La lluvia me pilló a unos metros de la plaza de El Parchís y me refugié en una cafetería que hace esquina con la calle que sale al Paseo. ¿Qué hace uno en una cafetería un día de lluvia? Tomar café y una bayonesa y escrutar más que leer el periódico local que está a disposición de los clientes.
Cuando agoté el papel impreso, recurrí a mi imaginación. Primero me dediqué a desnudar mentalmente a la juez, lo que resultó satisfactorio durante unos minutos y luego pasó a la categoría de pseudomasturbación penosa. Ésa no era manera de pensar en ella, no por pudor sino por cuestión de gusto. Luego empecé a pensar con quién se habría dedicado a ligar en La Bruja, o con qué pandilla concurría al antro. Me estaba poniendo morboso.
En realidad, estaba tratando de ocultarme mis fracasos como investigador. Lo que ocurre es que eso me humillaba ante ella. La verdad es que había elegido muy mal el terreno de confrontación: ella en esto era un as y yo un pardillo. ¿Quién es tan tonto de elegir el terreno del adversario para dirimir una protesta amorosa? Yo.
Todo por caballero, por ayudar a una extraña una noche de verano. Nunca ayudes a una extraña ni te comportes como un caballero; son dos cartas fatales de jugar en una misma jugada.
Pero en tal caso nunca habría conocido a la Juez De Marco.
Ésa era otra, porque habíamos quedado a cenar.
Entonces una voz interior me dijo: «Quizá no esté todo perdido, Javier Goitia. ¿Qué eres: un león o un ratón?».
Pues depende de la circunstancia, contestaría yo ahora.