CAPÍTULO 4
El mono copulador

Yo, que he conocido la juventud de Marujita Díaz y de Arturo Fernández; yo, que he padecido la represión franquista en la galería cuarta de Carabanchel; yo, que me he empastillado en las abiertas playas de California; yo, que he corrido delante de la gendarmería en mayo del 68; yo, que he visto naves en llamas más allá de las puertas de Tannháuser, a veces me planteo si tenemos solución.

Los hombres, digo. La Humanidad. ¿Tenemos solución?

O sea, como diría mi admirada Bibiana Aído, los hombres y las mujeres o, mejor aún, las mujeres y los hombres, los miembros y las «miembras», ¿tenemos solución?

Desde que me anuncio en el blog, en los periódicos gratuitos, en las farolas y en los retretes públicos, tengo la consulta repleta y me faltan horas para atender a tanto paciente. Prestigiosas clínicas multinacionales se me disputan y me proponen la apertura de franquicias de mi gabinete de asistencia terapéutica aficionada. Las ofertas son tentadoras, pero las rechazo: mi pundonor profesional me inclina a ofrecer una asistencia personalizada.

La gente común, usted o yo, vive agobiada por sus conflictos emocionales, necesita consejo terapéutico, necesita que la escuchen, que la guíen. Antes tenían a los curas, pero ahora, con los avances de la sociedad laica, los adultos frecuentamos menos la iglesia y los curas están mano sobre mano, prácticamente centrados en los niños y temerosos de que crezcan y los denuncien.

Hemos cambiado la Santísima Trinidad y los dogmas por el complejo de Edipo mal superado y la encubierta fase anal.

El mundo moderno, las prisas, las tensiones, la ciega competitividad nos incomunican. «Alexitimia», llamo a eso cuando estoy de servicio terapéutico, pero aquí, en la barra del bar de copas La Inmaculada Concepción de María’s, prefiero olvidarme de mi jerga psicológica.

Aquel mono ancestro, como buen primate, era promiscuo y no se emparejaba. La hembra sólo entraba en celo cuando estaba ovulando, pero eso sí, entonces se apareaba con cuantos machos lo solicitaran. Los machos, por su parte, al acabar la faena, se desentendían de ella de la forma más egoísta.

—Tonterías, las precisas[20] —pensaban.

Tras la preñez, la hembra se hacía cargo del bebé durante los meses que este tardaba en despabilarse y buscarse la vida por sí mismo. No era una maternidad demasiado sacrificada, admitámoslo. Sólo lo justo. Por eso, la madre sobrellevaba en solitario la carga familiar sin muchos agobios.

Pero cuando el mono humano descendió del árbol y tuvo que enfrentarse a un medio hostil, la nueva situación alteró su vida sexual.

El desarrollo de la inteligencia, para compensar su debilidad física, recordemos, aumentó considerablemente el tamaño del cerebro[21]. Al mismo tiempo, la adopción de la postura erecta, sobre las patas traseras, estrechó las caderas de las monas.

Mal asunto: bebés cada vez más cabezones y canales del parto cada vez más estrechos dificultaban los paritorios.

La Naturaleza se hizo cargo del problema.

—¡Ay, hija! —le dijo a la mona humana—. Esto del desarrollo del cerebro es una lata. Necesitas un embarazo de lo menos veintiún meses para parir al monillo con la mínima cantidad de cerebro que le permita valerse al poco de nacer, como acaece en todos los mamíferos.

—¿Y por qué no lo tengo? —inquirió la mona.

—Porque entonces la criatura tendría una cabeza de tal tamaño que al parirla seguro que te escoña, literalmente. Tu canal del parto no está diseñado para dilatarse tanto. Lo que voy a hacer es que te voy a programar un embarazo de nueve meses, tú pares a tu bebé con el cerebro a medio desarrollar, y que se termine de desarrollar fuera de ti. Lo malo es que entonces requerirá cuidados intensivos y larga lactancia[22].

Resultado: la evolución de la especie humana acarreó el sacrificio de la abnegada madre, que no podía apartarse de su retoño.

