Apéndice 7
Remedios y boticas

En una reciente audiencia privada, Benedicto XVI se dirigió a los representantes de la Asociación de Clubes de Alterne de España (ACADE) con estas palabras:

—El hombre moderno ha perdido el temor de Dios y sólo piensa en fornicar. ¿Es esa la única manera que sabemos de amar al prójimo?[632].

La pregunta era retórica (el Santo Padre no tiene un pelo de tonto y es consciente de que, si se fornica, es porque da un gusto espantoso), pero tenía su meollo que poco después amplió en una alocución ante la comunidad cristiana de Sao Paulo, el 10 de mayo de 2007:

«El amor es otra cosa que ceder a la compulsión de los sentidos. Dios os llama a los jóvenes a respetaros también en el romance y en el noviazgo […] vuestra vida será fuente de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad, dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras […] el eros quiere conducirnos más allá de nosotros mismos, hacia Dios, pero por eso mismo requiere un camino de ascesis, renuncias, purificaciones y saneamientos»[633].

El Santo Padre, duele reconocerlo, predica en el desierto. Son sus convincentes palabras como el trigo evangélico que cayó sobre las piedras en la parábola del sembrador y descendieron las aves del cielo y lo comieron. O sea, gasta saliva para nada, como si hablara con la pared. La mayor afición de los jóvenes, según casi todas las encuestas, es el sexo, y los maduros desfallecientes que deberían guiarlos a la castidad con su ejemplo (sus padres y educadores) están igualmente ofuscados con la sensualidad que nos invade[634].

En efecto, los jubilados, que antes se dedicaban a tomar el sol en los parques y jardines, alimentar a las palomas, observar cómo cavaban una zanja los obreros y jugar al bingo, descuidan esos menesteres y reemprenden la actividad venérea con redoblados ánimos. No hay más que ver cómo se arriman los unos a las otras en los viajes del Imserso y hasta se contagian de venéreas con mujeres malas.

«¿De dónde sacan los arrestos estos carcamales?», se preguntan sociólogos y neumólogos. La respuesta está en la Viagra de Pfizer, esa pildorita azul, romboidal, que les garantiza una erección veinteañera el tiempo que se tarda en un cumplimiento y, apurando los efectos, en dos (aunque algunos la cascaron de infarto y hablo en general sin especificar si eran presidentes de club de fútbol o presidentes de organización empresarial)[635].

En nuestros confusos días muchas virilidades desfallecientes recurren a la farmacopea. Más de un paciente me consulta en el diván:

—No me empalmo, terapeuta. ¿Pruebo con la Viagra o será psicológico?

Han pasado de los sesenta, están más que amortizados, la Naturaleza los ha desechado como reproductores y hete aquí que se empeñan en hacer sus cochinadas como si tuvieran quince, no por reproducirse sino por el gusto que da. ¿Qué les aconsejo, ante ese arduo problema ético? Yo siempre con la verdad por delante.

—Hombre, si no puedes sublimar el sexo y necesitas desesperadamente un polvo, recurre a la Viagra, porque, en palabras del apóstol san Pablo, más o menos, «si no pueden aguantar, que copulen y que no se vean como yo, reprimido, misógino y víctima de alucinaciones (la caída en el camino de Damasco)»[636]. Ahora bien, no se te ocurra comprársela a Mohamed, el barman, porque lo que vende es tiza teñida. Prueba de ello es que, para el consumo personal, se trae cantáridas de su tierra, un tarro lleno, el muy truhán[637].