A la mañana siguiente se dirigió a primera hora al Juzgado. El sábado anterior había enviado una citación a Tomás Sánchez-Hevia y antes quería despachar unos asuntos pendientes.

A poco de llegar, recibió un aviso de parte del juez decano para que se personase en su despacho en cuanto le fuera posible. Mariana, resignada, prefirió acercarse de inmediato a hablar con él para resolver cuanto antes lo que quiera que fuera a proponerle; sospechaba que se trataría de algo relacionado con el caso de Concepción Ares; es más, sospechaba que de nuevo iban a intentar presionarla.

El Juez Carbajo era un hombre tosco y autoritario. Mariana siempre pensó que la inquina que le profesaba, y que ahora trataba de disimular, no provenía de la existencia entre ambos de dos actitudes encontradas en lo jurídico o en el simple ejercicio del poder sino de algo más triste e irrelevante como era la diferencia de estatura. Mariana sacaba al juez casi diez centímetros de altura, lo que unido a su aspecto más bien rechoncho y a su avanzada calvicie, debía de causarle una incomodidad que se avenía mal con su carácter intimidatorio y de gallo de corral. A menudo, cuando se cruzaba con él en los pasillos sentía su mirada recorriéndola de la cabeza a los pies con un brillo rijoso en los ojos, primero de frente y luego volviéndose para contemplarla de atrás mientras mascullaba lo que debería ser una expresión procaz e intercambiaba guiños significativos con quien tuviera cerca. No era el único que se comportaba así, pero sí el más descarado. Mariana pensó en más de una ocasión optar a un traslado a otro destino, pero lo veía como una rendición. Total, si se hartaba, siempre le quedaría la opción de ridiculizarlo en público y hacer frente a las consecuencias. En todo caso, ella tampoco perdía ocasión de manifestarle su desdén, sobre todo apelando a la ironía. La batalla tenía muy entretenida a la plantilla de los Juzgados y cada uno tenía sus partidarios.

—Querida Mariana, muchas gracias por acudir tan presurosa. —Era un tanto afectado en el habla, en contraste con el tono chocarrero que utilizaba con sus íntimos—. Espero no haber interrumpido tus deberes, tú siempre tan cumplida.

—No, la verdad es que estaba pensando en las musarañas cuando recibí tu recado, así que no hay problema.

—Me alegro, me alegro, Mariana. ¿Qué? ¿Cómo van tus asuntos? ¿Mucho trabajo? ¡Ah!, pero tú lo tienes siempre todo tan al día… No como yo que no doy abasto a tanta responsabilidad. Gajes del oficio, ¿no es verdad?

—Tú siempre aplastado por la responsabilidad, Carbajo.

—Ciertamente, querida colega, ciertamente. Pero no hablemos de mí sino de ti, que es de lo que se trata. —Carraspeó antes de abordar el asunto que deseaba ventilar—. Eh, tengo entendido que tu instrucción del caso del suicidio de Concepción Ares se ha complicado inesperadamente…

—Así es. Todo permanece bajo secreto del sumario, pero la muerte de Francisco Llorente ha complicado las cosas.

—Sí, qué lástima, cuando todo estaba ya resuelto.

—Perdona, Carbajo, pero nada estaba resuelto, a menos que yo me haya ocultado datos a mí misma.

—Me refiero a que el suicidio y… la violación previa… tenían una clara interpretación que, por lo que tengo entendido, se complica un poco con la muerte a la que antes me refería. Complicación que, por otra parte, no acabo de ver dónde se sostiene.

—Bueno, teniendo en cuenta que el asesinado es el violador, el cual había desaparecido a raíz de la agresión que se le atribuye, creo que estamos ante un cambio significativo en la investigación del caso.

