Me sacó de la cama una llamada del secretario de la juez, quien me pidió que me personase en el Juzgado esa misma mañana para efectuar un interrogatorio. ¿Para qué diablos querría hablar otra vez conmigo por conducto oficial si me tenía a mano cuando quisiera? Yo le había dado expresamente mi número de teléfono móvil con la esperanzada intención de recibir una llamada suya y una cita y, de pronto, me encontraba con la cruda realidad de la distancia que nos separaba.
Contrariado, me levanté despacio, me dediqué a afeitarme con tanto esmero como ceremonia, me duché sin prisas, me lavé el pelo y, por fin, salí a la calle con mi mejor ropa, hecho un brazo de mar. El día anterior me había acercado a la plaza de El Parchís, donde Mariana me había dicho que había una tienda de ropa inglesa, a comprar la chaqueta de verano que ahora lucía y que falta me hacía porque la que traje, de entretiempo, me estaba matando de calor. No esperaba impresionarla, pero estaba seguro de que apreciaría el cambio de estilo.
Así, al cabo de un buen rato que consideré suficiente castigo, me dirigí a pie al edificio de los Juzgados, que se hallaba a considerable distancia. Era un paseo agradable, pues había que cruzar el puerto, llegar hasta la playa del Oeste caminando por el Paseo Nuevo y doblar hacia el edificio que buscaba.
Fuera por exceso de trabajo o porque donde las dan las toman, Pelayo Arenas me hizo esperar una buena hora hasta que accedió a darme paso franco al despacho de la juez.
Nada más entrar, me di cuenta de que había ocurrido algo. No sabría decir en qué lo noté, creo que en la actitud de ella, en el modo como me miró, en su gesto de preocupación… Me hizo sentar enfrente, me miró a los ojos con toda la intención de los preciosos ojos suyos, como si me fuera a caer encima algún reproche, y me soltó que Francisco Llorente había sido hallado muerto en S… de un tiro en la nuca.
Sentí un vacío en el estómago y una especie de pérdida del sentido momentánea semejante a la del equilibrio. Cuando me repuse, la juez me seguía mirando, esta vez como si fuera yo el responsable de haber ocultado el cuerpo hasta ese momento. Me estuvo acosando, porque yo no diría que aquello fue un simple interrogatorio, sobre Llorente, sobre mi estancia en S… y sobre los motivos que me habían empujado a seguirlo hasta allí. Yo creía que ya habíamos hablado de eso en una cena, pero se ve que no me debió de creer una sola palabra porque allí la tenía, enfrente, implacable, atractiva a rabiar, tanto que por un momento hube de contenerme para no ponerme en pie, salvar la distancia y la mesa que nos separaba y darle un beso en esa boca de labios tan provocativamente interrogadores.
No lo hice, pero debí hacerlo. Lo que pasa es que no es lo mismo la audacia del periodista sin miedo que la del enamorado dubitativo. Si lo hubiera hecho, estoy seguro de que me la habría llevado a la cama, pero esa seguridad la tengo ahora, a toro pasado, no entonces. No digo que no me hubiera sacudido una bofetada, que carácter le sobra, ni que no hubiera acabado arrestado por obstrucción a la Justicia, sólo digo que me la habría llevado a la cama después. Hay que reconocer, pese a todo, que habría hecho falta mucho valor para lanzarse así, a ciegas y nada menos que en su despacho durante un interrogatorio formal. En resumen: hay que fiarse más de las corazonadas, que en gente de mi edad suelen venir acompañadas de una buena dosis de memoria y experiencia, y menos de la corrección de las formas. Los correctos no mojan el pan en la salsa. En todo caso, allí estaba yo contestando como un cordero a todo lo que me preguntaba. Si hubiera tenido un ordenador a mano, habría escrito una minuciosa y documentada crónica de mi estancia en S… con suspense y todo. Volvimos a repasar mi aventura hasta el momento en que salí a la calle.
—En mi vida he corrido más. No paré hasta el hotel.
—Y allí le estaba esperando el inspector Alameda.
—Sí.
Entonces se produjo un silencio que se fue ampliando y ahondando hasta que acabé por sentirlo dentro de mí.
—¿Hay algún problema? ¿Le ha ocurrido algo al inspector Alameda?
—No —dijo ella, como sin darle importancia—. Me pregunto si usted se preguntó cómo es que el inspector Alameda estaba esperándole a la puerta de su hotel.
—Pues no, no me lo pregunté. Sólo me alegré de verle, no sabe cuánto —dije.
—¿Sabe que llevaba veinticuatro horas buscándole a usted?
—Eso me dijo. No sé por qué.
—Porque se lo pedí yo.
Lo sabía, pero me encantó oírselo decir.
—También me lo dijo. O sea, me dijo que usted le había encarecido que me buscase.
—Yo no encarecí nada. Le dije que lo buscase a usted porque no lo encontrábamos por ninguna parte.
—Pero usted no podía saber que yo estaba en S…
—Yo dispongo de muy buena información, señor Goitia, pero haré lo mismo que hacen ustedes: no revelaré mis fuentes. —La verdad es que no dejaba pasar una; pero yo insistí.
—Pues a lo mejor es importante conocer esa fuente porque puede ser la misma boca que haya dado el soplo del paradero de Llorente al asesino. Recuerde que no había manera de encontrarlo, es decir, que no estaba, como yo creí ingenuamente en un principio, haciendo su vida de crápula en las noches de S…
—Tiene usted razón y ya he tomado medidas al respecto.
