La Juez De Marco había abandonado el traje sastre de verano y lucía un vestido de dibujos geométricos que se acoplaban al torso y se extendían desde las caderas por la tela ligera y delicada, que oscilaba como un cendal de vivos colores. Avanzaba por el pasillo con desenvoltura, levantando miradas y desplegando airosamente el vuelo de la falda al compás de su paso. Los dos hombres que la esperaban concentraron sus miradas en las esbeltas piernas de la juez y en su firme taconeo. Al llegar a su altura, los dos hombres le abrieron paso al despacho y entraron tras ella.

—Señores —dijo en cuanto hubo tomado asiento—, tenemos problemas.

—Lo sabía —gruñó el inspector.

Mariana le miró con interés.

—Usted siempre tan pesimista aunque le acaben saliendo bien las cosas.

—Y bien —preguntó nervioso Pelayo Arenas—, ¿qué dice el fiscal?

—El fiscal está convencido y hasta admirado de nuestro trabajo, aunque ya sabemos que nos aprecia, pero le inquieta la insuficiencia de pruebas. Aprueba el contenido de la instrucción tal como la planteo, pero se siente inseguro.

—Pues no sé de dónde vamos a sacar más pruebas y, sobre todo, más tiempo para encontrarlas.

—Cierto, pero ¿qué tal si confiamos en nuestra buena estrella? Aparte de que yo creo que hay más evidencias de las que ve el fiscal.

—Es que, disculpe usted, pero no sé si ha sido una temeridad detener a Constantino Ares.

—Pudiera ser, pero necesitaba ese golpe de efecto. Precisamente por lo protegido que se encuentra, lo que pretendo es crear un terremoto, dejarlo sin capacidad de reacción, dejarlo a merced de una situación de incertidumbre, al menos momentánea, que le haga bajar las defensas. Yo no tengo la menor duda de su culpabilidad, pero estoy obligada a agitar las aguas; o a moverle el piso, como dicen los argentinos.

—El problema —dijo Pelayo— es que nos echará encima a Somoano y ése es un tipo de recursos, un escurridizo y un truquero.

—Cierto —contestó la juez—, pero era inevitable.

—De momento lo sacará de la cárcel rápido; con o sin fianza.

—No. En prisión preventiva, no.

El teléfono empezó a sonar y Pelayo Arenas se puso al aparato, escuchó y después se lo tendió a la juez.

—El inspector Alameda —dijo escuetamente.

Mariana de Marco se acomodó el auricular mientras rebuscaba entre unos papeles de la mesa.

—Inspector… Sí… sí… ¡No me diga! —Una pausa—. Alameda: es usted mi hombre. —Los otros dos que la acompañaban en el despacho se miraron con un gesto de incredulidad—. Se lo digo y se lo repito: es usted mi hombre. Si lo tuviera aquí delante me lo comía a besos. —Por el rostro de los dos acompañantes pasaron, por su orden, la envidia, el rencor y la estupefacción—. Es usted maravilloso, Alameda, maravilloso. Un genio.

Mariana de Marco colgó y al levantar la vista hacia sus compañeros quedó perpleja ante la expresión de sus rostros.

—Nada… nada —consiguió balbucear Quintero—. ¿Algo importante?

—Algo decisivo. —Estaba realmente radiante, feliz—. Sólo que Alameda ha conseguido dar con el sicario que, por cierto, es español y estaba fichado. Los sicarios destacan por otras cosas, pero no por su inteligencia.

»Ni los que los contratan, a lo que se ve —añadió Mariana—. O están muy confiados.

Quintero y Arenas olvidaron su rencor de golpe.

—¿Lo tiene? —preguntaron al unísono.

—Lo ha seguido, ha dado con él en un pueblo de la sierra de Madrid y ha cantado. Tendió tan bien el cerco que lo hizo seguir desde que pisó Madrid. Parece que, en cuanto le dieron el queo de que había sido visto en la estación de trenes de S… logró seguir su pista, lo reconoció en la estación de autobuses cuando salía para Madrid y con ayuda de media policía española, lo tiene. Y lo que es más, inspector, vaya por Somoano cagando leches y ahórrele el viaje de venida como abogado de Constantino Ares.

Cuando el inspector Quintero hubo salido, Pelayo Arenas se volvió a la juez, tan intrigado por la insólita expresión empleada como por el mandato en sí.

—¿Somoano? —preguntó.

—En este mismo momento pasa de defensor a imputado. Pelayo, se lo contaré más adelante en detalle, pero, en esencia, digamos que Somoano, por orden de Constantino, es quien se encarga de pagar sus servicios al sicario, y por suerte podemos probarlo; hasta el más listo tiene un desliz. Y se lo voy a hacer soltar, eso y otras cosas que debe saber, porque no hay fidelidad al cliente que resista el embate de una imputación por inducción al asesinato. O denuncia a Constantino o paga el pato él. Así de claro.