Meditemos sobre este hecho porque aquí reside la clave de todo el asunto: el hombre es el animal de más lento crecimiento. Comparémoslo con la oveja o la vaca: paren y tanto el cordero como el becerro nacen casi de pie, los lamen un poco las madres y a las pocas horas ya corretean detrás del rebaño. Cuando tienen hambre se acercan a la madre y maman. El resto del tiempo andan triscando por ahí, tan ricamente. En pocos meses alcanzan la madurez y la madre se los quita de encima, excepto cuando la montan.

El bebé humano, no. El bebé humano tarda años en madurar y no digamos ya en independizarse[23].

Con el desarrollo del cerebro, la infancia brevísima del primate se fue alargando bajo la tutela de la madre. El crecimiento cada vez más lento del monillo-hombre se convirtió en una pesada carga imposible de llevar por la madre sola. Ella misma lo advirtió enseguida:

—¿No es mucha lata para una madre? —protestó—. Si estoy pendiente de un bebé mentalmente prematuro, ¿cuándo cazo para alimentarnos a los dos?

—Tienes razón —reconoció la Naturaleza—. Necesitarías que el mono macho colaborara, que para eso te empreña.

Confrontada con la prolongación de la crianza de su prole, que la imposibilitaba para buscarse la vida, la hembra tuvo que despabilar y pararle los pies al macho.

—¡Un momento, picha brava! —le espetó, los brazos en jarras—: Ya está bien de aquí te pillo, aquí te mato. Me empreñas y luego me dejas a mí sola la responsabilidad familiar. Esta criatura necesita un padre y esta madre necesita un cazador que la alimente y la proteja. Si tú quieres sexo, yo quiero compromiso. Piénsatelo.

La situación era peliaguda. El macho quería sexo y la hembra, en vista de que no podía criar por sí misma a su bebé, exigía compromiso y manutención.

Quien quiera sexo, que se moje el culo (en sentido figurado también).

Una vez más, la Naturaleza buscó una solución práctica, una estratagema para que el homo salidus ayudara a la hembra que había preñado. El instinto del macho lo inclinaba a copular con cuantas hembras en celo se le pusieran a tiro, no por vicio, sino con el fin de asegurarse la pervivencia de su ADN. Como primera providencia, la Naturaleza ocultó el periodo de celo de la monilla de modo que aparentemente siempre pareciera fértil.

—Te voy a prolongar la etapa de celo —le advirtió.

—¿Y eso? —dijo la monilla, a la que no entusiasmaba el sexo (todavía no experimentaba orgasmos).

—Porque el celo limita la sexualidad a unos pocos días de cada mes y la suprime durante el embarazo[24].

Si el mono preñador advierte que no estás en suerte, se irá a buscar a otras (su obsesión es preñar a cuantas más mejor). ¿Sabes lo que haré? Te voy a reprogramar el semáforo.

—¿Qué semáforo?

—El semáforo vital, criatura. Los machos advierten cuándo estás receptiva y fértil porque caminas a cuatro patas dejando ver los labios mayores abultados y, en medio, una apetitosa raja roja y húmeda que exhala un intenso aroma a feromonas alborotadas[25]. Eso es el color verde del semáforo y en cuanto lo ven los machos, acá que vienen a visitarte, en ordenada fila, con las credenciales enhiestas. Te montan, te preñan, se largan en busca de otra que tenga el semáforo en verde y si te he visto, no me acuerdo. A partir de ahora cambiamos el sistema de señales y ponemos el semáforo permanentemente en verde. A partir de ahora la atracción sexual será permanente mientras seas joven. De este modo lograremos que un mono se te arrime permanentemente y te proteja y alimente.

—¿Y cuando no sea joven? —preguntó la mona.

—Cuando no seas joven no necesitarás su ayuda. Tus hijos se habrán emancipado y podrás valerte por ti misma.

No quedó muy convencida la monilla, pero firmó el contrato sin advertir que con ello se condenaba a la esclavitud de tener que aparentar una juventud permanente (teñidos de pelo, postizos, estiramientos, maquillajes y siliconas).

