Se produjo un silencio expectante. En el aire flotaba una mezcla de duda y asombro. Pelayo Arenas fue el primero en hablar.
—Así que el padre tenía que cortar de raíz la decisión de su hija, la revelación de la historia terrible.
—No lo sabemos, no se puede probar —arguyó Pelayo.
—Oh, sí, sí que se puede. Llamaré a testificar a su íntima amiga, que vino a verme, que sabía más de lo que me dijo; es más: ahora pienso si no vino a advertirme indirectamente. Y también nos ocuparemos de la última discusión que escuchó Dorinda entre Concepción y su padre porque ahí fue cuando la infeliz de ella le advirtió de que se disponía a contar la verdad acerca de cómo le había destrozado la vida. Ya no podía más, no podía ni respirar. Desgraciadamente, ésa fue su sentencia de muerte. Pero ahora todos hablarán, el velo ha caído. Hablarán para tratar de salvarse, porque fueron cómplices de silencio o cómplices reales, pero hablarán.
—¿Y el marido? —preguntó Pelayo—. ¿No conocía la historia? ¿La aceptó tal como era?
—Yo creo que no sabía nada de los abusos del padre. No le veo aceptando recoger un juguete roto a cambio de nada, es autosuficiente económicamente. Eso fue una conveniencia de familias con trampa oculta. Pero tampoco creo que sufra mucho, ahora podrá casarse con su amante. No le arriendo la ganancia.
—O sea que el viejo miserable embarcó al pequeño de los Llorente en el plan, lo empujó a cometer la violación como si le concediera la venganza por haber sido rechazado en su día por su hija y luego se deshizo de él a sangre fría, cuando comprendió que era un peligro andante.
—Así es.
—Pero ¿de qué pasta está hecho ese hombre?
—Egoísmo, intolerancia, maldad… En su mundo sólo existía él; el resto eran propiedades, incluida la familia.
—No se arrepentirá.
—Puedes darlo por seguro.