Mientras preparaba las copas fui echando una ojeada al piso de Mariana. Sentía curiosidad. Era un piso pequeño, de no más de noventa metros, con ventanas a la calle y un balcón haciendo esquina. La cocina, donde me encontraba, era pequeña y compacta y daba la sensación de comodidad y eficiencia propias de una persona práctica y con gusto, lo que se advertía en detalles como el colorido frutero ordenado en cestillos superpuestos o una preciosa lámina enmarcada de algún naturalista del siglo XIX. Desde la cocina podía observar el salón, que mezclaba muebles de diseño actual, como el sofá y la butaca o las estanterías de libros a ambos lados del balcón, con una elegante consola francesa sobre la que reposaban dos pequeños jarrones con pinta de ser chinos. Los cuadros eran todos modernos con la excepción de una tabla antigua de motivo piadoso, una herencia familiar, sin duda. A ambos lados del salón se abrían los que deberían ser dos dormitorios y junto a la cocina estaba el cuarto de baño, que debían de ser los únicos cuartos que se abriesen al patio interior. Todo parecía estar muy a mano, como si hubiera decidido distribuirse en torno a su dueña.
De vuelta al salón, ofrecí su copa a Mariana y me senté con la mía en la butaca que había ocupado antes. Mariana había encendido un cigarrillo que apenas saboreaba, al punto de hacerme pensar que la estaba incomodando de veras.
Decidí empezar yo.
—¿Te encuentras bien? Puedo dejarte sola si lo prefieres. Me termino la copa y me voy, no te apures.
Mariana bebió un trago largo de su whisky con soda, dio una calada a su cigarrillo, lo apagó y encendió otro.
—¿Tú crees en la casualidad? —dijo al fin—. ¿Crees que sólo se trató de una venganza cumplida con tan mala suerte que Concepción, sin poder resistir el oprobio, se tiró por la ventana?
—No. Yo creo que tú tienes razón —contesté.
Mariana agradeció el comentario con una breve sonrisa para sí misma.
—¿Y cómo conectamos la violación y el crimen?
—Tal y como tú sabes que ocurrió y no te atreves a exponer a las claras.
—Vaya, parece que el señor me conoce mejor que yo.
—No te irrites, no hace falta. Y no soy adivino, pero pongo atención. Yo creo que, dada la fama que te has ido ganando, temes que te tachen de fantasiosa y prefieres curarte en salud; al menos hasta que tengas algo sólido entre manos. —Hizo una pausa; ella había levantado la mirada hacia él—. Yo puedo ayudarte, si te dejas —concluí. Estaba inspirado.
—Cuéntame la historia —dijo ella.
—Tu historia. Yo no tengo imaginación. Bien, allá va: alguien, vamos a llamarlo el asesino, conoce el rencor que Francisco Llorente lleva acumulado desde que Concepción lo rechazó y sospecho que también desde la boda de ella con un Sánchez-Hevia. Este… asesino se ocupa de calentar a Francisco hasta que lo tiene a punto; entonces, y sabiendo lo mal que anda de dinero, le ofrece todo lo que necesita: dinero y venganza si ataca y viola a la mujer. Nuestro amigo, alentado por unas copas, se lanza y cumple con el trato, pero tiene la mala suerte de encontrarse con un periodista que lo detiene. Entre tanto, el asesino espera a cumplir la segunda parte de su plan. En su estado y hallándose el marido fuera de G… el único lugar donde ella puede refugiarse es en su casa. Allí intenta reponerse del horror y, cuando empieza a calmarse y a pensar, alguien se presenta en su casa: es el asesino. Ella lo reconoce y le abre la puerta. El asesino la recoge, la acompaña hacia el balcón y, al primer descuido, la arroja por encima de la barandilla y huye de inmediato. Un crimen perfecto: la escrupulosa y aterrada mujer, incapaz de superar el trauma de la salvaje agresión, se suicida. Pero el asesino no contaba con la fantasiosa e imaginativa juez de Instrucción del Juzgado de G…
Mariana sonrió abiertamente y movió la cabeza con gesto de confiada consternación, como si yo acabara de hacer una trastada delante de ella.
—La verdad es que tienes ingenio —dijo al fin.
—Será para contar las cosas; para descubrirlas, el ingenio es tuyo; yo sólo soy el cronista de la heroína.
