador. Naturalmente, nunca aceptará ante la hembra que está perdiendo reflejos. Antes bien, fingirá que domina la situación, que sigue siendo un macho cazador autosuficiente sin problemas de orientación. Cuando deambula solo por una carretera desconocida, más perdido que el Titanic, se detiene para preguntar una dirección, pero si lleva a una mujer en el asiento del copiloto, sigue conduciendo, completamente extraviado, y espera encontrar el lugar de destino sin ayuda de nadie[78]. Al macho alfa le cuesta la propia vida admitir sus errores de orientación y recurrir a otro macho para que le resuelva el problema. Tiene que mostrarse superior a los demás para deslumbrar a la hembra. Cree que si se muestra débil, ella dejará de admirarlo y quizá lo cambie por otro más fuerte. El legado genético lo impulsa a competir, a ser el mejor (o a fingirlo)[79].
Quizá el lector deduzca de mis palabras que los hombres estamos programados por la Naturaleza para hacer el primo. Eso es exactamente lo que quería indicarle.
El hemisferio derecho del cerebro del hombre (el de la habilidad espacial) se desarrolla a mayor velocidad que el izquierdo, debido a las menores conexiones hemisféricas y a la mayor abundancia de testosterona. El resultado es un cerebro más estructurado para lo técnico que para lo estético, al contrario que el cerebro de la mujer, que es más estético que técnico[80].