Todo el día 24, aunque era sábado, fue un constante ir y venir de noticias, un trasiego de interrogatorios, conversaciones telefónicas entre G… y S… que depararon no pocas sorpresas a la Juez De Marco.

Antes de recibir a Javier Goitia se entrevistó con el hermano de Francisco Llorente. El viejo Llorente había acogido la noticia de la muerte de su hijo con dolor y se encontraba en cama bajo el efecto de sedantes por consejo del médico de familia. La madre, que era una mujer de gran entereza, y la única hija habían salido para S… a fin de hacerse cargo del cadáver. La intención era enterrarlo en la intimidad en el pueblo de donde procedían.

Rufino Llorente Jr., aunque desolado, mantenía una aparente serenidad de ánimo y ahora estaba dispuesto a hablar.

—Lo peor —confesó a la juez— es el modo en que ha muerto. Ésa es la verdadera razón por la que a mi padre le ha dado un amago de infarto. Mi padre, contra la opinión de mi madre, había dispuesto que mi hermano recibiera una asignación mensual a cargo de la empresa. Una asignación suficiente, pero que no le daba para vivir de manera muy holgada. Su actitud fue siempre la de que el dinero era para quien se lo ganaba y, desgraciadamente, como usted sabe, mi hermano no ha pegado un palo al agua en toda su vida. Al principio se le reían las gracias por su carácter alegre y contagioso, pero en cuanto mi padre vio que abandonaba los estudios sin acabar siquiera el bachillerato, lo puso a trabajar, no en la empresa sino en el puerto, para que tomara conciencia de lo que es ganarse la vida. Mi hermano resistió un mes y al cabo dijo que él no era un mozo de carga y que lo dejaba. Entonces tuvo que aguantar sin un duro, aunque mi madre le daba dinero por debajo, y yo mismo. Al final, mi padre lo dejó por imposible y dispuso que se le diera esa cantidad exigua, pero suficiente, hasta que reflexionara y decidiera integrarse en nuestra empresa, pero empezando desde abajo. Mi madre, que es una mujer inteligente, más que mi padre, ya le advirtió que si no le pasaba alguna cantidad de dinero, Paco acabaría por conseguirlo por otros medios. Y eso fue lo que sucedió. La noche, las malas compañías… lo tenía todo a favor para pringarse si no lo rescatábamos nosotros. Mi madre consiguió la asignación, pero ni fue suficiente ni llegaba a tiempo porque Paco había iniciado ya sus manejos.

—¿No hubo manera de integrarlo a la empresa, aunque fuera en apariencia? —preguntó la juez.

—En realidad, hubo una ocasión, hace un tiempo, en que las cosas pudieron tomar otra dirección. Fue cuando Paco pretendió a Concepción Ares.

—¿Cómo? —preguntó la juez.

—Mi padre lo veía con buenos ojos porque ella era una chica tranquila, demasiado tranquila en mi opinión, y un poco parada, inactiva, no sé cómo decirlo. Mi padre pensó que era el complemento ideal de Paco, la que podría soportarlo y, quizá, irlo metiendo en vereda; además era de una buena familia y le encantaba la idea de estrechar lazos. Mi madre, que apreciaba a Concepción, no lo veía tan claro. A ella le hubiera encantado la boda, sí, pero dudaba de la firmeza de carácter que tendría que mostrar Concepción para conseguir darle la vuelta a Paco. Yo, personalmente, creo que habría hecho de ella una desgraciada, aunque viendo cómo ha acabado…

Mariana de Marco aprovechó para incidir.

—Se da usted cuenta de que su hermano fue quien violó a Concepción Ares…

—Me doy tanta cuenta que me cuesta seguir hablando, señoría. Aún no me lo consigo explicar. Dejaron de salir por decisión de la propia Concepción y para mí que no llegaron a ninguna clase de relación… —titubeó— física, ya me entiende usted. Es más, a mi hermano, que unía a sus varios defectos el de ser presuntuoso, le sentó como un tiro que ella le dejara plantado y fue cuando me confesó, por enfado, que ella era una estrecha, de lo cual deduje que la decisión de Concepción tenía que ver con no querer llegar… al sexo. Pero luego se le pasó; se le pasó y se olvidó de ella. Quiero decirle con esto que veo imposible que, unos años más tarde, guardase tal cantidad de rencor como para hacerle lo que le hizo. Ahí es donde no me casa el suceso con mi hermano. Pero parece que fue así, ¿no?

—No hay prueba objetiva, porque el rastro de la violación se perdió, pero es más que evidente por los hechos.