—Gracias —contestó con algo de sorna—. Como bien dices ¿quién se va a creer semejante y retorcida historia?
—Cualquiera a quien se la demuestres.
—Anda, sigue —me conminó.
—Sigamos, pues. ¿Qué sucede? Pues que Paco Llorente, que es un lengua suelta y bebe, es un peligro. De momento, el asesino le sugiere, o le ordena, que ponga tierra de por medio, pero como no quiere perderlo de vista, lo manda a S… Allí le sigue un espía, un colega rastrero que se llama Tinín y que es el informador. En algún momento, los informes del comportamiento de Paco llegan a ser inquietantes y el asesino, que no se anda con chiquitas, cierra el plan. Contrata a un sicario que liquida a Paco y, como yo estaba metiendo la nariz, me quita de en medio mientras cumple con su trabajo. Para su mala suerte, yo me escapo antes de tiempo, lo que precipita la salida del sicario que, me imagino, con las prisas habrá descuidado algo que es lo que hace que Alameda pueda detectarlo, aunque no vaya a verle el pelo. Buen tipo, Alameda, por cierto. Raro, pero buen tipo. Te tiene en un altar.
Tomé aire.
—Total —seguí diciendo— que ahí se cierra el círculo del crimen perfecto. Ahora hay que desenmascarar al asesino.
—Ah, bueno, entonces no hay problema —me contestó Mariana sarcástica.
—Cuestión de método —respondí sin pestañear—. Vamos por partes. Primero: el móvil. ¿Cuál es el móvil de todo este complicado operativo? Segundo: sospechosos. No hay más que responder a estas dos simples cuestiones y le echamos el guante. ¿Otro whisky?
Mariana asintió con la cabeza y extendió el brazo ofreciendo la copa vacía, así que volví a la cocina en busca de hielos y soda.
—El móvil —dije mientras colocaba la cubeta de hielo al grifo— aparece, según es tradicional, cuando se descubre a quién beneficia el crimen. A veces las apariencias engañan, pero con el tiempo —se oyeron los ruidos característicos de los hielos golpeando las paredes de los vasos— la figura del beneficiario se deja ver.
—No tenemos tiempo. Hazme una lista a ver si nos dice algo —propuso mientras yo reaparecía con un vaso en cada mano.
—Salvo cuestiones de herencia familiar, que desconozco, no veo otro beneficiario que el marido —dije.
—¿El marido? ¿Por qué? Tenía una vida pactada con ella.
—No me creo yo esos pactos tan civilizados.
—No sólo era civilizado sino muy coherente.
—¿Por irse de putas con permiso?
—No exactamente.
—Me estás ocultando algo.
—Cierto. No puedo darte información que pertenece a la instrucción del caso.
—¿Y de qué estamos hablando más que del caso?
—Desde fuera, don periodista, no desde dentro.
—Vaya por Dios, ¿así esperas tú que te ayude?
—¿Te he pedido yo ayuda? Más bien eres tú el que insiste e insiste en dármela.
En aquel momento me extendí en la butaca con gesto de derrota, pero como no estaba dispuesto a concederle ventaja, en seguida me retrepé en actitud animosa.
—Pues voy a regalarte más información, para que veas la diferencia entre una mujer fría y autosuficiente como tú y un tipo simpático y abierto como yo.
—Santo Cielo, ¿por qué me cruzaría contigo en aquel tren?
El comentario me sobresaltó de tal modo que el vaso se me escapó de la mano, aunque pude recogerlo en el aire. Las salpicaduras me mancharon la mano y el puño de la camisa; posé entonces el vaso en la mesita de centro, saqué mi pañuelo, para limpiarme y para ganar tiempo en medio de la confusión, y recuerdo que le dije, con un hilo de voz.
—Pero tú… pero… ¿cómo sabes que íbamos en el mismo tren?
—Ah, muy fácil, yo estaba en la cafetería y allí apareciste tú, desequilibrado y agarrándote a la barra para no caerte.
—Pero si no me miraste en ningún momento.
