A mediodía, la Juez De Marco pidió unos cafés al servicio del bar de enfrente de los Juzgados, los repartió entre sus colaboradores y se dispuso a reunir las diversas partes de que constaba el caso cuya instrucción acababa de cerrar.

—Todo empieza, como ustedes saben, la noche en que Concepción Ares aparece muerta en la acera del edificio donde tenía su domicilio. Aparentemente estábamos ante un suicidio inexplicable que sólo unas horas después adquiere un sentido: descubrimos que la mujer había sido violada unas dos horas antes en un recodo entre dos edificios en la parte vieja. La casualidad hace que un periodista que se encontraba cerca tenga el coraje de enfrentarse al agresor, que es detenido por la policía, pero en la confusión la víctima desaparece del escenario de la agresión, lo cual impide que relacionemos ambos asuntos. Más tarde, conocida la relación, surge la primera pregunta: ¿es posible que una mujer violada se arroje por el balcón en un momento de desesperación? La respuesta es: sí. Ahora bien: ¿es posible que una mujer, dos horas después de haber sido violada y con todas las trazas de haber recuperado la conciencia a juzgar por lo que sabemos de su actividad en la casa, se suicide?: no es normal. Ahí comienza la duda.

»Pero, además, pronto descubrimos que el agresor pertenece, como ella, a una familia de raigambre y solera en G…, lo que podríamos llamar unas familias de la buena sociedad y excelente posición económica. ¿No es mucha casualidad? Una discreta investigación revela muchos aspectos ocultos de sus vidas, pero ninguno que conduzca a los sucesos ocurridos. El agresor desaparece rápidamente de la ciudad, lo cual tiene su lógica por lo violento de la situación para tres familias: los Ares, los Llorente y los Sánchez-Hevia. En seguida indagamos acerca del marido, que se encontraba fuera de la ciudad ese fin de semana y descubrimos que el suyo es poco menos que un matrimonio blanco y que tiene por costumbre ausentarse los fines de semana para visitar diversos burdeles de localidades más o menos cercanas.

»¿Suicidio o crimen? ¿Quién podría tener interés en matar a Concepción Ares? La posibilidad más real era la del marido, sobre todo cuando descubrimos posteriormente que no existían en su vida las tales casas de citas sino una sola cita, una amante fiel y constante con la que hacía verdadera vida matrimonial de fin de semana. Pero, sobre todo, subsistía la duda: ¿Suicidio o crimen? Como suicidio, la secuencia de hechos era extraña; como crimen, resultaba muy retorcido. Pero una de las dos opciones tenía que ser la correcta. Volvimos a revisar pruebas, declaraciones, registramos de nuevo la casa, hablamos con unos y con otros, tomamos detalles nimios en los interrogatorios a los vecinos… y nada. No había modo de avanzar.

»Hasta que Francisco Llorente, presunto agresor de Concepción Ares, aparece muerto de un tiro en la nuca en la vecina ciudad de S…, adonde había sido enviado por su familia hasta que la sombra de la violación, que por otra parte se había mantenido en secreto, desapareciese. Ése es el momento en que comprendemos que todo está unido. El descubrimiento de que Francisco Llorente se dedica al trapicheo nos despista al principio, pero no hay razón para matarlo: se limitaba a sacarse un dinero extra que en su casa se le negaba por vago, vividor y calavera. Entonces pensamos que quizá su muerte podría tener que ver con la agresión a Concepción si es que ésta encubría un crimen que se trataba de hacer pasar por suicidio. Hasta aquí, todos sabemos cómo se ha desarrollado la investigación.

»Lo cual me hizo recapacitar y regresar a los testimonios de los vecinos. Había un montón de preguntas aparentemente nimias por resolver. Por ejemplo: ¿por qué Concepción Ares dejó su coche mal aparcado en la esquina de la acera correspondiente a su edificio en vez de hacerlo en el garaje? Si quería pasar desapercibida debido a su aspecto, lo lógico habría sido guardarlo en el garaje y subir desde allí en ascensor; el riesgo de ser vista era mucho menor: subía del garaje a su casa y nadie podía verla, pues incluso el piso enfrente del suyo estaba deshabitado. No lo hizo así y entró por el portal. En aquel momento no me di cuenta, pero cuando un vecino, el que vive en el primero que hace esquina, contó que había oído entrar al garaje a contramano a un vehículo aproximadamente a la hora en que ella debió llegar en su automóvil y, al poco, oyó salir un coche del garaje y, un poco después, escuchó de nuevo una llegada, esta vez en la esquina, comprendí lo que había sucedido. Concepción, que venía de la parte vieja, o sea, por la mano contraria de su calle, enfiló a la brava la bocacalle lateral, para lo cual se saltó la línea continua, tomó la entrada del garaje, entró y de inmediato volvió a salir, dio la vuelta a la manzana y reapareció, esta vez por su mano, en su calle y soltó el coche en el único hueco que vio libre, que era prohibido, pero en el estado en que llegaba no se iba a andar con remilgos.

—¿Y por qué salió del garaje a toda mecha? —preguntó Quintero.

—Ése es el quid —respondió Mariana—. Sólo se me ocurrió cuando supe que Tomás, su marido, nunca viajaba en coche los fines de semana, alquilaba por puro exceso de discreción. Lo cual quiere decir que el coche de su marido estaba siempre aparcado en su plaza correspondiente cada fin de semana. ¿Qué razón puede haber para que acudas tú a tu propia plaza, vecina de la otra, y no la utilices?

—¿Que estaba ocupada? —aventuró Quintero.

—Exactamente. Que estaba ocupada. Ella, probablemente, pensó que era un error o un caradura. Y lo que ella no sabía, pero yo sí, es que estaba ocupada por el asesino, que también quería llegar al piso sin ser visto.

—¡Pero eso es absurdo! Si no quería ser visto tendría que haber estado en el coche, agazapado, sabe Dios cuánto tiempo, a riesgo de ser visto por otros vecinos que entraran al garaje.

—No, inspector. Recuerde usted otro dato que obtuvimos mientras se interrogaba a los otros vecinos. Yo no le di importancia entonces, pero la tiene, y mucho: el edificio. El piso de enfrente al de Concepción, el que está por alquilar, es también propiedad de Constantino Ares.

Quintero pareció abstraerse unos segundos y de pronto una idea asomó por un instante a sus ojos.

—¿Quiere usted decir…?

—Justo lo que quiero decir. Que allí, en el piso de enfrente, se encontraba el asesino esperando a que su víctima regresara descontrolada tras la agresión; y aún tuvo la sangre fría de esperar a que su hija se calmara; y cuando calculó que era el momento, salió al rellano, llamó al ascensor, inmovilizó la puerta de éste con una punta del felpudo para asegurarse la huida, recuerde que lo encontramos extrañamente desplazado de su lugar, y pulsó el timbre de la puerta de Concepción, que franqueó la entrada a un lobo disfrazado de cordero; en su estado y con la sorpresa la imagino desconcertada e incapaz de reaccionar; entonces el lobo la lleva hasta el balcón, la arroja por él, sale de estampía, regresa al garaje y escapa en segundos. Así se coordinan todos los distintos ruidos que se escucharon aquella noche; ruidos nimios, insignificantes, pero que lo significaban todo; ruidos que nos contaban una historia que no podíamos descifrar.