CAPÍTULO 3
El mono desciende del árbol

Acodado en la barra, frente a un vaso diseñado por Nacho Vidal, contemplo la mirada de Humphrey Bogart congelada en el tiempo, vencedora de la muerte, su sempiterno cigarrillo cancerígeno y fálico en los labios.

—¿Qué te cuentas, Rick? —lo saludo.

—Aquí, viendo pasar la vida —responde—. Esperando a Ilsa, aunque sé que no acudirá.

—Siempre esperamos a una mujer que jamás vendrá —le digo pensando en Teresa, en mi Teresa, la que me dijo: «Olvídame. Adiós».

En noches como ésta, devastado por los recuerdos, la echo de menos. Bebo para recordar.

—¿Por qué aguardamos a una mujer que no vendrá, terapeuta? —me pregunta Rick, adivinando el objeto de mi melancolía—. ¿Quizá porque es lo único que da sentido a nuestras vidas?

—Es largo de explicar, Rick.

—Tengo todo el tiempo del mundo. Bogie ya murió y yo sólo soy su imagen en un póster, ¿recuerdas?

Como en Neruda, en mí la noche entraba, entra, su invasión poderosa. Nadie me aguarda en casa.

—Comencemos por el principio —me anima Rick.

—Hace como tres mil millones de años, quizá más, nació la vida sobre la Tierra. Al principio era una vida elemental: unas simples células que se reproducían dividiéndose. Hace unos ochocientos millones de años, algunas de estas células intercambiaron genes por accidente.

—¿Por accidente? —dice Rick-Bogie frunciendo el ceño.

—Llámalo «casualidad», «evolución» o «designio de la Providencia», ¿qué más da? El caso es que las células resultantes eran más fuertes, más grandes y más complejas que las anteriores. «¡Coño! —dijo la Naturaleza—, esto es mejor que la división simple». Y siguió por ese camino. Así se inventó el sexo. Chico conoce a chica, la corteja, le transfiere su esperma, la fecunda y del intercambio celular resultante sale un nuevo individuo mejorado. Intercambiando genes y ganando en complejidad, las células se diferenciaron y evolucionaron hasta constituir gusanos, medusas y otras formas simples de vida animal que, a su vez, hace unos seiscientos millones de años, produjeron animales más complejos, provistos de huesos o caparazones. Continuando con los intercambios genéticos, hace unos trescientos millones de años, un sarcopterigio[14], escamado por la brutal competencia que existía en el agua, donde el pez grande se come al chico, se aficionó a salir de vez en cuando a las riberas fangosas donde se sentía más a salvo, y, evolucionando, transformó las aletas en patitas y desarrolló unos pulmones que le permitieran respirar fuera del agua. Adaptado al nuevo medio, se sintió feliz y pobló la Tierra[15].

Bogart había borrado la sombra de escepticismo que el comienzo de mi explicación había dibujado en su rostro. Asintió animándome a proseguir.

—Al principio, en su vida de pez, o en el estadio posterior de anfibio, aquel bichejo se reproducía de una manera la mar de aburrida: la hembra soltaba sus huevos en el agua, el macho los regaba con su esperma y de ahí salían los pececillos. Ni orgasmo ni nada parecido.

—Chungo —dijo Bogart.

—Las nuevas criaturas evolucionaban en complejidad: cada generación era más fuerte que la anterior gracias al intercambio de genes. El paso más decisivo de la evolución fue introducir dos sexos diferenciados para optimizar ese intercambio de genes. El sexo se probó la herramienta de supervivencia más eficaz[16]. Y a eficaz no le gana nadie a la Naturaleza. O sea, entiéndase, nos dotó de sexo por una cuestión de eficacia, no por vicio.

Así fue como el sexo se adueñó de la Tierra mucho antes de que la especie, el homo salidus, señoreara el planeta.

—¿Y ese mono salido, o sea nosotros, de dónde salió? —preguntó Bogart.