Mientras hablaban Mariana de Marco pensaba en paralelo. Había algo extraño en Concepción Ares que tenía que ver con su sexualidad. La noticia que acababa de recibir, unida a la idea del matrimonio blanco o prácticamente blanco con Tomás Sánchez-Hevia, hablaba de una inestabilidad emocional seria y un posible rechazo al sexo que anidaba muy dentro de la mujer. Es verdad que en esa familia, los Ares, entre el padre, esa especie de patriarca y la ñoñería de Dorinda, la sublimación del sacerdocio encarnada en el otro hijo y el amor por la francachela de Gonzalito, Concepción, educada por las monjas en el temor al mundo, criara una confusión mental y vital de padre y muy señor mío.

—¿Se trataban su hermano y Tomás Sánchez-Hevia? —preguntó súbitamente la juez cortando la verborrea de Rufino.

—¿Eh? Ah, sí, se conocían, pero no se trataban. La verdad es que eran como la noche y el día.

—¿Le sentó mal a su hermano la boda de Concepción con Tomás? ¿Se sintió rechazado o disminuido de alguna manera?

—Se reía.

—¿Se reía?

—Sí. Decía algo así como: «Ahora se va a enterar ese capullo».

—Pero el capullo se las arregló bien. Quiero decir, y no le revelo nada que usted no sepa, que, fueran como fuesen sus relaciones conyugales, Tomás se las ingenió para montarse una red de favores sexuales constante y efectiva.

—No sé qué le pasaba a esa mujer, pero la verdad es que aguantar la actitud del marido es duro de tragar. Yo he llegado a pensar que, si por la razón que fuere ella no podía cumplirle, soportó la vejación como una consecuencia. O sea: que ella asumía su parte de culpa en la situación y la purgaba consintiendo.

Mariana de Marco observó apreciativamente a Rufino.

—Mala vida es ésa —comentó.

—Horrible, infernal —respondió Rufino—. Me da una pena tremenda y por eso mismo me angustia aún más saber que fue mi hermano quien la violó; pero sigo sin creer que fuera por despecho, no es posible guardar rencor tanto tiempo.

—Depende de quién se trate —interrumpió Mariana.

—Lo que yo le digo es que, hasta donde lo conocía, no casa con mi hermano.

—Una violación no es un delito genérico sino muy preciso. No es lo mismo atracar un banco, cualquier banco, por parte de un atracador, que violar a una mujer concreta y hacerlo alguien concreto que la conoce, pero que no es un violador; al menos, que sepamos.

—Mire, señoría, salvo que sea preciso, no quisiera seguir hablando de este asunto.

—Muy bien, veamos. Antes me ha parecido entender que temían por la suerte de su hermano si no se le pasaba un dinero periódicamente.

—Ah, sí, es verdad. Bueno, sin que le demos publicidad, por favor, lo que temíamos y lo que sucedió fue que… en fin, que por la falta de dinero o por la necesidad de más, mi hermano empezó a trapichear.

—Eso empieza a tener sentido. ¿Cuál era su campo de acción?

—¿Qué quién le pasaba la droga?

—No. A quién se la pasaba él.

—No lo sé a ciencia cierta. Supongo que en los locales que frecuentaba, a la gente que anduviera por allí.

—Seré más precisa: ¿se la pasaba a la gente bien de aquí, de G…?

—Nos lo tememos, pero no lo sabemos.

—Porque no creo que se instalase en una esquina a esperar compradores.

—No. No lo creo. Era un camello… un tanto especial. Eso es lo que temió mi madre, que al acabar buscando el dinero que le faltaba para llevar la vida que él quería, acabase traficando o embarcándose en deudas que le acabaran poniendo en peligro.

—¿Le vio usted aquella noche, la de la violación?

—No. No supe de él en todo el día, pero eso era frecuente.

—Por lo tanto, no sabe si aquella noche se había citado con su antigua novia.

—Me parece dudoso.

—Pero lo cierto es que se encontraron y lo significativo es que se encontraron en territorio de él, no de ella; ella no pasaría nunca por esa zona sola. Tendría que haber habido una cita previa.

—Oiga, le he pedido por favor que no hablemos más de esa historia. Me ataca los nervios, no puedo con ella.

—Disculpe.

Mariana no había dejado de mirar a los ojos a Rufino en ningún momento. En aquel instante, y a pesar de la apariencia de calma que el hombre se esforzaba en mostrar, ella veía en su rostro el reflejo de un alma atormentada.

—¿Quién cree usted que ha podido ser el causante de la muerte de su hermano? —preguntó Mariana tras una pausa.

A Rufino se le descolgó la cara.

—Yo me temo que haya sido un ajuste de cuentas —respondió ahogando un gemido.