Yo la esperaba en la pequeña barra de la entrada hecho un caballero. Un caballero con la chaqueta y el pantalón de verano un tanto arrugados, lo que, sumado a mi estatura, me daba un interesante aspecto de cónsul británico en el Caribe, que es lo que estaba buscando; además, llevaba paraguas y Mariana de Marco me miró apreciativamente; luego nos dedicamos nuestras mejores sonrisas y nos dirigimos a ocupar nuestra mesa junto a la cristalera. La lluvia empapaba y realzaba el césped que se extendía al otro lado, iluminado por unos focos discretamente disimulados, y desde el suelo se alzaban dos pináceas de considerable envergadura rematando el encanto de aquel espacio ajardinado.
—Muy bien —dije satisfecho y relajado—, tercera cena en el plazo de unos pocos días. Esto es un privilegio.
—Quién sabe. Puedo pedir un flexo y someterte a un tercer grado del que no podrías escapar, aquí, a la luz de la gente que nos rodea.
—Ah, es verdad —recapacitó Javier—, ahora podemos tutearnos; los dos estamos fuera de servicio.
—Yo sí lo estoy, y dispuesta a pasar un buen rato. Tú, no sé. Como eres incapaz de abstenerte de meter las narices en mi caso… puede que pretendas que sigamos con el tema, en cuyo caso tendremos que volver al usted.
—No, por favor. Ahora que todo estaba saliendo tan bien.
—Entonces quedas advertido. ¿Por dónde empezamos?
—Pues… ¿por nuestras vidas, quizá?
—La mía es una pesadez y ya me la sé. Empecemos por la tuya.
—Oh, no, no me hagas eso. La mía sí que es una pesadez. Mejor vamos contigo: por las manos de una juez pasan vidas, dramas, injusticias, dolores, alegrías…
—Las mismas que por las de un periodista de investigación. Y no me seas cursi, por favor.
—Está bien. Soy soltero aunque he tenido mis relaciones, naturalmente. Mis padres son de clase media baja, regentaban una tienda de ultramarinos en Logroño, me enviaron a estudiar a Madrid creyendo que yo redimiría a la familia y no se les ocurrió que lo mismo podrían hacer mis dos hermanas y con más éxito. De hecho, mi hermana Blanca es una psicóloga muy cotizada. Las otras dos son, simplemente, casadas. Vida de provincias, ya sabes. Entonces yo, con ese buen ojo que Dios me ha dado para ver las oportunidades, en lugar de hacer una carrera decente, una carrera de sabiduría como Ingeniero de Caminos o Filosofía y Letras, me metí en la Facultad de Ciencias de la Información, que se había creado unos dos o tres años antes porque era lo fácil y parecía un título.
—Era un título universitario.
—Ya, bueno. Estaba en plan sarcástico —respondí—, el caso es que decepcioné a mi familia, que esperaba otra cosa en aquella época, y no tuve más remedio que ganarme la vida ejerciendo la cosa esa en la que me había titulado.
—Teniendo en cuenta que te ha dado de comer y alguna fama, no veo por qué tienes que despreciarlo.
—No, yo no desprecio la profesión, desprecio unos estudios que eran de risa; o lo eran los profesores, no sé. El caso es que, como soy de culo inquieto, derivé a esa cosa tan movida que se llama periodismo de investigación, que en mi caso, además, es cierto.
—Lo de investigación —comentó ella con cierto retintín. No me molestó.
—Exactamente —respondí—. Y ahora, tú. ¿Casada, soltera, divorciada, viuda…?
—O monja.
—No fastidies…
—Oye, ¿tú tienes sentido del humor?
—Tengo días y días.
—Pues elige bien el día para salir conmigo, por favor. En fin, a lo que íbamos. No has acertado: no soy ni casada, ni soltera, ni divorciada, ni viuda, ni monja: soy malcasada. Bueno, y divorciada también, pero eso es una consecuencia, no un estado.
—Estupendo.
—¿Ah, sí?
—Quiero decir, que muy bien, que estupendo para ti; vamos, que eres una persona libre y sin ataduras.
Mariana se echó a reír. Tenía una risa fresca y contagiosa.
—De mi matrimonio, olvídate porque no te voy a decir nada. De los años siguientes, tampoco porque fueron algo turbulentos…
—Qué interesante —comenté, esperanzado.
—… y entonces me hice juez y empecé en un pueblo pequeño no lejos de aquí que se llama San Pedro del Mar. Ahí comenzó mi relación con el crimen.
—Fascinante.
—Cínico.
Esta vez reímos los dos.
—Empecemos por los aperitivos —propuse al percibir la figura del jefe de sala junto a nosotros—. ¿Qué te apetece?
—Yo soy partidaria del dry Martini, pero no sé qué tal lo hacen aquí porque la otra vez le dimos al champán.
—Muy bien. Dry Martini para los dos. Si no lo hacen como le gusta a la señora tiene que prometerme que me dejará hacerlo a mí. En caso contrario, retiraremos el pedido —advertí.
—¿Y tú qué sabes cómo me gusta a mí?
—Te gusta perfecto, como a mí. Tú despreocúpate.
El jefe de sala se retiró con gesto de discreta complicidad después de dejar la carta de platos y la de vinos sobre la mesa.
—Entonces, estábamos hablando…
—De vocaciones jurídicas —cortó Mariana—. Y, a propósito, ¿qué clase de investigación es la que llevas tú a cabo?
—Política y económica.
