La compañía nocturna de Gonzalito Ares me costó dinero y una resaca de campeonato. Tengo que decir en su honor que intentó pagar todo; lo que pasa es que a mí eso no me va; al ricacho que dice que lo pongan todo en su cuenta yo no le dejo hacer el número porque no me gusta que nadie se luzca a mi costa. Así que, entre unas cosas y otras, mi cuenta, formada por el finiquito y unos modestos ahorros, continuó siendo mermada. Yo tendría que haber estado buscando trabajo, no digo fijo, pero sí de freelancer por lo menos, en vez de andar deambulando por G… como si fuera un millonario ocioso. La culpa la tenía la juez. El plan inicial era el de llevar una vida tranquila en G…, compartida a ratos con Manolo y su Yuko y estar de vuelta en Madrid en una semana, para empezar a mover la cosa laboral. Y aquí estaba yo, a 23 de julio, ante un agosto en el que no habría nada que hacer porque todo el mundo estaría de vacaciones, por causa de una mujer. Un tango, como aquel que dice.
A la hora de levantarme recordé que no tenía nada mejor que hacer y me volví a dormir. Desperté a eso de las doce, todavía medio atontado, para cumplir con el ritual del aseo y con un mal sabor de boca que ni el dentífrico logró borrar. Tampoco estaba para desayunos, así que después de vagar por la habitación y tratar de ver cualquier estupidez en la televisión para ayudarme a pasar el tiempo, a la una y media estaba sentado en la barra de El Espacio departiendo brumosamente con mis amigos.
—A ti lo que te tiene secuestrado es el alcohol, por lo que voy viendo —fue lo primero que me dijo Manolo.
—¿Tan mal aspecto tengo?
—Hombre, ante un aficionado a lo mejor dabas el pego del recién levantado con ojeras de sueño, pero a un profesional como yo, no se la das.
—Anda, pon un café doble y déjame respirar.
Le había tomado afecto a Gonzalito, pensé mientras revolvía el azúcar del café; detrás del tarambana había un tipo que parecía legal; juerguista y marrullero, pero legal a su manera. No como Paco Llorente. Gonzalito se entregaba a la noche, pero a la mañana siguiente estaba en su lugar de trabajo. Lo que durase en estas condiciones de vida era otra cuestión. Trabajaba duro y lo respetaban por eso. Era el único que me caía bien de toda la panda de señoritos.
Estos pensamientos iniciales, mezclados con algunas lagunas de memoria, derivaron en una figura a la que no había hecho mucho caso hasta ahora: Tomás Sánchez-Hevia, el marido, es decir, el viudo de Concepción Ares. Por lo visto nadie lo tomaba en cuenta a la hora de buscar culpables y, sin embargo, era de los mejores candidatos. El marido suele ser el asesino en un porcentaje alto de casos, por lo menos en la televisión y en las novelas. Es verdad que estaba fuera de G… el día de autos, pero ésa no era una coartada difícil de desmontar. ¿Con quién había estado fuera de G…? ¿Con la puta de turno? Anda que no es fácil ni nada comprar a una puta… Pero suponiendo que fuera una coartada irrebatible, daba igual. Se puede contratar a un sicario que haga el trabajo por ti. Alguien había contratado al tío que me secuestró en S… ¿no? Pues lo mismo. Te vas fuera, el sicario cumple, vuelves haciéndote el sorprendido-pero-no-tan-disgustado, porque para eso vivías una situación matrimonial un tanto especial y a disfrutar de una vida sin fingimientos. Aunque ese tío seguirá fingiendo hasta el fin de sus días, de eso no me cabe duda. Uno es como es para todo.
—No está mal pensado —dijo Manolo.
—Pues yo creo que lo tienen medio descartado, macho, no se entiende bien.
—Hombre, si esa juez es tan extraordinaria como tú dices, a lo mejor lo tiene muy en cuenta aunque no te haya dicho nada a ti. Y, además, ¿por qué iba a tener que contártelo?
—También es verdad.
Manolo era un tipo tan realista que tenía la virtud de chafar todas tus esperanzas. No sé por qué a los agoreros se los llama realistas.
—Oye, chico, tú no le hagas caso a éste, que hasta pena me da oírlo hablar así. Tú defiende a tu amor.
—Yo llamo a las cosas por su nombre —protestó Manolo muy digno.
Yuko hizo un gesto de simpatía hacia mí a espaldas de su novio que me reconfortó.
—Yo creo que el marido —dije— es el que más tiene que ganar con la muerte de su mujer. Le deja el campo libre y un buen dinero, supongo. En todos los asesinatos hay un móvil y éste es un señor móvil.
—¿Asesinato? —preguntó Manolo sobresaltado. Ya había vuelto a meter la pata.
—A ver, Manolo, tú no has oído lo que acabo de decir, ¿vale?
—¿Asesinato? —volvió a decir Manolo.
—¿Es que no oíste a tu amigo? —dijo Yuko—. ¿Por qué no sales a gritarlo a la calle?
—Manolo, yo te lo cuento. Cabe la posibilidad de que la violación de la mujer y el suicidio no sea una casualidad sino dos hechos unidos por una misma intención.
—No jodas.
—Mira, ya te lo explicaré en otro momento. Ahora lo importante es que te metas en la mollera la idea de que no se puede hablar de esto con nadie, ¿me entiendes?
—¿Contigo tampoco?
—Manolo —le dije—, vaya días que llevas. Yo estaré espeso, pero tú deberías meterte en la cama con un par de alka-seltzer. ¿Se puede saber qué hiciste anoche?
—Ay, mi amor, que anoche formamos un tremendo parrandón —se oyó la voz de Yuko desde la cocina.
—Ya me parecía a mí.
En aquel momento entraron dos paisanos al bar y Manolo se fue a atenderlos mientras yo me acodaba en una esquina de la barra con mi café doble. La verdad es que cada vez que pensaba en el asesinato, me había acostumbrado a considerarlo como la mejor posibilidad, pero la incomprensión de Manolo me devolvía a un hecho incuestionable: que la relación entre violación y suicidio era un disparate. Nadie daba un duro por ella, salvo la juez, que era una intuitiva.
—Pero vamos a ver —dijo Manolo después de servir las consumiciones y venirse hasta donde yo estaba recogido—, el violador estaba contigo en la comisaría. ¿Cómo iba a tirar a la mujer por la ventana?
—No, no. Si alguien la mató fue otro, un desconocido.
—Eso no puede ser.
—¿Por qué? Puede ser una maldita coincidencia, una mala suerte monstruosa —repliqué.
—Que no. Que estás ciego. O la mujer se quedó tan traumatizada que no lo pudo soportar o el desconocido que tú dices es alguien conchabado con el violador. Es evidente, macho, es de cajón.
Era tan evidente que volví a creer en el poder intuitivo de la juez. Así tenía que ser. Por eso la juez estaba tan interesada en localizar a Llorente. Por eso Llorente había desaparecido de escena. Ahora sólo faltaba encontrar al socio de Llorente. Y yo tenía un candidato. El móvil es el móvil.