A la mañana siguiente, Mariana de Marco, aún con la cabeza espesa, se reunió con el inspector Quintero en la cafetería que quedaba enfrente del edificio de los Juzgados. En primer lugar, quería confirmar sin ningún género de duda la ausencia real de Tomás Sánchez-Hevia el día de la muerte de su esposa. El encargo era incómodo porque necesitaban saber el nombre de la amante de Tomás para que corroborase lo declarado por el hombre.

—Da igual lo que diga —le advirtió la juez— porque lo tendrán bien ensayado, pero al menos los vamos a inquietar. Compruebe también dónde establecieron ese fin de semana el nido de amor y verifique. Luego quiero que se le aprieten las clavijas al tal Tinín; hable con Goitia para que le explique lo que pinta su colega en esta historia.

Después, Mariana de Marco llamó a Pelayo Arenas y le encargó que citase con carácter de urgencia a Rufino Llorente en su despacho, a poder ser esa misma mañana. Las revelaciones de Javier Goitia la noche anterior la habían tenido pensando casi hasta el alba y, por encima del cansancio, asomaban en su mente nuevas luces para iluminar un caso que hasta hacía poco semejaba un túnel cegado. Poco a poco, como en el antiguo encaje de bolillos, los hilos que andaban sueltos estaban empezando a trenzarse y a componer una figura, un modelo reconocible después de tanta dispersión y vaguedad. Además, comprobó que Goitia no sabía nada de la decisión que Concepción había decidido tomar; y ése era un dato muy relevante. Tenía que saber cuál era esa decisión y el grado de convicción que la sustentara.

Salió de sus pensamientos en cuanto le anunciaron la presencia de Rufino Llorente. Era extraordinario que hubiese respondido de inmediato a su citación y se apresuró a recibirlo. Rufino era la imagen misma de la impecabilidad, frío y distante, siempre vestido de traje, y, sin embargo, había en él un acento sincero y ecuánime que solía ser valorado por quienes lo trataban.

—Lamento tener que citarle en estas penosas circunstancias, pero necesito su colaboración para aclarar algunos puntos en relación con la vida de su hermano —empezó diciendo Mariana.

—Cuente con ella —respondió Rufino sin emoción aparente.

—Muchas gracias, señor Llorente. En fin, es desagradable, pero ineludible, referirnos a la agresión de que fue objeto la señora Concepción Ares por parte de su hermano.

—Pero —interrumpió Rufino— tengo entendido que la denuncia fue retirada.

—Fue retirada en circunstancias, digamos, un poco especiales. Lo que parece fuera de toda duda es que la agresión se produjo, tanto si se puede probar definitivamente como si no. No menciono ahora este asunto sino para solicitar de usted una información de orden familiar.

—Muy bien. Adelante.

—Tengo entendido que hace ya varios años, su hermano Francisco estuvo prometido a Concepción Ares con el beneplácito de ambas familias.

—No fue exactamente así. No estuvieron prometidos oficialmente.

—Digamos que más o menos. Bien, ¿es cierto?

—Sí, lo es.

—Y también tengo entendido que el compromiso se rompió de manera un tanto humillante para su hermano.

—Es cierto. Imagino por dónde va, pero, sinceramente, no creo que mi hermano le guardase un rencor tan fuerte como para… hacerle daño; si es que se lo hizo —añadió precautoriamente.

—Pero la agresión se produjo. Entiéndame, usted y yo lo sabemos. Y otra poca gente. Quiero advertirle de que ésta es una conversación off the record, así que podemos imaginar todo lo que se nos ocurra, sin miedo.

—Tiene usted fama de ser una persona demasiado expeditiva.

—Apenas llevo un mes con este caso. ¿Qué entiende usted por expeditivo? —respondió Mariana impertérrita.

Rufino Llorente sonrió con lo que podría considerarse un atisbo de complicidad.

—La familia Ares —empezó a decir Rufino tras una breve pausa— es una familia peculiar, pero de muy antiguo enraizamiento en esta tierra. En aquel momento, el del compromiso, se consideró por ambas partes un acierto, pero por alguna razón que desconozco, que desconocemos, Concepción rompió el compromiso. Mi hermano estaba exultante y ella no sé si tanto, pero ya sabe usted cómo son estas cosas cuando hay poderosos intereses de por medio. Ahora sabemos que la unión hubiera sido un fracaso, visto el camino que tomaron ambos en la vida…

—¿Ambos? —preguntó con cierta dureza Mariana.

—Mire usted, los matrimonios de conveniencia son mucho más frecuentes a cierto nivel que los matrimonios por amor. Más frecuentes y más realistas. Lo conveniente es que los cónyuges entiendan y acepten qué es lo que se les pide. Si además se quieren, algo relativamente duradero, o se compenetran, lo que es más habitual, el matrimonio puede llegar a buen fin a lo largo del tiempo con efectos beneficiosos para todos. No dudo que usted esté pensando que soy un cínico, pero no es así. Soy realista y prefiero un acuerdo de respeto que una ruptura egoísta. Nosotros estamos obligados a preservar nuestro patrimonio.

—Ya veo y no diré que no lo entiendo, aunque disentiría de usted. De todos modos, ha de reconocerme que en estos tiempos, su actitud es sorprendentemente anticuada, si me permite la expresión.

