Creo que nunca en mi vida he dedicado tanto tiempo a pensar como en este caso. Pensaba en el caso por lo que tenía de intrigante, por lo que la intriga tenía de absorbente, por lo que tenía de cabos sueltos y porque sabía con una intensidad casi física que esos cabos sueltos se ataban, sin el menor género de dudas, en un nudo que les daba sentido a todos. Pero esa sensación de que el nudo se escapaba y, al mismo tiempo, de que los cabos eran tan reales como las vidas de todos los implicados, empezando por Concepción Ares, no me dejaba descansar. Era como tener todos los elementos de un paisaje y no ver el paisaje.

El paisaje estaba ahí y a mí me llevaban los demonios. Y, por si faltara algo estaba la Juez De Marco, tan impenetrable como la propia Concepción Ares. La verdad es que había actuado con mucha más decisión sobre el caso que sobre ella y eso me tenía comida la moral. Me sentía como uno de esos Hércules circenses que con cada uno de sus musculosos brazos pugna por no atraer dos fuerzas opuestas. Ésa era la tensión que me impedía abordar con algún éxito ambos conflictos. Como no podía ceder en ninguna de las dos direcciones, me hallaba en realidad inutilizado, anulado, incapaz de hacerme con ninguno de ellos.

¿Y si soltaba los dos brazos y dejaba que los dos frentes desaparecieran? Al fin y al cabo nadie me había obligado a luchar en ambos. Pero ¿quién se resiste a abandonar una tensión semejante entre la intriga y el amor, entre dos pasiones tan dominantes? Y, paradójicamente, estaba desplazado de ambas porque Mariana de Marco había desaparecido repentinamente de mi vida y yo estaba en blanco. Ella estaría seguramente progresando, inmersa en nuevos datos, nuevas pistas, nuevas conclusiones y me había dado la patada, me había dejado fuera. Quizá me lo mereciera por mi empeño en actuar por mi cuenta, quizá era una venganza por no haberle comunicado mis movimientos, quizá se había olvidado de mí, entregada a su oficio. Pero creo que no me lo merecía.

Pero no me iba a quedar quieto. No, señor. El círculo de hierro policial en torno a ella era inexpugnable.

—Piensa, genio, piensa —me repetía una y otra vez.