Apéndice 6
Los cuernos de Don Friolera[611]

Los sociólogos se preguntan por qué se vulnera hoy más que nunca la promesa de fidelidad que se supone debe presidir la vida en pareja. Algunos apuntan a los cambios sociales; otros, a la liberación de la mujer, e incluso a la divulgación de una tecnología que facilita los contactos discretos entre amantes (anonimato de la gran ciudad, teléfono móvil, facilidad de transporte, etc.).

Tradicionalmente, el hombre ha cometido adulterio con mayor asiduidad que la mujer porque, debido a su estructura cerebral más simple, disocia amor y sexo. La mujer, sin embargo, es menos propensa al adulterio, al menos como aventura ocasional, porque asocia el sexo al amor[612].

Hoy las cosas han cambiado y no hay tanta diferencia entre hombres y mujeres. Ellos y ellas, después de unos cuantos años de relación de pareja más o menos monótona, advierten un buen día que están envejeciendo (la crisis de los cuarenta) y, de pronto, les urge comprobar si aún conservan la capacidad de seducir. Otros se plantean que la pareja no los satisface y que serían más felices con otra. «Vida no hay más que una —se planteaba el 13 de marzo de 2010 una mujer casada que había telefoneado a un programa nocturno de radio—. Yo me merezco ser feliz. Él no me da lo que me prometía. Un buen día te lo quedas mirando mientras duerme y lo encuentras vulgar, especialmente si ronca. Piensas: “No sé cómo estuve para casarme con él…”»

Los resultados de las encuestas, en las que, como es sabido, todo el mundo miente, son tan dispares que lo prudente es desconfiar de ellas: la de Sigma Dos revela que el 30,5% de los españoles encuestados ha sido infiel a su mujer, frente al 10,7% de las mujeres[613]. Otra encuesta eleva las cifras al 60 por ciento de los hombres y un 30 por ciento de las mujeres[614] y, sorprendentemente, la de Sexote señala que las mujeres infieles superan a los hombres: un 50% frente al 44% de ellos[615]. La encuesta de Nordic Mist señala que el 50% de los españoles y el 40% de las españolas serían infieles a su pareja si estuvieran seguros de que el desliz permanecería en secreto[616] ¿Podemos sospechar que esas mujeres que albergan fantasías las han realizado alguna vez? ¿Es posible que la ventana al mundo social que supone Internet, dominada por la mayoría de nuestras amas de casa y a la que muchas dedican varias horas al día, esté actuando como puente entre la mera fantasía sexual y el contacto carnal efectivo?[617].

Existe poco acuerdo sobre el porcentaje de la infidelidad femenina, que, al parecer, varía mucho de un país a otro. Una reciente investigación del Journal of Couple and Relationship Therapy asegura que, mientras que la infidelidad masculina se mantiene en una meseta del 50%, la femenina, desde hace unos veinte años, se ha «popularizado» hasta alcanzar —y quizá, gobernar— el hasta ahora feudo masculino del engaño con un número de casadas infieles que oscila entre el 455 y un 55% del total[618].

En España, si creemos las encuestas, el crecimiento ha sido notable: en 1995, el 46% de los hombres reconocía haber sido infiel alguna vez frente al 17% de las mujeres[619]. Quince años después, las cifras andan bastante igualadas: 37% para los hombres y 35% para las mujeres[620].

El aumento de la infidelidad femenina se debe a que las nuevas generaciones de españolas se han desprendido de la mojigatería de sus madres y abuelas, lo que se suma a la mayor facilidad que tienen para acceder al mercado del sexo cuando trabajan fuera de casa y son económicamente independientes[621].

—Antes, las lanzadas eran las francesas y las italianas, y las españolas las miraban con envidia —me comentaba un colega de La Inmaculada Concepción de María’s—. Ahora las españolas han recuperado el terreno perdido y a lanzadas no las gana nadie.

Es creíble que las españolas han dejado de ser distintas y andan inmersas en la media europea. Incluso es creíble que antes no fueran tan mojigatas como se lo hacían, pero ahora se sienten liberadas de añejos prejuicios y adoptan menos cautelas. Como señala la sexóloga Pilar Cristóbal, «al ir consiguiendo su propia identidad, han pasado de ser sólo objetos de deseo a ser objetos deseantes»[622].

La infidelidad ocasional con un desconocido ha sido bastante frecuente en las mujeres sometidas al rígido código moral católico en cuanto escapaban del opresivo medio que las rodeaba. El sexo podía ser un aliciente, un pequeño oasis que alegraba la monotonía de una vida escasa de amor. Los grandes donjuanes coinciden en que sus mejores ligues los han conseguido en estaciones y trenes con mujeres que viajaban solas. La historia de la película Los puentes de Madison (la campesina que vive una tórrida historia con un fotógrafo ocasional y después continúa su anodina existencia familiar caldeada por el recuerdo de esos días) es más frecuente de lo que parece. La de la señora que acepta un revolcón con el butanero, también. El repartidor puede creer que ha sido un arrebato de deseo, pero en casi todos los casos el desliz estuvo planeado de antemano: «Este hombre [su pareja] no me satisface, en cuanto se me ponga a tiro un cachas me lo beneficio». (Lo verbalizo para captar la idea; ellas ni siquiera lo ponen en palabras; lo dejan en la nebulosa de la intención, que compromete menos).

