A las nueve de la noche, Gonzalito Ares cruzó el umbral del edificio de los Juzgados, donde le esperaba Pelayo Arenas, quien le condujo de inmediato al despacho de Mariana de Marco. Tanto éste como el inspector Quintero se quedaron afuera, esperando. La conversación fue larga, mientras ambos trataban de imaginar qué era lo que se estaba tratando adentro. Cuando Gonzalo salió, era otro hombre. Mariana lo acompañaba a la puerta, tomándolo del brazo, como si necesitara ayuda para caminar. Dio unos pasos con la cabeza baja y, cuando alzó su mirada, se encontró con la de Javier Goitia. Algo terrible debía de haber sucedido en el interior del despacho porque aquélla era la mirada de un hombre que había perdido el deseo de vivir.
El inspector, que entretanto había hecho un aparte con el agente Rico, hizo una seña a la juez. Ella le indicó que esperase y condujo a Gonzalo Ares hasta los ascensores. Allí aún cambió algunas palabras con el hermano de Concepción. Luego volvió sobre sus pasos y se acercó a Quintero, que no pudo reprimir su curiosidad.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ansioso.
—Nada y todo —respondió la juez—. Después de tantos días a oscuras, de repente nos inunda la claridad. O corte o cortijo, como decía mi madre.
—¿Considera resuelto ya el caso?
—A falta de detalles, sí; pero los detalles son importantes también. En todo caso, el nudo central está desatado. Y, hablando de detalles, ¿ha seguido a Rufino Llorente, como le pedí?
—El agente Rico me acaba de decir que, a poco de regresar Rufino a su despacho se ha presentado el abogado Somoano. Naturalmente, no puede saber de qué hablaron, pero han estado reunidos su buena media hora.
—Y no le conocía.
—Ya ve usted.