A primera hora de la tarde, el inspector Quintero se presentó en el despacho de la Juez De Marco llevando información acerca del segundo crimen. El inspector Alameda había conseguido verificar la presencia de un sicario quizá extranjero y que pudiera estar ya de regreso a su país, pero Alameda, por alguna razón, no contaba con ello. Aunque no parecía fácil dar con él, consideraba que todo era cuestión de paciencia, virtud en cuya práctica era un maestro. Lo malo para la juez era que esa línea de investigación quedaba cortada por el momento.

Pelayo Arenas estuvo haciendo bromas y alardeando de la internacionalización del caso y la relevancia cada vez mayor que estaba adquiriendo el Juzgado de Instrucción de G… hasta que Mariana le mandó callar para evitar susceptibilidades. Quintero, por el contrario, mostraba su frustración a las claras; ninguno veía camino por el que avanzar. Por eso los reunió la juez en su despacho.

—Recapitulemos —dijo cuando todos hubieron tomado asiento—. Éste no es el momento de venirse abajo. Si nos dejamos llevar por el desánimo, cerraremos el caso en falso. Tengo presiones para hacerlo, pero no estoy dispuesta a dejar que Concepción Ares se revuelva en su tumba. Puesto que de momento estamos a expensas de lo que el inspector Alameda investigue y no podemos seguir al asesino de Francisco Llorente, vamos a centrarnos de nuevo en el primer crimen, el de Concepción Ares.

—Estamos seguros de que se trata de un asesinato, ¿verdad? —objetó Pelayo Arenas.

—Yo sí —respondió la juez—. A mí no me cabe la menor duda de que la violación de esta mujer fue el primer paso hacia su asesinato.

—Eso supone —dijo Pelayo— que Francisco Llorente estaba implicado en el crimen.

—Eso supone —continuó la juez— que la violación fue la tapadera de un crimen que trataba de pasar por suicidio. Yo comprendo que es un tanto retorcida esta interpretación, pero, por paradójica que parezca, es la más razonable. Explica el absurdo asalto de Llorente a la mujer y explica un suicidio que se comete presuntamente a causa de un estado de desesperación extrema que dura nada menos que dos horas. Ahora, de lo que se trata es de descubrir cómo se pudo llevar a cabo el crimen y por quién. Si esta hipótesis la hubiéramos barajado desde el principio quizá habríamos dado ya con el asesino. Toda la investigación sobre el terreno se llevó a cabo bajo la dudosa luz del suicidio y a lo peor por eso se nos han pasado cosas por alto, indicios que arrojaran alguna luz sobre el misterio.

—Si adoptamos esa hipótesis como cierta —dijo Quintero— no hay más remedio que suponer que alguien la esperaba en el piso, alguien que estaba compinchado con Llorente y esperaba su oportunidad.

—¡Qué fuerte! —exclamó Pelayo.

—O —aventuró la juez— alguien se presentó en la casa mientras ella estaba reponiéndose de la agresión. Esto reduce el campo de sospechosos porque ¿a quién abrirías tú la puerta en semejante condición?

—Al marido —contestó sin vacilar Quintero.

—Es una buena posibilidad —respondió la juez—. ¿Alguien más?

—El problema —intervino Pelayo— es que aquel a quien abriera la puerta es el asesino.

—Cierto —habló la juez—. Ahora pensemos. ¿A quién más pudo abrir la puerta?

—Tendría que ser, necesariamente, alguien de la familia o alguien muy cercano —afirmó Pelayo—. Mi candidato es el marido.

—Muy bien, elijamos —propuso la juez.

—El padre, no creo —dijo Quintero—. Es un hombre autoritario y chapado a la antigua, pero no lo veo yendo a casa de su hija a tirarla por la ventana. Todo lo contrario; digo yo que una cosa es ser autoritario y otra actuar con esa sangre fría. Bueno, en general, no creo que ninguno de los miembros de esas familias sea capaz de concebir un plan tan diabólico.

—Pues el resto de la familia… ¿Qué razones iban a tener la madre o Gonzalito? O el curita.

—¿Y si consideramos la posibilidad —dijo Pelayo— de que la suma de violación y asesinato fuera una casualidad, un verdadero golpe del destino?

—Es una posibilidad —apuntó la juez.

—Yo me apunto a la casualidad y al suicidio —dijo Quintero.

—¿Y la muerte de Francisco Llorente? —preguntó la juez.

—Un asunto de trapicheo, ajeno al otro asunto —respondió de inmediato Quintero—. Sucede hasta en las mejores familias.

—No —dijo la juez—. Tanta casualidad: la agresión, el suicidio y la ejecución es de lo más mosqueante. La vida no funciona así.

—Y ¿cómo funciona? —objetó Quintero—. ¿Más retorcidamente?

