De regreso a su despacho, Mariana de Marco se sentó a la mesa ardiendo de indignación. Se había excedido con el Juez Carbajo y éste no era el momento de arrepentirse. Todo lo contrario. Su injerencia para urgir una solución al caso no era la primera vez que sucedía, pero ésta le afectó mucho más que la vez anterior. Tampoco le parecía un empeño del juez, un consejo de colega o un simple desahogo envidioso sino que ya no podía dejar de considerar la idea de que había alguien detrás de la insistencia del juez, alguien que quería ver cerrado el caso tal y como apareció en un principio, es decir: como una sorprendente casualidad que había acabado en suicidio. Pero la muerte de Francisco Llorente llevaba consigo una evidencia que ni el Juez Carbajo ni nadie podía soslayar: la sospecha de que el segundo crimen buscaba borrar huellas del primero.
Durante un buen rato estuvo pensando y repasando el curso de su investigación y, por una vez, dejó de lado el trabajo que tenía pendiente. Así se le pasó el tiempo y, cuando quiso darse cuenta, Pelayo Arenas asomó por la puerta entreabierta del despacho para anunciar la presencia de Tomás Sánchez-Hevia. Mariana se preguntó, mientras repasaba mentalmente la posición del marido de Concepción Ares en el caso, si no estaría ante el verdadero urdidor de aquella complicada trama de muerte. Al fin y al cabo, el marido era un sospechoso de libro.
Tomás Sánchez-Hevia parecía renacido; apenas quedaba nada del hombre insulso, cariacontecido e incluso abochornado ante la confirmación semipública de su peculiar actividad sexual extramatrimonial. Había abandonado la grisácea monotonía de su vestimenta de corte funcionarial y exhibía, aunque con cierto pudor, colores propios del verano; seguía manteniendo un pañuelo doblado en el bolsillo superior de la chaqueta, pero esta vez no hacía juego con la corbata. ¿Una mano de mujer?
—Buenos días, señor Sánchez-Hevia. Le agradezco su atención. Necesito puntualizar una serie de cuestiones con usted y confío en no retenerle mucho tiempo.
—No hay problema. Estoy a su disposición para lo que guste.
—Gracias. Vamos a ver. Supongo que está usted enterado de la trágica muerte del señor Francisco Llorente.
—Sí, una desgracia incomprensible. No me acabo de creer que haya terminado de esa manera tan horrible.
—¿Sabe usted que el autor de la agresión a su esposa fue precisamente Francisco Llorente?
—Aún no consigo entenderlo, la verdad. No acabo de creerlo.
—La última vez que hablamos usted prefirió no entrar en detalles porque le resultaba doloroso o, déjeme que recuerde… insoportable. ¿Dijo insoportable o desagradable?
—No me acuerdo. Cualquiera de las dos cosas. ¿Tiene importancia?
—Oh, sí, lo cierto es que me llamó la atención que asumiera un hecho tan terrible con una especie de indiferencia.
—Pero ¿cómo puede usted decir eso? —protestó enfadado Tomás—. ¡Era mi mujer!
—Precisamente. Verá, tratándose de lo que se trataba y siendo usted el marido de la víctima y amigo del agresor, me pareció que su reacción era muy contenida, demasiado fría para una situación como aquélla, recién sucedida.
—No sé qué pretende insinuar, pero puedo asegurarle que yo sentía respeto y devoción por mi esposa. La reacción a la que usted alude responde a mi manera de ser. Es posible que sea frío, sí, lo admito; también en mi trabajo o en familia…
—¿Y con las mujeres?
—¿Cómo dice usted? —preguntó alterado.
—Señor Sánchez-Hevia, pongamos las cartas sobre la mesa. El matrimonio entre usted y su esposa estaba, digámoslo así, algo inactivo.
—Ése es un asunto… —protestó Tomás, pero Mariana no le dio tiempo a continuar.
—Inactivo; y, según tengo entendido por fuentes fiables, no ha habido una verdadera relación amorosa entre ustedes dos, aunque ignoro las razones. Han fingido, entiendo que de común acuerdo y de manera civilizada, de cara a los demás y no sé si también de cara a sus familias. En todo caso, estamos hablando de una situación anormal asumida por ambas partes. Pero, también según mis informaciones, así como a ella no se le ha conocido en el tiempo de su matrimonio relación alguna con otros hombres, a usted sí se le han atribuido, siempre con profesionales del sexo y, al parecer, en los fines de semana como lo era el día de autos. Usted desaparecía los viernes y reaparecía el domingo en su casa o el lunes por la mañana en su despacho. La verdad es que se trata de una relación asimétrica claramente perjudicial para ella. —El hombre parecía haber aceptado cuanto oía e incluso parecía relajado—. Así pues, sentada esta base, quiero que comencemos a hablar sin tapujos y sin evasiones.
—Usted dirá —respondió el hombre. Mariana comprendió de pronto que toda la ventaja era de él; con sus palabras, había logrado descargar su conciencia.
—¿Le consta a usted que en ningún momento Concepción Ares tuvo relaciones con algún otro hombre a sus espaldas?
—Absolutamente. Tiene que entender usted algo: el matrimonio fue un asunto puramente familiar. Un asunto entre familias.
—¿Y usted lo aceptó a sabiendas?
—Yo lo acepté como tal, pero ella era una mujer muy atractiva y, entre familias como las nuestras, es una práctica común. El… desencuentro con Concepción vino después de un tiempo, pero aquello ya no se podía deshacer; ella no quería y yo… pensé que no tenía remedio. Ella había salido de su casa, eso es lo que deseaba, y de nuevo nos encontrábamos en un atolladero.