—No te miré como miráis los hombres, o sea, con todo descaro. Te impresioné tanto que no pude evitar fijarme en ti. Sí, chico, así es la vida. Te quedaste fijado como una gallina a una tiza y yo, claro, visto el gesto, tuve que volverme a mi vagón. Me hizo gracia, pero nunca pensé que volvería a verte; y menos aún, que darías la tabarra como has venido haciendo desde que pisaste G… Y basta de hablar del pasado y vayamos a lo importante. ¿Qué información ibas a darme?
—¿Información? No sé… ah, sí, ya, pues… Pero ¿entonces, te fijaste en mí?
—Que sí, pesado. A ver esa información.
—Así que me habías echado el ojo… Todas las mujeres sois iguales.
—Bueno, si vas a empezar con el clásico victimismo del engañado, mejor lo dejamos.
—No, espera, la información, sí, deja que me enchufe de nuevo. ¿De qué te quería hablar? —Trataba de ganar tiempo y, a la vez, de meditar mientras intentaba sosegarme y abrirme camino por los rincones de la memoria inmediata—. Ah, sí, desde luego. ¿Quieres saber por qué retiré la denuncia contra Paco Llorente?
—Si es relevante…
—Guarda las uñas y atiende. Al día siguiente apareció un tipo que tuvo la atención de aconsejarme gratuitamente sobre los problemas que podrían crearse a mi alrededor si yo persistía en la denuncia y el lío en que podría meterme yo mismo.
—¿Evaristo Somoano?
—El mismo. Pero tú ¿cómo lo sabes?
—Porque me lo contaste —respondió Mariana extrañada.
—Sí, pero no te conté que era el abogado de Paco. —Era verdad, se lo había contado y no lo recordaba. ¿Dónde tenía yo la cabeza?
—¿Estás seguro de lo que dices?
—¿Cómo no voy a estarlo si amenazó veladamente con que cualquier día podría ocurrirle algo a mi amigo Manolo o a su bar? ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? Yo acababa de llegar, no sabía cómo las gastan en esta tierra, qué menos que acogerme a la prudencia ante todo y luego ya se vería.
—Vaya con Somoano. Te debo una recompensa, un beso quizá —comentó con deliberado regodeo.
—Vamos allá —dije incautamente.
—En la frente, Goitia. Y mañana por la mañana.
—¿Lo ves? Yo a tu servicio, facilitando tu triunfo en este caso, y tú…
—Yo estoy agotada y no quiero seguir bebiendo porque no me fío un pelo estando tú delante.
—O sea, que en alguna ocasión, tú, estando moña…
Me hizo callar con un gesto que nunca había visto antes, una crispada mezcla de ira y vergüenza que le cruzó la cara como un latigazo y se desvaneció al instante. Yo, impresionado y conmovido a la vez, aparté la mirada con la extraña sensación de haber metido el dedo en una herida aún fresca. Pero Mariana se relajó en seguida, me sonrió y me dio una palma afectuosa en la cara. Ambos nos pusimos de pie al mismo tiempo.
—Vaya horas —dijo Mariana—, ¿te vuelves al hotel?
—Allá voy, a meterme en la piltra.
—Ve con cuidado porque a estas horas tu camino no es muy recomendable.
—En peores me he visto.
Mariana me acompañó hasta la puerta y allí dudó.
—A ver, por una cuestión práctica: ¿te quieres quedar a dormir aquí? El cuarto de invitados está disponible.
Lo que faltaba. Rechacé la oferta con un gesto afectuoso y extrema dignidad.
—No, señoría. Una cosa es salir de su casa a altas horas de la noche y otra muy distinta salir a la hora del desayuno. Velo por su integridad y para no exponerla a habladurías o algo peor, como que la acusen de seducir a un testigo, aunque yo no sea más que uno que pasaba por allí.
—En esta pequeña ciudad ya se ha dicho de mí todo lo que se puede decir, pero te lo agradezco. Buenas noches y buenos sueños.
Salí a la calle, que estaba solitaria, y me eché a andar. Me encontraba bastante cerca del Paseo Marítimo y elegí cruzarlo hasta el extremo oeste, antes de iniciar la cuesta, para acceder al barrio antiguo. Se había levantado un viento húmedo que anunciaba agua y apresuré el paso. La ciudad, desierta, parecía abandonada a la luz de las farolas.
«¿Por qué será tan difícil esta mujer? —pensé—. Y, encima, ahora descubro que me había echado el ojo en el tren. Eres todo un pardillo, Javier Goitia».