Cuando Mariana de Marco regresó al Juzgado había una persona esperándola.

Era una mujer de mediana edad que manifestaba en su actitud la desenvoltura propia de quien está acostumbrada al trato social. Vestía con el gusto propio de la burguesía acomodada de G… y aguardaba tranquilamente en uno de los bancos de espera existentes en el pasillo donde se alineaban las salas de los Juzgados. La mujer miró a la juez con especial atención nada más aparecer ésta, pero no hizo ningún gesto de reconocimiento hasta que Pelayo Arenas, que se encontraba también en el pasillo, se acercó a Mariana con la inequívoca intención de introducirla a la juez. Entonces la mujer se puso en pie, se adelantó al secretario y se presentó ella misma.

—¿La Juez De Marco? Soy Piluca Monasterio, una amiga íntima de Concepción Ares.

Mariana de Marco la saludó con una cordialidad que no excluía la curiosidad y la invitó a pasar a su despacho.

—Usted dirá a qué debo esta agradable visita.

—Muchas gracias. Soy, era —rectificó— amiga de Concepción Ares. En realidad lo éramos desde la infancia, nos educamos en el mismo colegio y desde entonces nos hemos venido tratando con mucha frecuencia, íntimamente. He querido venir a hablar con usted porque la desgraciada muerte de Concepción, que me ha afectado enormemente y, como se puede imaginar usted, me tiene muy preocupada. Sé que se trata de un suicidio, aunque la familia ha mantenido una gran discreción sobre las circunstancias y no quisiera entrometerme en la investigación que usted está llevando a cabo, pero quería hacerle algunas preguntas y… también algún comentario que quizá pueda serle de utilidad. Mi información, no quiero alarmarla a usted, procede de Gonzalo Ares, que conocía muy bien mi relación con su hermana.

—Le agradezco mucho su confianza y me tiene a su disposición —dijo Mariana.

—Bien. Verá usted. Lo primero que tengo que decirle es que me parece completamente imposible que Concepción haya sido capaz de suicidarse…

—Perdone que la interrumpa —explicó Mariana—. Ante todo me gustaría saber cuánto conoce usted de este ingrato asunto.

—Oh, bueno, lo que me ha dicho Gonzalo: que al parecer saltó por el balcón de su casa…

—Disculpe. —Mariana volvió a interrumpirla—. ¿Sólo le ha dicho eso?

—¿Es que hay algo más? —En la voz de la mujer, la curiosidad despertó.

—Eh, sí… —Mariana titubeó unos segundos antes de decidirse a hablar—. Sí, la verdad es que sí. Pero —hizo un gesto de tranquilidad al advertir la inquietud en el rostro de su interlocutora— nada de lo que yo le diga a usted ahora puede salir de esta habitación.

—Por supuesto, por supuesto —afirmó la mujer reprimiendo un gesto de alarma; se había envarado repentinamente.

—Su amiga… Concepción, sufrió una agresión horas antes de su muerte. Fue atacada y violada por un conocido suyo.

—¡Dios mío! No puede ser cierto. ¿Por un conocido nuestro?

—Eso dicen los indicios que poseemos.

—Pero ¿quién? ¿Quién? —preguntó anhelosamente.

—Francisco Llorente.

Por un momento a la mujer se le desencajó la cara. Permaneció unos segundos con la boca abierta y un angustioso gesto de incredulidad, pero en seguida, haciendo un esfuerzo sobre sí misma y evidenciando una educación aprendida, recobró la compostura.

—Quizá no he debido decirle nada de esto, al menos tan bruscamente, le ruego que me disculpe.

—No, no, muchas gracias, ha hecho usted lo que debía. Espero que comprenda lo que significa para mí esta revelación que usted me hace y —vaciló, tratando de tomar aire— le aseguro que nada de esto saldrá de mi boca.

—Lo sé y se lo agradezco. La situación, no hace falta que se lo recalque, es muy delicada.

—Francisco Llorente —murmuró la mujer anonadada—. Pero ¿por qué? ¿Cómo?

—Eso quisiera saber yo. Quizá usted pueda ayudarme.

—La verdad es que yo venía con otra intención —confesó la mujer mientras se reponía de la tremenda impresión recibida—. Ahora todo cambia.

—No lo sé, dígame usted. ¿Qué es lo que venía a decirme?

—¿Puede ofrecerme un vaso de agua, por favor?

Mariana llamó a Pelayo Arenas, que la recibió con una mirada interrogante, y le transmitió el encargo con un gesto que venía a decir «ya te explicaré después».