—Anticuada, conveniente y efectiva. Lo sé. Supongo que llegará un momento en que la ligereza de costumbres acabará por afectarnos a nosotros también, pero entre tanto intentamos mantener vivo aquello en lo que creemos… y que llevamos manteniendo durante tanto tiempo.

—Dejemos, si le parece, la discusión ideológica para otro momento y vamos a centrarnos en la razón por la que le he citado a usted esta mañana.

—Me parece muy razonable.

—¿El señor Evaristo Somoano le dice a usted algo?

—Sí, es un abogado prestigioso.

—¿Trabaja para ustedes?

—No. No tenemos tratos con él.

—¿Sabe de alguien de su círculo de amistades que los tenga?

—Sé que ha llevado asuntos de mucha gente. Pregúntele a él.

—Lo haré. ¿Está usted seguro de que no tenía trato alguno con su hermano Francisco?

—¿Con Francisco? —dijo Rufino extrañado—. Por supuesto que no. De haber sido así lo habríamos sabido porque en tal caso lo tendríamos que haber contratado; Francisco no podía permitirse el lujo de contratar por su cuenta a Somoano. Es decir… —vaciló.

—¿Los famosos treinta mil euros? —continuó la juez—. El caso es que el día en que se presentó la denuncia contra su hermano, fue el abogado Somoano quien habló con Goitia en defensa de los intereses de Francisco.

—¡Eso es imposible!

«Por fin ha perdido su imperturbabilidad», se dijo Mariana.

—Llegó incluso a presionar de manera un tanto heterodoxa al denunciante para animarle a retirar la denuncia.

A pesar de que el gesto imperturbable había vuelto a su ser, Mariana pudo darse cuenta de que Rufino estaba pensando a toda velocidad.

—Lo siento —dijo Rufino—. No tengo respuesta para eso que dice, si es que es cierto. Pero, dígame usted, ¿tiene testigos?

—¿De la presencia del abogado junto al denunciante? Por supuesto, el dueño del bar sin ir más lejos.

—¿El denunciante es un periodista?

—El mismo. —Mariana pensó de inmediato que no debería haberlo mencionado como lo hizo, que debió apelar a una procedencia genérica de la información.

—Si no me equivoco, se trata de un periodista que está en nuestra ciudad de vacaciones.

—¿Cómo lo sabe?

Mariana sintió que la pregunta era también una advertencia.

—Lo de las vacaciones, naturalmente. No parece una información tan relevante como para que suscite su interés. Que lo sepa yo es natural —se adelantó al otro— porque he tenido que tratar con él, pero usted…

—Es usted encantadoramente lista —dijo Rufino dejando escapar una sonrisa—. Pero debe tener en cuenta que la seguridad procede de la información y yo he de asegurarme que nada que afecte a los negocios o a la familia escape a la mirada. Francisco, usted lo sabe bien, era un chico, y digo bien chico por insensato e irresponsable a pesar de su edad, al que había que tener vigilado de cerca.

—Se le envió a S… después del desgraciado asunto de la muerte de Concepción.

—Una decisión acertada, en mi opinión.

—Una decisión que, permítame disentir con el mayor respeto, le costó la vida.

—Eso es algo que nos ocuparemos en descubrir.

—No. Lo haré yo. De hecho, lo doy por resuelto. —Un gesto de inquietud cruzó por los ojos de su interlocutor, un gesto brevísimo e inocultable—. Pero lo que necesito saber es si ustedes conocían las actividades de Francisco que le procuraban su dinero extra.

—No sé a qué se refiere.

—¿Con su extraordinaria información no sabe a qué me refiero? Le voy a ayudar: actividades delictivas.

Rufino Llorente se revolvió en su asiento.

—Preferiría no hablar de ello.

—No quiero que hable, sólo que me diga si estaban al tanto.

—Mi padre, no. Mi hermana Rosario, como mi madre, había advertido a mi padre que si no le daba dinero suficiente, él se lo buscaría de otro modo, pero no quiso ni oír hablar de subirle la asignación. A mi medio me convenció, pero cuando quisimos poner coto a sus actividades, ya era tarde. Rosario estaba tratando de convencerle porque a ella es a la que hace más caso, pero se precipitaron los acontecimientos y…

—¿Y los treinta mil euros que descubrimos conjuntamente?

—Serían producto de… sus actividades.

—Demasiado dinero por un trapicheo para pagarse las copas. Usted se llevó una sorpresa aún mayor que la nuestra, recuérdelo.

—Oiga, esto se está poniendo desagradable. Sería preferible que lo dejáramos estar. Mi hermano ha muerto.

—También Concepción Ares. Y yo tengo que resolver ambos casos, le guste a usted o no. Y creo que ambos están conectados.

—¿Concepción, mi hermano y la droga? —dijo, abriendo los brazos en actitud de absoluta incredulidad.

—No, señor Llorente. En este asunto, la droga no ha tenido nada que ver.

—¿Qué quiere usted decir?

—Lo que ha oído. De momento, no le entretengo a usted más. Gracias por su colaboración. Por favor, manténgase a disposición porque es posible que necesite hablar con usted de nuevo.

Cuando Rufino Llorente hubo abandonado el despacho, la juez telefoneó al inspector Quintero.

—Quintero: voy a dictar autorización para pinchar los teléfonos del señor Rufino Llorente; quiero saber si en algún momento a partir de ahora se pone en contacto con el abogado Somoano.