El inspector Quintero confirmó que, en efecto, Tomás Sánchez-Hevia estuvo ausente de G… durante el fin de semana en que murió su esposa. Tenía reservada una habitación doble en el parador Reyes Católicos de León desde el viernes 2 por la tarde hasta el lunes 5 por la mañana, en que reapareció a primera hora directamente en su oficina, donde le esperaba la citación de la juez. Apenas si tuvo tiempo de ser puesto en antecedentes por su familia antes de acudir al despacho de la juez. Por tanto quedaba probada su ausencia. A la hora de la muerte de Concepción, él se hallaba en el hostal con su amante.

—Sí, pero bien pudo pagar a alguien para que hiciera el trabajo —objetó la juez.

—Concepción no habría abierto la puerta a un sicario —contestó el inspector.

—Pudo haberle dejado una copia de la llave —insistió Mariana.

—En ese caso —respondió Quintero, ufano— ella habría gritado y la hubieran oído, sobre todo la de abajo.

—¿Y si el intruso la sorprendió y la adormeció, por la espalda y sin darle tiempo a reaccionar? —Mariana no cejaba, aunque esta vez se le escapó una media sonrisa pícara.

—¿Y si escribimos un guión para la tele y nos forramos? —dijo Javier Goitia desde el vano de la puerta donde escuchaba la conversación.

—Vaya por Dios, ya está aquí Don Metomentodo —exclamó la juez.

—Si quiere me voy, pero tengo información fresca. Y además les diré a ustedes otra cosa: que tuviera reservada una habitación no quiere decir que a la hora del crimen estuviera en León. No estaba tan lejos.

Durante los siguientes minutos estuvo dando cuenta de su encuentro con Gonzalo Ares, relato que siguieron la juez y el inspector con el mayor interés, especialmente cuando contó la extraordinaria e inesperada reacción de Gonzalito.

—Vaya, hombre, ¿le entusiasma darnos más trabajo? —protestó Quintero.

—Hay que comprobarlo, Quintero, no podemos dejar cabos sueltos. A ver —dijo Mariana a continuación dirigiéndose a Goitia—. ¿En qué momento sufrió Gonzalo esa transformación?

—Yo creo que fue cuando yo le dije lo de los treinta mil euros.

—¡Pero este tío es un bocazas! ¿Cómo se puede dar esa información al hermano de uno de los implicados en el caso? —El inspector le dirigió una mirada amenazadora.

—¿Así que ahí cambió de actitud? —preguntó la juez, ignorando el comentario del inspector.

—Totalmente.

—¿Y se cerró en banda?

—Por completo. Pero estaba verdaderamente descolocado y, sobre todo, tuve la sensación de que le asustó la revelación, le asustó de veras.

—¿Asustado, no preocupado?

—Tal cual —respondió el periodista.

Mariana de Marco caviló unos momentos y luego dijo:

—Muy interesante, sí, señor. La luz avanza ahora a toda velocidad.

El periodista y el inspector se miraron con gesto de muda y mutua interrogación.

—Lo curioso de toda investigación es que se empieza tanteando entre los pedazos recortados del rompecabezas sin saber por dónde empezar a unirlos, todas las piezas del puzle extendidas sobre la mesa, tú buscando laterales y esquinas, es decir, referencias a las que agarrarte y, de pronto, las piezas que has conseguido ensamblar, que siempre te dejan con la figura a medias, parecen llamar a unas pocas que estaban perdidas y, como por arte de magia, comienzas a encajar unas en otras y la figura, el dibujo, se deja ver hasta el punto de señalarte el camino adecuado para verlo terminado.

Lo dijo con tal aire de conclusión filosófica que los dos hombres asintieron fervientemente sin saber a qué asentían.