—Lo que yo venía a decirle —por un momento, Mariana pensó que se echaría a llorar, pero consiguió contenerse— es que Concepción era una persona normal, tan normal como usted o como yo. Sé que le han debido decir que era una persona reservada, fría, que guardaba sus emociones para ella, que… en fin —hizo un esfuerzo—, que era escrupulosa con respecto al sexo… —lo dijo cerrando los ojos—, pero no es verdad. Para los demás era una mujer distante, para mí era la encarnación misma de la ternura y el cariño, una mujer generosa quebrantada por una familia egoísta y cruel. Ella nunca, ni siquiera conmigo, aceptó hablar de su familia, pero cuando hablaba de los demás, con la excepción de Gonzalo, era con un despego que se correspondía con el trato que le habían dado. Era una mujer maravillosa y una amiga excepcional y yo venía aquí porque estoy segura de que nadie hablará por ella si no lo hago yo.

Su voz se apagó y Mariana dejó pasar unos momentos para aliviar la carga de emoción que soportaba la mujer. Estaba conmovida sin saber exactamente por qué.

—Tengo entendido —empezó a decir Mariana con expresa cautela— que su matrimonio no era un consuelo.

—¿Consuelo? —comentó amargamente Piluca—. Si al menos hubiera sido un consuelo para ella la vida con ese calzonazos…

—¿Es usted soltera? —preguntó Mariana de pronto.

La mujer la miró con recelo.

—Sí, soy soltera. ¿Por qué?

—Oh, por nada, por nada. Mera curiosidad adicional. Estábamos con el calzonazos —dijo Mariana con una sonrisa cómplice— y me decía usted… o me decías tú, ¿qué te parece si nos tuteamos? Esto no es un interrogatorio formal.

—Yo encantada, muchas gracias. Pues sí, Tomás es más que un calzonazos; es un hombre débil, sin arrestos, pero de esa clase de débiles capaces de cualquier barbaridad si se les cruza un cable. No sé por qué Concepción se casaría con él. En aquel entonces nos veíamos menos y luego ni ella me dijo nada ni yo quise preguntarle porque sabía que no quería hablar de ello. Si hubiese querido lo habría hecho. Es increíble la vida que llevaba él, bueno, los dos, porque Concepción lo soportaba resignada.

—Sí, eso me llama la atención de ella, que lo soportaba todo, que no se rebelaba.

—¿Y qué iba a hacer? Con su matrimonio, que debió de verlo como una salida, pasó de Guatemala a Guatepeor. Lo de Tomás fue un pacto para poder hacer su vida en vez de recluirse en un piso de soltera dependiendo de la mensualidad de papá. Al menos hay que reconocer que Tomás cumplió su compromiso: él su vida y ella la suya.

—¿Y… pensaba seguir así toda su vida? —preguntó Mariana.

—Estaba a punto de tomar una decisión, no sé cuál; supongo que separarse, pero no me precisó nada. Lo sé por un día en que se le escapó el comentario.

—Pero tenía que haber algo más. No creo que se casara ya con la intención de vivir así. ¿Qué fue lo que sucedió entre ellos? Y pronto, al parecer, porque este modo de vida lo ha sido casi desde el principio.

—No sé. No desde el principio. Concepción estaba ilusionada al principio, lo tomaba como una especie de liberación; pero ella era muy reservada con su intimidad. Sin embargo, no tenía problemas de afectividad, ni con su… cuerpo ni con el trato a los demás… Era agradable y algo callada, sí, pero no conmigo, por ejemplo. Yo la quería mucho y ella a mí. Todavía me cuesta creer lo que ha sucedido. Yo quería aliviar su sufrimiento, porque sufría, sí, sufría; necesitaba compensar de algún modo su desdichada vida. Algo había en ella que se reservó siempre. También recuerdo otra vez en la que me dijo que hablaría el día en que no pudiese más, pero ya ve, en cambio se suicidó. Debía de estar al límite.

Ahora sí que habían asomado unas lágrimas a sus ojos. Mariana de Marco le tendió un pañuelo de papel mientras contemplaba conmovida a la única persona que la había amado. Esperó, desviando discretamente la vista, hasta que los sollozos menguaron y desaparecieron. Mariana tomó de la mano a la mujer a través de la mesa y se la apretó cariñosamente.

—Ha debido de ser muy doloroso para usted —dijo.

—Gracias. Muchas gracias por su comprensión. —Mariana soltó su mano y ella recobró su compostura inicial—. Son momentos muy difíciles para todos. También para los Llorente. Esa familia también lo debe de estar pasando muy mal, qué desgracia de hijo.

Mariana se mordió los labios.

La tormenta emocional había pasado. En el porte de Piluca Monasterio no se advertía huella alguna de lo anterior. La burguesía acomodada a la que pertenecía la había vuelto a su ser en ella. No era una mujer guapa, pero tenía encanto y personalidad. Mariana se preguntó por qué aparecía ahora, a las dos semanas, para tratar de ofrecer una imagen distinta de su amiga, qué era lo que la había retenido hasta entonces. Pero el momento de las confidencias había terminado. Tendría que esperar a otra ocasión.

La entrevista no duró mucho más. Varias ideas pugnaban por ordenarse en la mente de la juez. Algo, una lucecita, había asomado en la conversación.