—Así no voy a poder ayudar —dije con resentimiento y, he de reconocerlo, alguna insolencia.
—¿Le he pedido ayuda?
—La otra noche…
—No sé de qué noche me habla. Una juez no sale de noche estando en el ejercicio de sus funciones. Sería otra.
Me merecía el corte.
—Vuelvo a mi pregunta. ¿Qué pensó usted cuando vio a Alameda en la puerta del hotel?
—Le habría dado un abrazo, pero no me atreví. No pensé que le hubiera sucedido algo a Llorente si es eso lo que me pregunta. En cuanto me dijo que me buscaba por orden suya me tranquilicé. Pero ahora que lo dice, es cierto, tendría que haberme sorprendido, e incluso haberme puesto a la defensiva.
—Eso mismo pensaba yo. Lo que quiero preguntarle, en realidad, es si usted sintió alguna clase de preocupación por el paradero de Francisco Llorente o por el suyo propio, antes, naturalmente, de que lo secuestraran.
—Sí. Me pareció rara la ausencia de Llorente, o la dificultad de encontrarlo, había una especie de halo de misterio en todo ello, sí. Y también yo me sentí observado cuando estaba en el Riojano.
—Debía de ser alguno de los hombres de Alameda. ¿Recuerda a alguien a su lado, alguien que le llamara la atención, cuando estaba en la barra del mesón, tomando sus cubalibres, por ejemplo?
Pasé por alto la referencia a los cubalibres, pero eran raffs.
—No. La verdad es que no.
—Pues es una pena porque junto a usted tenía que estar el hombre que logró meterle la droga en el cubalibre y luego le siguió a la calle para golpearle, meterlo en un coche y llevarlo al lugar donde estuvo secuestrado.
Traté de hacer memoria, sin éxito.
—Está bien, sigamos. Sería conveniente que nos explicásemos por qué razón la tomaron con usted si en realidad iban por Llorente.
—No tengo la menor idea.
—Pero alguna razón debía de haber.
—Insisto: no tengo ni idea.
—Vamos a ver, señor casualidad. Usted descubre por casualidad al señor Llorente agrediendo a una mujer en una calleja próxima al bar de un amigo suyo. Lo acusa de violación y casualmente retira la denuncia y hacen las paces. Por casualidad se entera de que el hombre se ha ido a S… y por casualidad aparece usted en S… El señor Llorente es asesinado y usted, casualmente, es retenido por la fuerza en una especie de calabozo improvisado en un almacén de las instalaciones portuarias… Cuánta casualidad, ¿no?
La verdad es que su sarcasmo me hizo daño. Si llega a ser otro juez lo mando a la mierda y pago la multa con gusto.
—Sólo le diré una cosa y una sola vez: nunca jamás había visto al tal Llorente antes ni tenía conocimiento de su existencia sobre la tierra. Si está usted insinuando que estoy metido de alguna manera en este asunto lo único que puedo decirle es que se equivoca de medio a medio y que no será así como consiga dar con el asesino de Llorente y de Concepción Ares y…
Me interrumpió:
—Ah, ¿así que usted cree que Concepción Ares fue asesinada y que lo fue por el mismo que mató a Francisco Llorente?
Si lo de Concepción es un asesinato, no lo hizo el mismo que mató a Llorente, pero bien pudo hacerlo el que contrató al sicario del tiro en la nuca.
Mariana de Marco iba a replicar cuando se quedó con la palabra en la boca y lo miró con un gesto de extrema atención.
—¿Qué pasa, hay algo que yo no sé?
—Hay muchas cosas, señor Goitia, que usted no sabe, pero no razona nada mal. En fin, usted está fuera de este caso, efectivamente, y toda su relación con él parece que se acaba con la defensa de la señora Ares en aquel callejón; pero ha seguido rondando por él y ésa debe de ser la razón por la que lo secuestraron: para que no diese con Llorente antes que el asesino. Lo cual puede dar pie a pensar que aquí hay, además, una conspiración que excede la agresión y la muerte. Puede irse, pero deje de hacer el detective.
Esta mujer me desconcertaba.
—Muchas gracias, señoría —dije al retirarme. Me fui entre cabizbajo y ofendido. Pensé que no merecía semejante trato. Me iba sintiendo vejado mientras recorría el pasillo y llegaba hasta la puerta de la calle. No había casualidad alguna sino una búsqueda de la verdad, lo que yo había hecho siempre de mi trabajo. Había enfrentado a un violador y soportado un encierro por puro coraje personal y ahora me encontraba con aquellos humillantes comentarios. En la calle, me detuve sin saber hacia dónde dirigir mis pasos. Me daba igual ir a cualquier parte. Pensé que era el momento de volver a Madrid. De pronto, la juez apareció junto a mí, me tomó del brazo, me llevó aparte a un lado y me dijo en voz baja, con su característica media sonrisa irónica:
—Esta noche no estaré en el ejercicio de mis funciones. ¿Puedo invitarte a cenar yo?
Anonadado, le debí contestar que sí porque me citó en el mismo restaurante de la otra vez. Menuda sorpresa. Definitivamente, era la mujer más extravagante que pisaba este bendito mundo y yo me debatía entre dos opciones: besarla o matarla.