—Bueno, los humanos descendemos de primates cuadrumanos que vivían en árboles y se alimentaban de frutas, nueces e insectos. Después abandonamos los árboles y nos atrevimos a explorar la pradera. Ése fue el acontecimiento principal de la evolución humana.

—¿Por qué abandonamos los árboles? —se interesó Bogart.

—Los antropólogos han enunciado diversas teorías.

Hace unos quince millones de años los bosques se redujeron notablemente debido a cambios climáticos[17].

La ruina del bosque acarreó la consiguiente escasez de fruta y nueces, los alimentos cotidianos del monillo ancestral.

Con la despensa trasteada, la Naturaleza le planteó una disyuntiva: «O te alimentas de hierba y te haces herbívoro, o te alimentas de carne y te haces carnívoro: eso es lo que hay. Lo de ser frugívoro [comedor de fruta] pertenece al pasado».

El hambriento monillo tuvo que apearse del árbol y rebuscar en la inhóspita pradera en busca de alimento.

Una segunda teoría se relaciona con el crecimiento de las mamas femeninas. No sé si te has fijado en que las tetas son una característica única de nuestra especie. Ningún otro mono las tiene.

—Cierto —dijo Rick-Bogie—. Cuando rodamos «La reina de África» tuve la oportunidad de observar muchas monas y, en efecto, todas estaban lisas como una tabla.

—Me alegro de que coincidamos.

La segunda teoría que explica el descenso del hombre del árbol es de mi cosecha. He enviado un artículo exponiéndola a la revista Science, pero todavía no la han publicado. Al desarrollarse esas tetas tan estupendas que tienen las monas de nuestra especie, el mono salido intentaba sobarlas durante el coito, para lo cual obviamente se desasía de la rama del árbol y, llegado el orgasmo, se desequilibraba, perdía pie y se precipitaba contra el suelo desde la copa. Después de unas cuantas costaladas, el escarmentado mono decidió bajar del árbol y se hizo de pie a tierra. ¿Qué te parece?

Bogie lo encontró de lo más sensato.

—Ese es el origen, cabe pensar, de la leyenda bíblica de la creación de la mujer. El mono que decidió quedarse en tierra se había roto una costilla en la costalada coital. Todo encaja.

Fuera por un motivo, fuera por otro, lo cierto es que las circunstancias obligaron a nuestro antepasado a descender de los árboles. En la infancia de la Humanidad, aquel pacífico simio arborícola que habitaba los bosques sin meterse con nadie, alimentándose únicamente de frutas y nueces, ni envidioso ni envidiado, se vio precisado a descender del edénico árbol al nivel del suelo. Él descendió del árbol, pero la fruta seguía estando arriba, en las ramas. A ras de tierra la vida estaba muy achuchada, escaseaba la fruta y el cuitado pasaba más hambre que un caracol en un espejo. Empezó a comer de todo: unas majoletas, un puñado de moras, una lechuga mustia, la carroña abandonada por los carnívoros…

De frugívoro pasó a omnívoro.

Cuando comenzó a consumir carne advirtió lo alimenticia que era, proteínas puras, y se aficionó a ella. Lo malo es que era difícil de conseguir. Al principio tuvo que contentarse con la carroña que dejaban los depredadores carnívoros: algún pingajo adherido a un omóplato, la médula de un fémur…, poca cosa.

Además, tenía que disputarles aquellas magras ganancias a otros carroñeros naturales: hienas, buitres, ratas, etc.

La nueva dieta era mejor que la anterior, dónde va a parar, pero arriesgaba la vida para conseguirla. En la pradera comes o te comen, es decir que los animales se dividían en herbívoros (los que comen hierba) y carnívoros (los que devoran a los que comen hierba). El monillo humano, recién llegado y sin referencia alguna, tuvo que jugar en la segunda división, los herbívoros.

—Mal asunto —comentó Bogart.

—Malísimo —corroboré—. A un lado del ring, leones, tigres, leopardos, panteras, lobos, los grandes carnívoros de la pradera, las fieras colmilludas, acechantes entre la hierba alta. Del otro, los herbívoros, las gacelas, los ciervos, los antílopes…, y el hombre.

