Al fin, a última hora de la tarde, Mariana de Marco escapó del Juzgado camino de su casa con el tiempo justo para cambiarse y salir a cenar con Javier Goitia. Llovía de manera continua y tuvo que pedir un taxi. Apenas había gente en las calles. El cielo no exhibía intención de abrirse, más bien al contrario; su ceñuda uniformidad gris, oscurecida ahora por la retirada adelantada de la luz, prometía instalarse sobre la ciudad durante toda la noche.
Mariana amaba la lluvia. Todas sus amigas preferían, naturalmente, el sol y el buen tiempo, pero ella disfrutaba de la lluvia fina, de las brumas coronando las montañas o enredadas en las copas de los árboles del bosque, de la bellísima transparencia del aire tras la tormenta y la nitidez con que ese aire mostraba el paisaje lavado y tendido bajo el cielo alto, de las gotas de agua que el viento le enviaba a la cara en un día áspero, del dulce sonido del orbayo mullendo la hierba, de la mágica aparición del arcoíris. No es que desdeñase el sol sino que también amaba la lluvia, con la diferencia de que el exceso de sol se le hacía pesado y, en cambio, la continuidad de la lluvia no la cansaba nunca.
Se metió en la ducha con un gorro de baño, porque no iba a tener tiempo de secarse el pelo, y abrió el grifo. Había instalado una alcachofa gigante que le permitía disfrutar de una ancha cortina de agua cuyo amparo le producía no poca felicidad y se preguntó, mientras dejaba correr el agua por su cuerpo a entera satisfacción, si no tendría alma de sirena. De joven, en la piscina del club o en alguna de las casas de sus amigas, no soportaba la inacción de permanecer al sol más de un cuarto de hora. Sus amigas se tostaban cuidadosamente atentas a cada centímetro de piel aprovechable, pero ella se zambullía y regresaba y volvía a zambullirse ante la incomprensión o desesperación de las otras, que le auguraban un incierto futuro como seductora. Ahora, cuando había vuelto a ver a alguna de aquellas que ella denominaba defensivamente salamandras, no había podido por menos de consternarse al comprobar los estragos que tanto sol había acabado haciendo en sus pieles.
Solía quedarse bajo la ducha hasta que el vapor invadía por completo el cuarto de baño. Aparte de la hidratación, un tanto innecesaria viviendo cerca del mar, le encantaba porque era como instalarse en un escenario mágico y envolvente tras el que imaginaba todo un mundo de seres maravillosos que aparecerían como por ensalmo de entre el vapor, aunque lo único que llegó a ver corporizarse ante ella fue, como mucho, a alguno de sus amantes clamorosamente excitado, lo cual también tenía el encanto de verlo aparecer de repente, rasgando la neblina con su verga enhiesta. El sexo y el agua, siempre mucho mejor que el sexo y el sol, pensaba mientras se enjabonaba; era una cuestión de sensibilidad. Con el agua que caía y corría por su cuerpo se iban las preocupaciones del día, el cansancio, los nervios y las prisas. Además le esperaba una cena apetecible. Una cena de sábado era, por antonomasia, la cena sin límite de tiempo, la cena libre de preocupaciones, el cierre de una semana que, en este caso, había terminado con verdadera intensidad y fuera de horario, la noche acogedora. Desde que Julia se despidió de ella, había pasado prácticamente sola todas las noches de sábado. Cuando estaba Julia hacían siempre planes de sábado, bien ellas dos, bien con amigos; pero sin Julia y con el cansancio de la semana a la espalda era como si le faltase el impulso y prefería quedarse en casa, leyendo u oyendo música, pensando y soñando.
Esta noche tenía a Goitia y la verdad era que le gustaba la idea. La cita la había forzado ella, así de repente, tras una conversación en la que se reconocía haber estado más bien impertinente. La tensión de los dos últimos días, con el asesinato de Francisco Llorente de por medio, le había exigido un plus de actividad y preocupación que la abocó al estado de debilidad con el que se encontró nada más entrar en casa. Venía cansada y con prisa, ajustada de tiempo por la hora, pero ya bajo el agua de la ducha la relajación se fue expandiendo por su cuerpo, de adentro afuera, al amparo de la caricia del agua, y la promesa de una noche grata en compañía acabó por disolver todo cansancio.
Cerró el grifo de la ducha, se sacó el gorro de baño, tanteó entre la nube de vapor en busca de una toalla, se envolvió en ella y se dirigió al dormitorio. La temperatura del cuarto era agradable; cuando se desprendió de la toalla sintió un agradable frescor recorriéndole el cuerpo y decidió ir al salón en busca de su paquete de cigarrillos. Apenas fumaba, sólo después del trabajo, pero en ese momento le apeteció especialmente. Encendió el cigarrillo, permaneció allí, desnuda como estaba, invadida por una deliciosa sensación de libertad. Entonces fue a la cocina, se sirvió el sempiterno whisky con soda, regresó al salón, eligió un cedé, encendió el equipo de sonido y bebió un trago lento y largo. Javier Goitia podía esperar. El tórrido sonido del saxo de Ben Webster llenó la habitación. Mientras fumaba pensó si el voyeur del edificio de enfrente estaría acechando desde las sombras de su ventana y no le importó. No tenía prisa, era uno de esos momentos que hay que apurar despacio, con todos los sentidos puestos en el placer de estar viva.
Cuando regresó al dormitorio, no pudo evitar mirarse en el espejo de cuerpo entero situado en una de las esquinas, al que consultaba su atuendo cada vez que salía a la calle. Era un cómplice y ahora tampoco le falló: seguía estando satisfecho del físico de su dueña. A sus cuarenta y cinco años, Mariana aún no tenía por qué avergonzarse ni disimularse. Esta noche los temores, los atisbos de decadencia, incluso la nostalgia de otros tiempos juveniles, sólo mostraban su ausencia ante la rotunda presencia de una mujer dispuesta a hacerse valer por sí misma. Luego empezó a vestirse.
Mientras avanzaba con los pendientes en la mano, se asomó al balcón. Afuera seguía lloviendo, pero la temperatura era agradable, como si la lluvia se excusara por invadir la noche en que todo el mundo tenía la costumbre de salir a disfrutarla. Después de pensarlo unos instantes decidió llamar a un taxi. Estuvo considerando la posibilidad de coger la gabardina y, al final, eligió una rebeca que entonaba con el vestido de verano que llevaba puesto y prefirió arriesgarse con el paraguas. Goitia, pensó, tenía pinta de ser un caballero, algo desastrado, pero caballero, y llevaría el suyo; luego lo pensó mejor y, reconociéndose que no acababa de sentir la confianza suficiente en sus habilidades sociales, escogió por si acaso el plegable y lo metió en el bolso.
Cerró las ventanas previsoramente, apagó su segundo cigarrillo y llevó el cenicero y la copa vacía a la cocina, retiró la chaqueta que había soltado sobre el sofá al llegar, apagó el equipo de sonido, echó un vistazo general al salón para comprobar que estaba impecable y al escuchar el timbre del telefonillo del portal avisando de la llegada del taxi, apagó las luces y salió cerrando la puerta del piso con llave. Todas las preocupaciones del día se quedaron dentro.