La vi venir caminando por la calle, como una reina. Yo estaba en el portal de su casa, fumando un cigarrillo, tranquilo, esperando. Había quemado el día entre el bar El Espacio, el Paseo Marítimo, otro bar en el puerto, un par de visitas al edificio de los Juzgados sin el menor indicio de la juez, un intento de dar cuenta de mi presencia que recibió un cortés rechazo, un nuevo intento fallido, a media tarde y, finalmente, regresé a El Espacio, donde cené con Manolo y Yuko y estuve haciendo tiempo hasta que me decidí a esperarla a la puerta de su casa: todavía transcurrió una hora más, unos cuantos cigarrillos y las miradas cargadas de sospecha de un par de vecinos, hasta que al fin apareció. Ella caminaba con ese paso vivo y garboso que sólo un par de buenas piernas son capaces de lucir sobre unos elegantes zapatos de tacón. La vi venir distraída y relajada, como si la calle vacía fuera suya, atravesando el frescor de la noche, acompañada por la brisa que venía del mar. No me había visto, porque caminaba embebida en sus pensamientos y, naturalmente, en su triunfo, que la rodeaba como un halo en la noche.
Me conmovió verla llegar así, sola, volviendo a pie a su piso vacío, abrazada a sus carpetas con el bolso en bandolera y la expresión en el cuerpo, porque apenas alcanzaba a ver con claridad su rostro, de una jornada cumplida. Caminaba con paso decidido, pero no apresurado; era evidente que volvía de una batalla ganada y había en su paso algo del animoso caminar de una muchacha que vuelve de una fiesta en la que se ha divertido y mucho de la satisfacción de una mujer que ha recibido la admiración debida.
Pocos metros antes de que llegara al portal, me dejé ver y vi que vacilaba y se detenía; fueron sólo los segundos que tardó en reconocerme; en seguida se encogió de hombros, movió la cabeza con un simpático gesto de regaño y avanzó hacia mí.
—El elfo constante —dijo por todo reconocimiento.
—Siempre —respondí.
Me miró en actitud de espera.
—Sé que has preguntado por mí a lo largo del día, pero es que éste ha sido un día muy, muy especial. No he tenido un minuto de respiro.
—Ya…
—Por cierto, que he resuelto el caso. Limpiamente.
—Enhorabuena. Te has debido apuntar un tanto impresionante ante todo el cortejo de autoridades.
—No te diría yo que no —contestó con una pizca de sorna—, pero tampoco los tengo a mis pies.
—Sí que los tienes, nos tienes a todos, aunque disimulen.
—Vaya, gracias.
Estábamos de pie, el uno frente al otro, como si se tratara de cumplir con el característico intercambio de frases genéricas con que se entrelazan los saludos obligados en un cóctel.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora? —me preguntó ella, que seguía aferrada a sus carpetas y a su bolso.
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Me he quedado vacío, como si hubiera tenido un trabajo de mucha dedicación que, de repente, se ha quedado en nada. Quizá debería volver a Madrid y empezar a tantear algo, porque yo no soy rico por mi casa.
—Yo tampoco —me contestó.
—¿Y tus vacaciones? —pregunté.
—Ah, mis vacaciones. Pueden ser cualquier cosa. Esperaba la vuelta de una amiga para irnos juntas, pero no creo que regrese hasta mediados de agosto, así que no sé lo que haré.
—¿Quedarte aquí, quizá? —sugerí.
—No, la verdad es que no. Tengo ganas de alejarme de este lío, que me ha dejado exhausta. Emocionalmente exhausta, ¿sabes lo que quiero decir?
—Perfectamente.
—Pero esta noche no estoy para pensar en nada que no sea relajarme y descansar.
—¿Qué te parece si nos tomamos una copa, para celebrarlo? —le propuse, más o menos esperanzado.
—Más que celebración quiero descanso, la verdad; pero gracias de todos modos.
Los dos seguíamos sin movernos. Me pregunté si me invitaría a su casa, a compartir con ella su clásico whisky con soda, pero comprendí que no era oportuno que yo sugiriese nada semejante. La noche estaba deliciosa, habría sido una buena idea buscar la última terraza al aire libre y compartir esa copa.
—Lo has hecho muy bien, estoy impresionado.
—Tú también. La verdad es que he estado un poco borde contigo, me has echado una mano importante y… y tuviste el coraje de enfrentarte al violador. Eso no lo hace cualquiera.
—Yo creo que sí. A lo mejor, si te lo piensas no lo haces, pero si no…
—Hacer y no pensar, ¿no es eso?
—¿Tú estás de acuerdo?
—Sí, ¿por qué no? Hay momentos de hacer y momentos de pensar. Ahí la gracia: está en saber cuál es cuál.
—¿Y si uno se equivoca?
Se resistía. Así son las mujeres duras.
—Las cosas han de suceder cuando han de suceder. Todo tiene su momento. Hay que pillarlo. Total —dijo con una breve sonrisa que parecía venir de adentro— si una, o uno, se equivoca, ¿qué más da?
—Mejor haberlo intentado, ¿no es cierto? —dije yo.
Entonces la besé en los labios y todas las carpetas se desparramaron por la acera. La verdad es que no pensaba soltarla, pero no hizo falta. Sentí su brazo en mi espalda y su mano en la nuca y yo la rodeé sin temor con mis brazos y seguí besándola, y ella a mí, y la felicidad empezó a fluir intensa y naturalmente del uno al otro y no existió más tiempo y espacio que el nuestro en mitad de la noche.
Lo que vino después, me permitirán que no lo relate. Bastante he hecho contándoles esta historia. Sólo puedo decir que ahora estamos atravesando la meseta castellana en nuestro departamento del coche cama que nos lleva de Madrid a la Gare d’Austerlitz; sí, a la Gare d’Austerlitz, París en verano; pero París sólo serán dos días; luego cruzaremos los Alpes hacia Bellaggio, en el lago de Como. El tren, para nosotros, es un lugar mítico. Mariana duerme ya en la litera de abajo; a ella las emociones la rinden; a mí, me despejan. En fin, esto es lo que yo llamo un auténtico viaje de novios aunque no lo sea, porque no corresponde a nuestra edad y condición. ¿O sí? Bueno, de momento esto es lo que hay. Y que dure. Lo que hay que tener es paciencia y buen ojo.
Y es que las chicas finas siempre han sido mi debilidad.
Madrid, 2012-2013