Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles a lo largo de su vida. Sólo quien ha cavado la tierra para acomodar una raíz o la promesa de ésta podría haber escrito la singularísima narración que es «El hombre que plantaba árboles», una indiscutible proeza en el arte de contar. Claro que, para que eso sucediera, era necesario que existiera un Jean Giono pero, por suerte para todos nosotros, esa condición básica era ya un dato adquirido y confirmado: el autor existía, sólo faltaba que se pusiera a escribir la obra[1]. También faltaba que transcurriera el tiempo, que la vejez se presentara para decir «aquí estoy», pues sólo a una edad avanzada, como ya entonces era la de Giono, es posible escribir con los colores de lo real físico, como hizo él, una historia concebida en lo más secreto de la elaboración ficcional. Eleazar Bouffier jamás existió[2], no es más que un personaje, hecho con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con la que se escribe en él.
Y, sin embargo, se convierte en un conocido nuestro nada más leer la primera referencia que a él se hace, como si se tratara de alguien a quien estuviésemos esperando. Y ésa es la conclusión: estamos esperando a Eleazar Bouffier[3], antes de que sea demasiado tarde para el mundo.
José Saramago