—¿Por qué no? —dijo la juez—. Es la evidencia más clara; lo demás traería consigo una increíble sucesión de casualidades. De todas maneras, hay algo que me ronda la cabeza desde el principio, o sea, que tiene que ver con los primeros interrogatorios, y que no acaba de asomar.

—Cuando se llega a estas alturas del enredo ya nada parece natural —dijo Quintero.

—En eso lleva usted razón —opinó Pelayo—, se pierde de vista lo esencial con mucha facilidad a cuenta de tanta vuelta y revuelta sobre el mismo terreno. Habría que abstraerse un poco, volver al comienzo y empezar a eliminar todas las excrecencias que el caso ha ido creando, ¿no les parece?

—Tienes toda la razón —confirmó la juez—. Hay que volver al momento en que fuimos a levantar el cadáver y sellar el piso. Pero hay que volver con la memoria porque ya no queda nada del escenario del crimen tal y como lo encontramos. Venga, haced un esfuerzo.

Los tres se quedaron meditando.

—Lo suyo —empezó a decir Quintero— sería repasar las declaraciones de los vecinos. Si había alguien en el piso, como sugiere la juez, es posible que alguien oyera algo…

—¡Un momento! —exclamó la juez—. Sí que había alguien escuchando. La vecina del piso de abajo. Dijo que oyó pasos sobre su cabeza; podrían ser sólo los de Concepción dando vueltas, pero podrían ser igualmente los del visitante fantasma.

—No pudo afinar hasta ese extremo. Sólo dijo que oyó pasos y me inclino a creer que sólo eran los de la mujer en pleno desasosiego —dijo Quintero.

—Dijo más. —La juez habló un tanto excitada—. Dijo que había escuchado un timbre en ese lapso de tiempo.

—A mí me dijo que creía haberlo oído —precisó Quintero.

—No importa. Pensemos: ya tenemos la llamada a la puerta. Sigamos por esa vía. ¿Cómo accedió a la puerta el visitante misterioso?

—Entraría desde la calle, evidentemente, corriendo el riesgo de que le viera alguien. No parece muy hábil la idea.

—Calma, Quintero, vamos a concedernos todas las posibilidades. Recuerdo otra vecina, la del piso de enfrente de la primera, otra viuda…

—Parece que las hacen en serie —interrumpió Pelayo.

—… sí, otra cotilla —comentó al paso la juez—, la que escuchó lo que le parecieron pasos en el descansillo de arriba, es decir, en el descansillo correspondiente al piso de Concepción.

—Estas mujeres viven pegadas a sus puertas, qué vida —volvió a interrumpir Pelayo.

—Pasos, un timbre… —recontó la juez—. ¿Qué más tenemos?

—¿Alguien oyó un ascensor? Tendrían que haberlo oído si estaban tan atentas —dijo Quintero con un cierto tono de malhumor, pero de pronto se llevó la mano a la cabeza—. Eh, un momento, la vecina cotilla esa me dijo que antes del timbre había oído el ruido de un ascensor.

—¿Subía o bajaba?

—Eso no lo recuerdo, ni creo que ella lo recuerde. También tomé declaración al hijo de un vecino en otra planta que dijo haber escuchado varias veces el ascensor. Esto no aclara nada, pero al menos podemos saber que en esas horas cruciales el ascensor transportó gente. Lo más normal es que se tratase de vecinos, pero…

—Es un dato, sí —dijo la juez, pensativa—. No es nada más, pero es otro paso adelante. Lo que me pregunto es si el presunto asesino se arriesgaría a ser visto. Parece una chapuza dentro de un plan tan audaz como minuciosamente preparado.

—Y tanto. Yo habría entrado por el garaje —contestó Quintero.

Mariana hizo un gesto extraño, miró primero al inspector y luego, concentrada, a ninguna parte, como si estuviera pensando a velocidad de competición. Y de pronto, chasqueó los dedos de la mano en actitud triunfal.

—¡Por Dios, Quintero! —exclamó alborozada—. ¡Es usted un observador de primera! ¡Pues claro! ¡Evidentemente! ¿Cómo no nos hemos dado cuenta hasta ahora?

Los dos hombres la miraban con recelosa extrañeza. Como si temiesen que hubiera perdido la cabeza, presa de su obsesión por resolver el caso. Mariana, que se percató, recompuso la figura antes de volver a dirigirse a ellos.

—¿Ven ustedes? Esto es lo que se llama mirar en la dirección correcta. Gracias a usted, inspector, puedo decir que hemos abierto una puerta que puede llevarnos a la solución del enigma. De momento, ya sé por qué Concepción Ares hizo eso tan insólito de aparcar su coche en la acera delante del edificio. Señores, en marcha, hay que verificar unas cuantas cosas antes de dar jaque mate al escurridizo contrincante que ha estado jugando con nosotros desde el principio.