La desconfianza se había instalado en el espíritu del inspector Quintero. Era hombre propenso a sospechar de los golpes de efecto y de la juez lo era en grado sumo.

—Constantino Ares no va a cantar —dijo con gesto preocupado.

—¿Y? —preguntó Pelayo Arenas.

—Toda la exposición del caso que ha construido la Juez De Marco es muy convincente, pero no hay pruebas reales que impliquen al patriarca de los Ares. Es una historia imposible de verificar. Se nos escapa de entre las manos. Lo tenía todo muy bien planeado ese viejo cabrón. —Ambos se encontraban en el despacho de la Juez De Marco, esperando a que volviera de una reunión con el Fiscal Andrade y el Juez Carbajo. En sus rostros se reflejaba el cansancio causado por el trabajo de los últimos días.

—A mí aún me cuesta creer que haya sido capaz de asesinar a su propia hija después de haber estado abusando de ella desde los dieciséis años —dijo Pelayo.

—¿Le parece a usted poco un abuso como ése? A mí me enferma. Mira que he visto veces casos de abuso, pero aún no entiendo cómo un padre puede convertir a su hija en su puta particular —protestó Quintero.

—Pues anda que no ocurre. Lo que pasa es que no se denuncia. Por miedo, por vergüenza, por lo que sea, pero no se denuncia. Así es como sigue sucediendo.

—Pero ella iba a contar la verdad, a enfrentarse a su historia personal. Y ése es el móvil que no aparecía nunca.

—¿Y la familia? ¿Y la madre? ¿Es que no se enteraban?

—La madre sí, pero calló y enseñó a callar a su hija. Muy católica la señora, siempre tienen excusa: qué iba a hacer yo, Dios lo habrá querido así, no hay mal que por bien no venga…

—Menuda hija de puta —escupió Quintero.

—El que no sabía nada era Gonzalito. No ató cabos. Todo debió empezar cuando él era un niño. Y del curita no sé qué pensar —dijo Pelayo.

—Lo peor —concluyó el inspector.

—El caso es que si la juez no se saca un conejo de la chistera, no habrá pruebas. El descubrimiento de la trama por parte de ella es impecable. Pero Constantino Ares y Somoano son dos huesos, tienen más «mili» que todos nosotros juntos. A ver qué sale de la conversación con el fiscal y el decano. La verdad es que hasta el mismo decano está asqueado, con lo afecto que es a las fuerzas vivas.

—Pues como salgan libres ya puede emigrar Gonzalito, porque su padre lo mata.

—O mata él al padre. Yo creo que lo ha denunciado para no tener que pegarle un tiro. Según la juez, el momento en que intuyó toda la realidad de los hechos mientras ella lo interrogaba y confirmaba lo de los treinta mil euros, fue tremendo. El hombre se cayó del guindo en un segundo. Lo vio todo como un deslumbramiento. Luego se fue a hablar con la madre y la obligó a contar la verdad. La madre sabía y callaba. Pobre hombre, pasar de ser el juerguista mimado a denunciador de su padre debió de ser un trago espantoso.

—Con decirte que la madre lo primero que hizo fue sacar al hijo de casa, sacarlo afuera para que se desfogase, te digo todo.

—Sacando fuerzas de flaqueza, porque es una minucia de mujer.

—No sé cómo lo hizo, pero lo hizo. Yo creo que, si no, Gonzalo agarra una escopeta del padre y lo revienta sobre la marcha.

—Sí, porque el chico quería a su hermana. Imagínate al pobre, siempre pensando que era una estrecha fastidiada por la beatería de su madre y de repente…

—Y la esposa diciendo que Concepción era la favorita de su padre.

—Sí. La favorita del sultán.

—Dan ganas de dejarlo todo —dijo el inspector.

—Espera. Todavía nos queda mucho. Ahí viene la juez.