Después la Naturaleza se encaró con el mono salido y le dijo:

—No sabes cómo te entiendo, hijo mío. Esa obsesión tuya por fecundar a toda mona en celo no se debe a que seas un vicioso disoluto sino al instinto que te fuerza a difundir tus genes como un infatigable y esforzado misionero de ti mismo. Ahora le he suprimido las señales de celo a la mona y le he instalado un celo continuo.

—Entonces ¿cuándo sabré que está ovulando para empreñarla y difundir mis genes?

—Me temo que no conocerás sus días fértiles. Si quieres asegurarte la transmisión de tus genes, más vale que no te apartes de ella y la cubras en exclusiva. Así, cuando se quede preñada, sabrás que el monillo resultante lleva tus genes[26].

—¿Y las otras monas? —objetó el salido—. Es que a uno le gusta la variedad: el instinto de poner los huevos en cuantas más cestas mejor, y no lo digo con segundas.

—Eso se acabó. Si quieres asegurarte la pervivencia de tus genes, cíñete a una: más vale pájaro en mano que ciento volando.

—O sea, que por lo menos la mona que escoja va a estar en celo continuo —se consoló el mono prometiéndoselas muy felices.

—Más o menos. Según te portes —le advirtió la Naturaleza.

La frecuentación de la mona por el mono creó el apego del que hablábamos páginas atrás, el vínculo afectivo de la pareja en el que cada miembro es cuidador y cuidado. De ahí nació el amor[27].

El macho tuvo que convertirse en monógamo y se resignó a cazar para la hembra, una condición que, más o menos a regañadientes, respeta hasta hoy. La hembra que disfrutaba de su protección, de su techo y de su caza le ofrecía a cambio sexo y la (supuesta) seguridad de que transmitía sus genes.

—¿Monógamo, dices?

Bueno, monógamo hasta cierto punto, porque el instinto lo arrastra a copular con toda la que se pone a tiro, aunque, de puertas adentro, en la intimidad de la cueva, sea monógamo. O sea, guarda a su mujer y va a por las mujeres de los demás.

Cuando algunos monos más fuertes o más despabilados destacaron claramente sobre los otros y pudieron acaparar recursos, surgieron las primeras sociedades complejas y con ellas la poligamia como expresión de poder y prestigio. Algunos faraones tuvieron más de mil esposas; Salomón, seiscientas; los harenes de los califas, docenas de ellas; el serrallo turco, una buena colección[28].

En cierto modo, la poligamia asociada al poder perdura en nuestros días. El pobre presidente Kennedy, sin ir más lejos, se vio abocado a repartir sus atenciones entre Jacqueline, la legítima, Marilyn Monroe, Angie Dickinson y algunas otras beldades, a pesar de sus dolencias de espalda. Los millonarios y los artistas famosos se ven igualmente en la obligación de contentar a una variedad de amantes, por la misma cuestión de prestigio[29].

Hugh Hefner, el fundador de la revista Playboy, ha llegado a convivir hasta con siete novias formales y no sé cuántas conejitas en su famosa y envidiada mansión. El presidente de la República Sudafricana, el zulú don Jacob Zuma, mantiene tres esposas oficiales en el palacio presidencial y además ejercita sus gónadas con un número indeterminado de compañeras de cama más o menos fijas de las que lleva concebidos veinte hijos[30].

Decíamos, antes de irnos por las ramas, que paulatinamente surgió un vínculo social entre el mono que preñaba y la mona que se quedaba preñada. Si la madre se quedaba cuidando al bebé, el padre tenía que alimentarlos a los dos.

Bebés de crecimiento lento e infancia prolongada limitaron la movilidad de la mujer. Media humanidad, la femenina, tuvo que replegarse a la vida doméstica, al cuidado de la prole y a recolectar, mientras la otra media, la masculina, salía a cazar para procurar el sustento de la familia.

Cambios tan profundos en el modo de vida aparejaron inéditos problemas.