De nuevo, la luminosidad solar se apagó creando un halo ceniciento sobre todas las cosas. La luz también se esfumó del despacho de la juez, remarcando con ese acto sombrío el ambiente destemplado que se había instalado en el exterior; las nubes se oscurecieron repentinamente y la inminencia de la lluvia tiñó las calles del color grisáceo con que la humedad henchía el aire. Como si ambos, interrogadora e interrogado, se hubieran visto sacudidos por una misma sensación, dirigieron su vista a la ventana y contemplaron resignados el brusco cambio de tiempo. El hombre volvió luego a encerrarse en sus pensamientos. La juez le contempló en silencio.

—Señor Sánchez-Hevia —dijo ella al fin—, creo que me debe usted una explicación.

El hombre se estremeció, como si lo hubieran sacado de adentro de sí mismo, y levantó la cabeza.

—Pregunte usted. Estoy a su disposición.

Ahora le entregaría toda la verdad.

—Bien —dijo ella—. En primer lugar despejemos una falsedad. Usted no ha estado visitando burdeles en las ciudades próximas, ¿no es cierto?

—Así es —vaciló un momento, antes de seguir—. Oiga, esta declaración no se hará pública, ¿verdad?

—No lo haré si puedo evitarlo. Su declaración la estamos transcribiendo, como puede ver. Usted ha desechado la presencia de letrado, pero podemos llamarlo.

—No, por Dios, cuanta menos gente oiga esto, mejor.

—Dígame, entonces, a qué responden sus desplazamientos de fin de semana.

—Ya lo sabe usted. Hay una mujer…

—Una amante.

—Sí, una amante. Nos pusimos de acuerdo.

—Una amante con la que se encontraba en diversos destinos. Una amante a la que Concepción conocía.

—No. Ella no la conocía. Le parecía más digna la relación con prostitutas que con una amante.

—Entiendo que ella no vive aquí, en G…

—No. Es de una localidad cercana.

—Concepción comprendía este comportamiento suyo.

—No, no lo comprendía, solamente lo toleraba.

—¿Por qué?

—Porque no nos satisfacíamos físicamente y ella se sentía culpable.

—¿Por qué causa?

—Ella… a ella le costaba la relación física.

—¿A causa de usted, específicamente?

—Pues no sé decirle. Era como si tuviera miedo al sexo, yo… incluso pensamos en visitar a un conocido psiquiatra en V…

—Entiendo. Es suficiente. Entonces, ella se siente, en cierto modo al menos, culpable y autoriza sus relaciones fuera del matrimonio.

—Lo toleraba, ya se lo he dicho.

—¿Tiene usted alguna idea de la procedencia de su aversión al sexo?

—Ninguna. Es que no creo que fuera aversión, sino incapacidad, miedo, quién sabe cómo se forma eso. Para mí era un desastre, francamente. —Mariana decidió no insistir por el momento, seguía buscando el punto de menor resistencia.

—¿Y la historia de los burdeles?

—Eso surgió solo, de alguna maledicencia. No tardó en llegarme y no quise desmentirlo, me parecía una buena coartada para cubrir la verdad. Si se llegaba a correr la voz de que yo me entendía con una sola mujer, las habladurías serían imparables.

—Pero el honor de Concepción quedaba aún más perjudicado. El honor y la imagen.

—Todo se quedaba en chismes de sociedad. Lo peor que sentirían por ella es compasión. Yo me iba casi siempre discretamente. De hecho, no utilizaba mi coche.

—Curioso punto de vista —comentó Mariana.

Se produjo un nuevo silencio. Tomás sostenía la mirada de Mariana clavada en él, pero su incomodidad era patente.

—Por diversas fuentes tengo noticia de que Concepción iba a tomar una decisión de la mayor importancia para su vida.

Tomás no movió un músculo de la cara.

—Todo adquiere un sentido con esto que me está contando usted —continuó Mariana—. ¿Sabía usted algo al respecto? ¿Se lo había comunicado ella?

—No tengo la menor idea y, sinceramente, no lo creo. ¿Quiénes son esas fuentes? ¿Alguna de sus amigas vengativas? ¿Anita Vallina, Piluca Monasterio? Son solteras, no lo olvide; solteras y talludas.

A Mariana le repelió esa forma de hablar. ¿Quién era, en realidad, Tomás Sánchez-Hevia?

—Así que dice no saber nada.

—Eso digo.

—¿Podría decirse —Mariana decidió cambiar de asunto— que se casó con usted por orden de sus padres?

—No. Se casó conmigo para salir de su casa; eso lo descubrí cuando empezaron los problemas entre nosotros; tenía treinta y dos años y su situación era ya agobiante.

Mariana de Marco no pudo evitar mostrar un gesto de sorpresa.

—Veamos si lo he entendido bien. Ella quiere alejarse de su casa. Entonces aprovecha la ocasión, lo elige a usted y lo elige sabiendo que es uno de los pocos pretendientes que no le va a crear conflicto con su familia; pura cuestión de reconocimiento social.

—Así es.

—¿Qué edad dice usted que tenía ella? ¿Treinta y dos?

—Exactamente.

—¿Y una mujer de treinta y dos años, en el siglo XXI, no ve otra salida que ésa?

—Piense usted lo que quiera, pero así fue. De todos modos no crea que era tan sumisa; lo que pasa es que para independizarse necesitaba el dinero. Pero su padre la quería a su lado; es su preferida. Yo era una solución.

Mariana cambió de tema, de nuevo.

—Supongo que se da usted cuenta de la conclusión a la que es obligado llegar después de su declaración.

—No sé a qué se refiere.

—Me refiero a que tiene usted un móvil evidente.

—¿Un móvil? ¿Yo? ¿Se refiere usted…? —Tomás se revolvió en la silla—. Oiga, usted me ha engañado. No… no quiero seguir con esta conversación. ¡Esto es intolerable! Quiero hablar con mi abogado ahora mismo. ¡Esto es un atropello, señora! ¡Un atropello!

—Ahí tiene usted un teléfono. Yo no le he engañado. Sencillamente, las cosas hablan por sí mismas.

—Yo me he confiado a usted y usted me ha utilizado para buscar un culpable. ¿De qué? ¿Del suicidio de mi mujer? ¡Ella se lo ha buscado! ¡Ella, que me ha destrozado la vida y obligado a vivir a escondidas por culpa de su maldito puritanismo, esa jodida beata que me engañó de la peor manera!

Mariana le miró, imperturbable.

—De su suicidio, no, señor Sánchez-Hevia; de su asesinato.