Los herbívoros habían desarrollado mecanismos de huida: eran velocistas natos, tan rápidos que, en caso de peligro, dejaban al monillo arborícola muy atrás. ¿Sabes el chiste de los excursionistas que se metieron en una dehesa de toros bravos? ¿A quién empitonará antes el miura? Respuesta correcta: al más lento, al cojo. En la pradera primigenia ¿a quién devoraban primero el tigre, el león o el lobo?

—A nosotros —aventuró Bogart—, al indefenso y torpe monillo que se había atrevido a descender del árbol.

—Natural. Éramos una presa fácil. Caíamos como moscas.

El duelo no podía ser más desigual: los carnívoros puros, que tenían fuerza, garras y colmillos, frente a aquel monillo débil, torpe de vista y de olfato, lento de reflejos, lentísimo en la carrera y provisto de unas uñas y unos dientes menuditos, inofensivos, que daban risa.

Eso éramos: el último de la fila en el aula de la evolución, el más lerdo del pelotón de los torpes, el hazmerreír de la Creación.

El homínido tuvo que espabilar. Lo primero que hizo fue adoptar la postura erguida, sostenido sobre los pies, que le permitía otear por encima del yerbazal y percatarse de cualquier movimiento sospechoso que delatara la proximidad de un depredador.

¿Con qué nos íbamos a defender frente a las fieras feroces que sólo veían en nosotros un bocado suculento y fácil? ¿Con qué les íbamos a disputar sus dominios a aquellos monstruos que en todo nos superaban?

No era el único problema. Si el monillo quería sobrevivir, tenía que cazar, pero ¿cazar qué? Si todos los bichos excepto la tortuga y el caracol corrían más que él, ¿qué hacer? Podemos imaginarlo en su callado diálogo con la Naturaleza:

—Si no tienes fuerza, usa el cerebro —le diría la Naturaleza.

—Pero es que tampoco tengo cerebro —argüiría él.

—¡Pues desarróllalo, coño, que una no puede estar en todo! —replicaría, un punto airada, la Naturaleza—. Tú ya has visto lo que ha ocurrido con los dinosaurios. Si no despabilas, llevas el mismo camino: combustible fósil y materia para los museos de Ciencias Naturales.

Renovarse o morir, o sea, la extinción de la especie. Ése era el reto.

—Yo no me puedo responsabilizar de que Dios creara esta chapuza del mundo en siete días, improvisadamente, que así le salió —se excusaba la Naturaleza—. Bastante hace una con pasarse todo el santo día ideando mutaciones evolutivas para las criaturas inadaptadas[18]. No creas que eres el único que tiene problemas. Ahí tienes al ornitorrinco con unos problemas de identidad tremendos y pensando en suicidarse.

—¿Y yo qué hago? —suplicó el mono prehumano.

—Por lo pronto, desarrolla el cerebro a ver si así compensas tu poquedad física. Ahora no te salva vivir en los árboles: tendrás que competir con las fieras. Lo siento, chico. Tendrás que desarrollar la inteligencia.

La desarrolló. ¡Vaya si la desarrolló!

—Hasta inventar el fusil de caza 458 Winchester magnum, cuya bala de alta precisión, calibre 45, deja seco a un elefante —apuntó Bogart recordando sus experiencias africanas—. Y si usas un cartucho de postas, la piel del fiero tigre queda de tal guisa que no sirve ni para fabricar fundas de mando a distancia.

¿Quién les iba a decir a nuestros remotos ancestros que algún día exterminaríamos a las fieras feroces o las reduciríamos a la humillante cautividad de los zoológicos?

Tomemos ahora a cualquier constructor enriquecido por la especulación, a cualquier banquero que se nutre de nuestra sangre hipotecaria o a cualquier rey que parasita los impuestos de sus súbditos (tres subclases de homo rapazus unánimemente cazadoras). Los tres se visten de verde con artículos de la sección especializada de «El Corte Inglés» o de las tiendas «Coronel Tapioca», los tres tienen en su mansión un salón prolijamente decorado con trofeos: cuernos y cabezas de todo bicho viviente; los tres tienen profusamente repartidas por sus despachos fotos enmarcadas en plata o carey en las que posan con un león muerto a los pies o encima de un rinoceronte difunto.