—Dicho así… Pero, aparte de que no haya podido quedar probada la autoría de la violación, pues, según el finado, lo que éste hizo fue tratar de ayudar a la señora, convendrá usted conmigo en que la relación con su asesinato no se tiene de pie. ¿Por qué asesinarlo? ¿Para qué? ¿Sospechas de alguien relacionado con la señora Ares? La verdad, Mariana, me desconciertas. Todos sabemos que has resuelto casos complicados, pero también que eres un tanto fantasiosa a la hora de enredarte en una instrucción…

—Aparte de que un poco de fantasía no le viene mal a una institución tan rutinaria como ésta —interrumpió Mariana—, me permito sugerirte que estás confundiendo fantasía con imaginación.

—Mira, hija, llámalo como quieras. Lo que te quiero decir es que hay demasiado trabajo pendiente como para dedicarle tanto tiempo a un suceso que parece estar bastante claro.

—Yo nunca dejo trabajo pendiente.

—¿Eh? Sí, bien, puede ser, pero das mal ejemplo.

—¿Por llevar el trabajo al día?

—No, porque… ¿qué pasaría si todo el mundo decidiera tirarse las horas muertas con cada caso que le llama la atención? Ése es el mal ejemplo, la actitud personalista.

Mariana le midió de arriba abajo con toda intención.

—Atiende, Carbajo, que no te enteras. El caso es mucho más complejo de lo que tú supones, porque entiendo que te estás limitando a suponer. La violación es una violación con todas las de la ley llevada a cabo por Francisco Llorente; el suicidio de Concepción Ares no es tal sino un crimen encubierto; el asesinato de Francisco Llorente es consecuencia de lo anterior y, con todo ello, tenemos que ocuparnos de llegar a establecer el origen de todo este entramado, el móvil del mismo y, en consecuencia, la verdadera autoría del doble asesinato. Esto es todo lo que he descubierto…

—Y que no has podido probar —interrumpió excitado Carbajo.

—Y que probaré —afirmó Mariana desafiante— con el tiempo suficiente para hacerlo.

El Juez Carbajo se echó atrás en su butaca respirando pesadamente.

—Mariana, hay un orden y unas normas. Cierra el caso.

—Ni hablar. Yo no cierro un caso en falso. Ni puedo ni quiero.

—Eres tú la que se empeña en ver fantasmas donde no hay sino la realidad. Tu obcecación te puede crear problemas y lo digo en serio. Las cosas son como son, no como tú crees que son. Hay un suicidio y hay un asesinato. Son dos cosas distintas y ambas tienen una explicación clara. Punto. El asesinato corresponde, además, a la jurisdicción de S…

—No si pruebo la conexión necesaria entre ambos crímenes. Pediré la inhibitoria del juez correspondiente de S… si es necesario.

—No te conviene hacerlo.

—No me voy a rendir, eso es lo que te debe quedar claro a ti. Esto es intolerable, es un abuso de autoridad. ¿Quién te está presionando para que tú me presiones a mí?

—¡Basta ya! —exclamó Carbajo enfurecido—. Haré como que no he oído lo que has dicho porque te estás metiendo en un terreno muy, muy peligroso.

—¿Peligroso? ¿Para quién?

—Para ti. Sólo para ti.

—Ahí te quedas —dijo Mariana. Se levantó visiblemente irritada y salió bruscamente de la habitación sin despedirse. Carbajo se quedó mirando la puerta que ella había cerrado tras de sí y resopló aferrado a los brazos de su butaca. Cuando se hubo calmado, echó una mirada alrededor, como si no supiera por dónde empezar. Su mesa estaba llena de legajos y papeles sueltos y revueltos. Al cabo de unos instantes descolgó el teléfono, marcó un número y esperó.

—¿Oiga? Póngame con el señor Somoano, por favor.

Transcurrieron un par de minutos.

—¿Somoano? Lamento decirte que la Juez De Marco no se aviene a razones. Sí, es muy cabezota, pero yo no puedo hacer más de lo que he hecho.

—…

—¿Cómo dices? Pues habla tú con ella.

—…

—Sí, yo también creo que se equivoca, pero el asunto está en sus manos y no se puede hacer nada por el momento. Y te agradeceré que no vuelvas a insistir sobre este asunto. Yo no puedo hacer más de lo que he hecho.