»No era feliz con su familia —Tomás empezó a hablar sin trabas— donde cada uno campa por sus respetos, empezando por el padre, que es un clásico. Posiblemente la única persona algo grata para ella era su hermano Gonzalo, el más hábil para sortear al padre. Gonzalo podía porque era hombre y astuto, pero ella no tenía opción, era una mujer desamparada y cubierta de prohibiciones; ni siquiera su apego a la religión, que después mantuvo como costumbre social más que otra cosa, le valió de nada con su madre y su hermano el cura. Por eso, cuando me di cuenta de la verdadera razón por la que había accedido a casarse conmigo, por salir de su familia, ya que yo era de los pocos pretendientes aceptables a ojos de su padre, pacté. Le vuelvo a decir que era una mujer guapa, muy lucida, a mí me parecía un éxito. Luego, cuando no nos entendimos, porque ésa es la verdad: no nos entendimos, y por no hacerle más amarga la existencia, pactamos nuestra forma de vida y creo que ella me lo agradeció siempre. Entre nosotros no cabía el divorcio y el repudio la hubiera devuelto a su casa, pero yo le tenía afecto y no consentiría en semejante humillación pública. Sí, yo le tenía afecto, a pesar de todo.
«De aquella manera», pensó la juez contemplando a Tomás durante un largo silencio. Concepción no estaba para corroborar las palabras de Tomás. La explicación era plausible aunque un tanto asombrosa. ¿Cuál sería la verdad de la vida de aquella pareja? ¿Habría aceptado ella realmente la condena a casi renunciar a su vida sexual a cambio de alejarse de la familia?
—¿Y para usted era ésta una salida satisfactoria? —preguntó Mariana.
—Sí. No había otra.
—Hay algo que no entiendo —dijo Mariana.
—Pregunte usted.
—Usted debe de ser un hombre realmente meticuloso, no sólo en su trabajo, que sé que lo es, sino en su vida privada en general. Esa planificación de salidas los fines de semana hacia, disculpe que lo diga con toda claridad, las casas de tolerancia de ciudades más o menos cercanas revela una organización admirable.
—Era la única manera de dar salida a mis necesidades.
—Única, pero no discreta. Era vox pópuli.
—Llega un momento en la vida en que las convenciones dejan de afectarte.
—¿A ella también? Me temo que más bien sintiera un velo de conmiseración a su alrededor.
—Ella lo asumía a su manera como yo a la mía.
—Me parece que hay diferencias, pero dejémoslo por el momento. ¿Qué piensa usted hacer ahora, ya viudo?
El hombre se estremeció.
—¿Qué quiere usted decir?
«Te cacé —pensó Mariana—. Ahora te tengo».
—Me refiero a su situación. Ahora el problema se ha solucionado. Usted queda libre de su civilizado compromiso. ¿Ha pensado en casarse?
—¿Yo? ¿A cuento de qué viene eso? ¿Qué tiene que ver con un interrogatorio sobre el caso?
—Mucho, señor Sánchez-Hevia. Estoy buscando un móvil para la muerte de Concepción Ares. —Lanzó su carga de profundidad sin perder la sonrisa. El efecto fue instantáneo. El rostro de Tomás se tiñó de rojo y luego palideció de manera alarmante, se revolvió en la silla y finalmente se quedó mirando a la juez con dureza.
—¿Acaso piensa usted que yo…?
—Yo no he afirmado nada, sólo pregunto. Mi obligación es preguntar sin dejar nada al azar. Son preguntas sencillas que requieren respuestas sencillas. Responda usted.
—Es una pregunta intolerable.
—Al contrario. Ya he visto su reacción. No la puede negar. Escuche: es mejor que responda con claridad y veracidad. Este asunto se ha complicado ya mucho y se puede complicar aún más. Si usted es inocente, como parece pretender, lo mejor es que nos dejemos de suspicacias y vayamos al grano. Conteste a mi pregunta, por favor.
—No. No tengo intención de casarme de nuevo. Ni la tengo ni tengo con quién. Esto es bochornoso.
—Pues verá, yo creo lo contrario. Todos esos viajes de fin de semana, tan previsibles y ordenados que se diría organizados por una agencia de viajes, ¿no son un poco sospechosos? Y, por otra parte, a una mujer tan religiosa y escrupulosa como Concepción, con su idea del decoro social a cuestas, ¿no cree que debería repugnarle especialmente su trato con prostitutas?
—La prostitución, permita que se lo recuerde, ha salvado la continuidad de muchos matrimonios. No somos meapilas, señora, la vida tiene sus reglas, algunas limpias y otras sucias, pero es la vida.
—Señor Sánchez-Hevia, una cosa es engañar a su mujer con profesionales del sexo…
—No había engaño. Había acuerdo.
—… y otra muy distinta hacerlo con una amante. Esto último es más peligroso para la estabilidad matrimonial mientras que lo otro es una grosera y venal satisfacción. Creo que usted ve bien la diferencia. No conocí a Concepción, pero no la veo aceptando lo segundo. ¿Usted qué opina?
El hombre parecía perdido. La ropa de verano se le había pegado al cuerpo; los colores, quizá por efecto de las nubes que acababan de cubrir el sol, aparecieron desvaídos; su propio rostro se comprimía en arrugas ocultas hasta ahora a los ojos de la juez. Un cansancio profundo parecía abrumarlo. Pero fue una visión fugaz porque en cuestión de segundos pareció recuperarse por entero. Irguió la cabeza, abrió los hombros encogidos un momento antes y asintió mecánicamente. No era un infeliz ni un apocado y Mariana lo vio con certeza en esta reacción suya. Se había mostrado tal cual era y se disponía a pelear. No habló, se mantuvo en silencio, meditando. Después de un intenso silencio y al cabo de unos minutos, miró a la juez y dijo en tono desafiante:
—Tiene usted razón.