Hemos visto que, forzado por las circunstancias, aquel simpático homínido, nuestro remoto antepasado, se resignó a cazar para la homínida y su camada. Pero, como el desarrollo del cerebro debía servirle para algo, paralelamente lo asaltó una duda:
—¿No estaré haciendo el primo? ¿Quién me asegura a mí que los monillos que pare la mona son míos, hijos de mi sangre, perpetuadores de mis genes?
Algo de razón llevaba. A él, un invencible instinto lo inclinaba a aparearse con cuantas más hembras mejor, ergo lo mismo le ocurriría al resto de los monos de su especie (homo salidus, recordemos). Si salía de caza y desamparaba la cueva domiciliaria, la hembra quedaba a merced de otros machos. ¿Y si otro mono aprovechaba su ausencia para montarla y preñarla? ¿Tendría que resignarse a alimentar, con su trabajo, a las crías de otro?[48].
El mono cazador, mosqueado, procuraba alejarse lo menos posible de la cueva para no perder de vista a la hembra. La sobreexplotación de los cotos cercanos al poblado, los cazadores con un ojo en la pieza y otro en la hembra, redundaban en una caza cada vez más escasa e insatisfactoria.
La mona, lista y sensata como era, cuando vio peligrar la despensa, desarrolló el instinto de la fidelidad, rarísimo entre las hembras primates. Un buen día avisó a la comunidad: «De aquí en adelante me comprometo a copular solamente con el mono que me ha preñado la primera vez, y le soy fiel, a ver si se centra de una vez en la caza y me trae buenos solomillos».
La fidelidad de la pareja. Ese fue el precio que impuso la Naturaleza a la supervivencia del homo salidus como especie[49].
Más tranquilo, el mono consintió en alejarse de la cueva en pos de las presas más apetitosas, de los entrecots más tiernos y jugosos.
La mona supuestamente fiel al mono, que la alimenta y preña. Meditemos brevemente sobre este hecho. ¡Había nacido la familia, la célula de la sociedad! La familia, una institución natural, sin papeles ni curas (los curas vinieron después a administrarla, deseosos, ellos también, de participar de las ganancias del cazador sin dar golpe).
También había nacido el parentesco: los tíos, los cuñados, los suegros… Sólo faltaban las comidas de Nochebuena con o sin reyerta familiar.
Así fue cómo la mutación de frugívoros arborícolas a carnívoros de la pradera acarreó a nuestros antepasados una revolución social que todavía nos afecta. De la promiscuidad natural de los inicios, fuimos a la exclusividad sexual de la pareja: el macho cazando para alimentar a la hembra y a su prole mientras la hembra cuida de la descendencia, trabaja la huerta y se encarga de toda clase de tareas sedentarias. Una inteligente, aunque antinatural, división del trabajo.
Obligados a emparejarse, resultó natural que el mono más fuerte escogiera a la mona más mona y que sus virtuales rivales respetaran la elección y se conformaran con las monas de segunda y así sucesivamente hasta que el más enclenque cargaba con la más fea: la selección natural, cada oveja con su pareja.
Ahí brilla la inteligencia emergente del homínido. La energía que malgastaba antes en la estéril disputa por las hembras se encauzaba hacia la caza y la tecnología. Todos salían ganando[50].
Una conquista social, esta de la familia, desconocida entre nuestros otros primos, los primates.
La familia, la corresponsabilidad, la fidelidad entre un macho y una hembra. Un gran paso adelante para la humanidad, sin duda. Lo malo es que el antiguo impulso del primate sigue latente en lo más profundo de nuestro ser: el de inseminar con su ADN a toda mona que se ponga a tiro, sin respetar convenciones, prohibiciones ni barreras sociales[51].
El hombre es promiscuo por naturaleza (o infiel, desde el punto de vista ético o moral). Ningún naturalista ni, mucho menos, ninguna feminista me discutirá este aserto. El instinto que tiraniza al homo salidus arrastra al desgraciado a copular con todas las hembras disponibles para que sus genes se propaguen como las estrellas del cielo y las arenas del mar, según la inspirada fraseología bíblica. Podemos llamarlo vicio, podemos descalificarlo moralmente, podemos reprocharle las desgracias y la inestabilidad familiar y social que acarrea, podemos aherrojarlo con trabas éticas, religiosas y sociales, pero no por ello ahogaremos un instinto natural. Reconozcámoslo: en lo tocante al desordenado afán por copular con cuantas le hagan tilín, el hombre no es responsable de sus actos.
La promiscuidad del mono humano (humano, pero mono al fin) es una tendencia natural. No hay más que un mandato genético: la eficacia reproductiva. Esa esclavitud llega hasta el punto de que en presencia de una mujer hermosa segrega apreciables cantidades de cortisol, la hormona del estrés, que puede provocar diabetes o hipertensión (aunque en pequeñas dosis posee propiedades antiinflamatorias e hipoalergénicas). La experiencia corrobora que el homo salidus actúa de esa manera: ve una mujer bien conformada y se le dispara el cortisol y el deseo de profundizar en su conocimiento (la legendaria sociabilidad masculina)[52].
Sentado que el mono humano es infiel por naturaleza, vayamos a la mona. Ella no es tan simple e impulsiva, pero es igualmente presa de un impulso que la inclina a aparearse con machos genéticamente potentes.
Se calcula que hasta un 20 por ciento de los hijos no descienden del supuesto padre sino de un amante o ligue ocasional de la madre[53]. Esta circunstancia explica que en las sociedades tradicionales, el honor del hombre resida entre los muslos de su mujer. Por absurdo que pueda parecer, es así… De ahí los celos, la desconfianza, los encierros, los velos, la ablación del clítoris y todas esas barbaridades que los más brutos ingenian para asegurarse de que la mujer está siempre vigilada o es invisible, que el marido es el único que accede y engendra en ella, que es el padre genético de sus hijos[54].
Aquí detectamos el inicio de una relación asimétrica. Al mono le importa mucho que su mona le ponga los cuernos[55], pero a la mona le importa menos que su mono se encame con otra[56]. Total, ella siempre está segura de su maternidad sea quien sea el padre.
—¡Pero las esposas son celosas, paisa, incluso más que nosotros! —se quejaba no hace mucho Mohamed, que padece el problema por partida triple.
—Maticemos —le repliqué—: los celos son producto de la posesión, no del amor. Lo que la mona teme es que su mono se encapriche de una lagartona y desvíe hacia ella parte de la caza (en términos actuales, dinero, protección, regalos, etc.), o sea, parte de «sus» recursos, quiero decir de los recursos de ella (puesto que considera que los del mono le pertenecen, son gananciales). Lo que teme es que sus hijos tengan que compartir alimentos con los que el marido infiel pudiera engendrar en la otra. Es instintivo, es un miedo ancestral, genético, que arrastran las monas humanas[57].
Dicho esto, hay que introducir una salvedad importante: las mujeres modernas, liberadas, que trabajan fuera de casa y son económicamente independientes, no dependen ya de los recursos del macho y sólo buscan en él compañía, ternura y protección física.
Familia feliz (postal del decenio de 1950).