El inspector Quintero llevó en su coche a la juez hasta la puerta de su domicilio. Una vez en la acera, Mariana se despidió de él agradeciéndole el servicio y se quedó allí, en la calle, pensativa. Evidentemente no le apetecía subir a su casa porque ni siquiera hizo intento de buscar la llave del portal en su bolso. Estaba cansada, pero se negaba a dar por concluido el día. La luz del atardecer, en su último tramo, cedía ya rápidamente el paso a la noche. En la calle, gente que venía de retirada, bien de la tertulia en el café, bien de la playa. La atmósfera estaba limpia, como correspondía al brillante, ventoso y soleado día que la ciudad había disfrutado; y el color grisáceo y aún cálido que preludiaba la oscuridad resultaba grato a los sentidos. Mariana, indecisa, caminó arriba y abajo por delante del portal, como si quisiera alejar el momento de subir a su casa.
Por fin pareció decidirse, abrió el portal y entró en el edificio. Abrió el buzón, que contenía alguna carta y folletos de propaganda y esperó el ascensor mientras los ojeaba. Entró en la cabina y pulsó el botón de su piso con un suspiro. Cuando el ascensor se detuvo y salió al rellano estuvo a punto de dejar caer lo que llevaba en las manos: Javier Goitia estaba delante de su puerta, sentado en el suelo, con los brazos cruzados sobre las rodillas.
—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¿Qué haces tú aquí?
—Eso me ha dicho también una vecina tuya, bastante mal encarada, por cierto.
—No me extraña. Y vuelvo a preguntar, ¿qué estás haciendo aquí?
—Esperarte, cosa bastante fácil de deducir.
—Javier, no me gusta que me invadan.
—A mí tampoco me gusta que me ninguneen.
—Pero ¿qué dices? Nadie te ningunea. ¿Por qué dices eso? Si quieres verme no tiene más que telefonear.
—Eso he hecho. Y no he recibido más que largas de tu secretario.
—Entonces es que estaba ocupada. Tengo mucho trabajo, como deberías saber.
—Bueno, ¿podemos pasar y hablar?
—No.
Javier Goitia se incorporó y ambos se encontraron frente a frente.
—No te entiendo. ¿Qué es lo que pasa contigo?
—Nada. No tengo ganas de hablar.
—Pues cuando estaba haciendo cosas por ti sí que tenías ganas.
—Pues ahora se me han quitado las ganas.
—Está bien. Peor para ti. Te he estado llamando porque tengo información, pero si no te interesa me largo.
—¿Qué información?
—Oh, mira, qué súbito cambio de actitud.
—No pretenderás que me interese por tu alma.
—Mariana: mi honestidad personal me impide callar lo que sé, por más ganas que tenga de no decirte nada. Mi honestidad y que no soy un grosero como tú. Vamos adentro, te cuento lo que sé, me largo y con eso quedamos en paz. ¿Te parece bien, doña ofendida?
Mariana titubeó a pesar de su gesto firme de rechazo. Luego sacó las llaves del bolso, abrió la puerta, pasó por delante y se dirigió al salón. Javier la siguió después de ocuparse de cerrar la puerta. Mariana soltó el bolso sobre el sofá y tomó asiento en él con evidente brusquedad. Javier dio un rodeo y fue a sentarse en la butaca, a un costado. Ella miraba al frente con fijeza, evitando los ojos del otro, que la observaba en silencio.
—¿Quieres beber algo? —dijo al fin.
—Gracias. Sólo agua —contestó Javier.
Mariana se levantó de golpe, se dirigió a la cocina taconeando con fiereza, pasaron unos segundos y reapareció con un vaso de agua en la mano, que entregó a Javier sin mirarlo. Luego volvió a sentarse y a fijar su mirada en la pared de enfrente con la cabeza alta.
—Muy bien. Desembucha.
Javier no pudo evitar una sonrisa.
—¿Te acuerdas —empezó a decir— de que nos preguntábamos —acentuó esta última palabra— por qué demonios Paco Llorente atacó a Concepción Ares? Era bien extraño que actuase de aquella manera con una mujer de su círculo social, entre familias que se conocían bien. Fue lo que te hizo dudar si no estaría diciendo la verdad: que pasaba por allí y trató de ayudar a Concepción, no de violarla. De no ser por mí, lo mismo habrías acabado creyendo su versión y todavía estarías buscando a un misterioso violador.
—Deja de pavonearte y ve al grano.
—Ya. Bueno, pues te diré que en su día, Paco Llorente pretendió a Concepción.
—No me digas.
—Pero no sólo la pretendió. Se dedicó a contar a quien quisiera oírle que era su novia, que estaban en relaciones y que pensaban casarse.
—Vaya novedad. Y no veo motivo para violarla por eso años después.
—No, claro que no. Excepto porque delante de todo el mundo ella le rechazó y lo puso en ridículo. Una escena, al parecer, bastante desagradable para su orgullo que causó toda clase de chanzas durante bastante tiempo.
—Insuficiente. Ya estaba al tanto.
—Y entonces él se la guardó y una noche en que estaba bastante colocado le puso la cara como un mapa.
Mariana se sobresaltó.
—¿Llorente? ¿La agredió?
—Como lo oyes. La pobre no quería volver a su casa, por temor a su padre, y ¿a que no sabes quién la acogió? Rufino Llorente. Lo sé por él.
—¿El hermano de Francisco? Esto sí que es nuevo.
—Sí, un tipo muy decente que se lo tomó como una cuestión de honor, habló con su padre, dejaron a Concepción al cuidado de Rosario Llorente y don Rufino se presentó con sus dos hijos en la casa de los Ares, obligó a Francisco a reconocer su vileza y pedir perdón a Constantino Ares y al día siguiente lo embarcó en un mercante con órdenes al capitán de tratarlo como un marinero más hasta que volviera a recalar en puerto. De resultas de lo cual, Francisco concibió un odio sarraceno por Concepción. ¿Qué tal?
Mariana lo miró por primera vez desde que entraran en la casa.
—¿Eso te lo ha contado Rufino?
—Rufino hijo.
—Tendré que hablar con Rosario Llorente, de todas maneras —murmuró Mariana.
—Por supuesto. Ella te lo confirmará.
—¿Y Concepción se quedó con Rosario?
—Yo creo que Concepción temía la recepción en casa más que a Francisco. ¿Por qué y por quién? No lo sé, pero hay candidatos. El padre armaría una buena. La madre, no sé, desde luego la bronca iría a Concepción, seguro. Gonzalito… bueno podría haber ido por Paco Llorente, lo mismo que Constantino, pero en menor escala.
Se produjo un largo silencio. Por su gesto, Javier dedujo que Mariana estaba pensando a toda presión. Estaba inclinada hacia delante, con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre sus rodillas.
—Un feo asunto —dijo Javier, por decir algo.
La noche había caído, las únicas luces de la casa eran las del vestíbulo y la cocina y el resplandor que llegaba procedente de las farolas de la calle. De pronto, viendo a Mariana encerrada en sus pensamientos, Javier sintió un golpe de ternura por ella. Durante unos minutos dejó que el tiempo transcurriera entre ellos sin hacer un solo movimiento. Luego bebió agua del vaso que ella le había llevado y al fin habló.
—Voy por agua —dijo poniéndose en pie—. ¿Te traigo a ti también?
Mariana asintió mecánicamente, pero cuando él se dirigía a la cocina, dijo:
—Ponme un whisky, cargado, con soda. Tú sírvete lo que quieras.