—Las dos columnas vertebrales de la corrupción nacional —precisó Mariana.
—Tampoco los jueces salen muy bien parados con respecto a su presumible independencia —contraatacó Javier.
—Según de quién estés hablando, pero sí, no tengo inconveniente en aceptar que hay mucha injerencia externa. La verdad es que la política, en España, es muy pobre aún; lo único importante es ganar, no resolver ni comprender; hemos cogido el furgón de cola de la Historia y eso se paga.
—No se tomó Zamora en una hora.
—Más o menos. A mí me pone mala ver el espectáculo de un Parlamento en el que no hacen más que tirarse los trastos a la cabeza. Qué tiempos aquellos de la República en los que los parlamentarios sabían hablar, tenían ingenio, incluso sabían insultar con elegancia. Hoy no hay grandeza, no hay generosidad, no hay decencia, ni para ganar ni para aceptar la derrota. Y para colmo, todo lo que ahora se pierde en el Congreso se intenta ganarlo en los Tribunales. Como sigamos por ese camino, acabarán gobernando los jueces.
—Eh, que tú eres juez.
—Yo soy una juez de a pie. Y tal como van los de a caballo, tan contenta de serlo. A mí no me gustan los lobbys. Tendrías que ver cómo relucen las navajas por debajo de las mesas. Incluso aquí tenemos juego sucio y eso que es una ciudad chica… Claro que el tamaño es lo de menos, porque la miseria se esconde en todos los portales.
—Vaya, un espíritu fuerte. Eso me gusta.
—A mí, no. Es deprimente. Pero, en cambio, administrando justicia de provincias, soy estupenda.
—Estupenda, lo ratifico.
—¿Qué dices? Si tú no me has visto ejercer.
—Te veo y te sigo mirando, desde el principio.
—Eh, quieto ahí.
—Porque tú me lo pides.
—Por cierto. ¿Tú te has ido o te han echado de tu trabajo?
—Ni lo uno ni lo otro. Mi revista cerró justo antes del verano. Soy una víctima del mercado. Ahora pienso ir por libre, porque nadie va a ofrecer un contrato duradero a un tipo de mi edad.
—Malas perspectivas.
—Soy soltero, sólo me tengo a mí mismo y siempre he sabido buscarme la vida. Doy el tipo como freelancer. Es jodido porque, como nunca sabes lo que va a pasar mañana, aceptas todo lo que te ofrecen hoy y, al final, te cargas de trabajo hasta las cejas. Pero es una manera de vivir. A la vejez, viruelas. —Me estaba poniendo estupendo.
—O sea, que eres un aventurero.
—Exacto. Soy tu tipo.
—Ya quisieras. De momento, sólo un descarado. Por cierto, cómo te cambia el tuteo, ¿no? Ganas me dan de decirte que te vuelvas a dirigir a mí como «señoría».
—Demasiado tarde.
El jefe de sala regresó a tomar la comanda y nos pusimos a estudiar la carta apresuradamente. Mariana no permitió que yo eligiese el vino porque pagaba ella y cedí con pesar por pura galantería.
—Estábamos hablando de tu vida —volví a la carga, muy interesado.
—Mi vida no vale la pena. ¿No te aburre a ti estar siempre revolviendo en los cubos de basura de la vida nacional?
—No, se coge vicio. También te da sensación de poder, eso no se lo había dicho a nadie; poner contra la pared a alguno de los engreídos estafadores que pueblan este país es como un chute. No sé por qué, la verdad, mejor me iría siendo como ellos, pero, qué quieres que te diga: esto de conseguir colarte en sus guaridas y sacarlos de allí a rastras, a la luz pública, te pone la autoestima por las nubes. Y luego ya no puedes parar; es un vicio.
—El gran periodista es un vicioso.
—No soy grande, pero soy de los buenos.
—No como este dry Martini.
—Se han pasado con el vermut, pero es disculpable. Hay sitios donde le añaden unas gotas de angostura.
—Qué horror. ¿Tú eres de aceituna o de corteza de limón?
—Yo de corteza de limón.
—Lo suponía.
—Me gusta cenar contigo. Es lo mejor que me ha ocurrido desde que estoy aquí —dije en un ataque de entusiasmo.
—Atento a la línea de frontera. No me adules.
La conversación continuó a lo largo de dos horas, exactamente hasta que una discreta bajada de la luz de ambiente nos advirtió de que debíamos pedir la cuenta. Cuando salimos al exterior, la lluvia había cesado aunque el cielo se mantenía amenazante, pero como ambos íbamos provistos de paraguas decidimos caminar, primero hasta la orilla del río, después cruzar el puente e internarnos en el Paseo. Mariana se cogió de mi brazo y continuamos andando pausadamente. A la derecha quedaba la playa, casi cubierta por la marea. El olor de la lluvia y el olor del mar se encontraban unidos en la humedad ambiente como si el aire estuviera formado por una sutil capa de agua en forma de niebla. No se veía a nadie, si acaso alguna sombra apresurada al otro lado de la calzada, buscando el abrigo de los edificios, pero la temperatura, aunque algo fresca, era excelente. Había una pareja sentada en un banco alineado con los tamarindos. Eran dos turistas extranjeros de mediana edad con aspecto de ser felices. Al pasar junto a ellos, les sonreímos y el hombre dijo:
—Lovely night.
Y contestamos al unísono:
—Preciosa noche.
Y continuamos nuestro camino con la sensación de volver a ser los únicos paseantes de la noche.