Las causas de la infidelidad femenina han ido variando con el tiempo. De las tres que expresa el bolero («Tres veces te engañé: / la primera por venganza, / la segunda por malicia, / la tercera por placer») parece que en las nuevas generaciones va predominando la tercera.

Según la investigadora De Oliveira, autora de un fundamentado trabajo sobre encornaduras[623],

«existen diferentes causas que llevan a una mujer al adulterio. Está, por un lado, la “mujer desatendida”, aquella que tiene un marido que no la escucha, no la mira y no se ocupa de ella: no la lleva a comer y no la invita a pasear. Está probado que si un hombre no le concede a su mujer al menos quince horas por semana —que es, en promedio, el tiempo que le dedica a su relación durante el noviazgo—, la pierde. Y el otro patrón que encontré es el de la “mujer sola”, aquella que estuvo sola en su niñez y en su juventud o ha atravesado grandes desgracias (la muerte de un padre o una relación complicada con su padrastro, hermanos con discapacidades o que requerían por alguna razón mayor atención de sus padres). Ellas, por lo general, no tienen la sensación de engaño cuando son infieles, porque “son solas” por naturaleza. Tienen marido, tienen hijos, tienen amigos, pero en el fondo del corazón están solas. Y otro gran factor que hace a la infidelidad es la falta de autoestima. La necesidad de ser valorado ante los ojos de otra persona, ser admirado y festejado, hace que se busque la felicidad afuera».

«Abordé el tema partiendo del supuesto de que la principal víctima de la infidelidad era la mujer —señala De Oliveira—. Descubrí, con gran sorpresa, que las señoras hoy en día engañan a la par de sus maridos o, más exactamente, en un porcentaje que es un 10 por ciento inferior al de sus cónyuges. Descubrí también que, en el medio en el cual realicé esta investigación, la infidelidad es una epidemia».

Para De Oliveira, la razón de este incremento de la traición femenina es clara:

«Ellas ahora tienen las mismas oportunidades que los varones. Muchas trabajan, y el lugar por excelencia para que se genere un engaño siempre ha sido el trabajo».

Cuando le preguntamos sobre la carga genética dentro de la infidelidad, De Oliveira respondió:

«Muchos se sorprenden al enterarse de que las mujeres tienen un gen que las lleva a ser infieles. La antropóloga Helen Fisher lo describe fantásticamente en uno de sus libros: en muchas especies de animales (entre ellas, varias clases de simios), las hembras se escabullen por los matorrales con los más jóvenes»[624].

«Parafraseando a Demóstenes, podríamos decir que las mujeres usan a un hombre para la alimentación de sus hijos, a otro para sus relaciones sexuales y quizá a otro para conversar»[625].

«No todas las mujeres son infieles —señala el genetista Tim Spector—, pero, de acuerdo con nuestro estudio[626], sí están genéticamente inclinadas a serlo. Este es el factor más importante dentro de la infidelidad: un 40 por ciento (un porcentaje más determinante que el de los genes sobre el cáncer)».

La psiquiatra Esther Perel apunta el desfase de la monogamia tradicional, anticuada y reduccionista, frente a los beneficios de la diversidad sexual practicada por las parejas liberales:

«Los líos fuera de la pareja son enormemente estimulantes, una recuperación del erotismo y aportan equilibrio al matrimonio […]. Tengo una clienta que asegura que las aventuras amorosas son a la vez un tratamiento antiarrugas y un antidepresivo ¡y encima más barato!»[627].

Conclusión: aunque no podamos confiar en las encuestas, es evidente que la española se ha liberado de los viejos tabúes y se suma al entusiasmo general de nuestro tiempo por las prácticas sexuales, libre ya de periclitados escrúpulos morales.

Por mi experiencia como terapeuta aficionado tengo observado que los españoles hemos evolucionado en apertura sexual, pero no nos hemos desprendido de los celos, que siguen siendo el principal motivo de maltrato dentro de la pareja. Si comparamos las estadísticas de «femicidios» en España con las de hace medio siglo, concluiremos que aquel marido calderoniano que asesina a la esposa por celos, fundados o no, es una especie en franca regresión en dentro del solar patrio[628]. No obstante, me temo que este crimen horrendo jamás desaparecerá del todo porque los celos han arraigado en nuestros genes y no nos abandonarán aunque regresemos a la alegre promiscuidad de nuestros orígenes.

La sociedad actual es mucho más permisiva que la de antaño con la traición amorosa. A menudo el cónyuge traicionado perdona al culpable y la convivencia continúa, especialmente entre personas con cierta cultura. No obstante, el resquemor permanece, especialmente en las mujeres, de las que sólo un 57% perdonaría a su pareja una infidelidad, frente al 66% de los hombres que estarían dispuestos a perdonársela a la mujer[629]. «Racionalmente perdonaría una infidelidad de mi pareja —declara Concha García Campoy—, pero con las vísceras, no. Si mi pareja tiene algún desliz, que no me lo cuente»[630]. De la misma opinión es la mítica madame Claude, la celestina que dirigió un mítico prostíbulo de lujo en París: «Yo no aconsejaría confesar a la pareja las infidelidades. Es preferible cerrar los ojos frente a una aventura de él y guardar silencio sobre la nuestra si se desea seguir viviendo juntos»[631].