Sigamos por la senda que dos subsaharianos le despejan a machetazos a un director general que, con el pretexto de un viaje oficial a África acompañando a la exvicepresidenta De la Vega, se ha apuntado a un safari en un parque nacional de Kenia. El individuo se ha uniformado a conciencia: pantalón corto caqui del que brotan unas canillas descarnadas y peluditas, sahariana de veinte bolsillos y, en la cabeza, un salacot que le baila porque no se fabrican de su talla. Además anda raro debido a los padecimientos hemorroidales.

Ese alfeñique que no tiene media hostia se ha convertido en el más peligroso depredador. Un depredador que depreda por igual a los otros depredadores y a los herbívoros. Ni corre más que sus eventuales presas, ni tiene fuerza para detenerlas, ni garras para agarrarlas, ni colmillos para degollarlas, pero está acabando con el reino animal.

El tipo será un desperdicio de la especie humana, sí, pero en tres días de safari ha despachado a un león, un gorila, un elefante, un rinoceronte blanco y un oso polar[19].

¿Qué ha ocurrido? El tímido carroñero se ha convertido, en eso consiste la Evolución, en un peligroso depredador. Es más, en el más peligroso depredador, porque no caza a los de otras especies para su subsistencia sino por mero placer.

—¿Un monillo depredador?

—Sí, esa ha sido la penosa consecuencia de una infancia difícil. Confrontado con un entorno hostil para el que no estaba equipado, forzado por la necesidad y sacando fuerzas de flaqueza, aquel tatarabuelo nuestro desarrolló un notable cerebro para compensar las cualidades físicas que le faltaban. Lo desarrolló lo suficiente para aprender que las garras y los colmillos se podían suplir con palos y piedras. La casi continua posición bípeda que se veía obligado a adoptar en medio del yerbazal para vigilar el entorno le permitía servirse de las extremidades delanteras. La mano, con la que antes se agarraba a las ramas de los árboles, le servía, ya en tierra, para agarrar piedras y palos y golpear con ellos.

Piedras y palos: las primeras herramientas.

Gracias a ellas, y a su cerebro que desarrollaba nuevas tácticas, el homínido se atrevió a cazar en manada (la horda primitiva) e ideó sus propias estrategias de acoso y derribo. Pronto pudo abatir presas de gran tamaño. Se acabó el pordiosear la carroña que despreciaban los grandes felinos. Incluso pudo defenderse de ellos, en cuanto perfeccionó las herramientas.

Comenzaba la Evolución que, andando el tiempo, desembocaría en progreso y en complejas formas culturales.

¿Complejas formas culturales? Sí, eso he dicho. Contemplemos, por ejemplo, a los peregrinos rocieros reunidos de mañana, tras el entonador carajillo, el sol despuntando por el pinar y las marismas de Doñana, en la misa de coheteros, tamborileros y carreteros que el satisfecho capellán oficia junto a la ermita-basílica del Rocío, hogar y santuario de la Reina de las Marismas. Emoción eucarística. Hombres curtidos con zahones y traje corto, mujeres rollizas con botas de media caña, falda rociera y clavel enhiesto en el moño. En los aparcamientos, vehículos con tracción a las cuatro ruedas rebosantes de víveres y vino fino. Un cedé desgrana la salve rociera en la voz de Isabel Pantoja. Alegría y señorío en una experiencia íntima que no se puede explicar porque el Rocío hay que sentirlo. Devoción y camino.

Sí, ha sido un largo camino el de la Humanidad. Y aquí estamos. ¿Quién iba a decir que procedemos de aquel monillo indefenso e indigente que pordioseaba los pingajos de carne despreciados por los otros carroñeros?

Ya tenemos a nuestro mono más o menos adaptado al medio. Comida no le falta. Vayamos ahora al sexo y a sus carencias emocionales.