A la mañana siguiente, Mariana se personó en su despacho a la hora habitual con todo el aspecto de haber dormido poco. Pelayo Arenas la recibió del mejor humor.

—Buenos días. Hoy parece que ha tenido usted una noche agitada.

—Mezclada, no agitada —respondió ella—. Se me acabó el whisky en lo mejor del insomnio. No combina nada bien con la ginebra.

—¿Sabe usted que hay un sistema de mensajeros que le llevan a su domicilio cualquier cosa a cualquier hora del día y de la noche, desde una botella de whisky hasta un sobre de aspirina efervescente?

—Pues no, no lo sabía. ¿Qué tenemos hoy?

La mañana fue transcurriendo pesadamente, con la misma lentitud con que lo hacía su cerebro, pero Mariana de Marco, que era pundonorosa al extremo, consiguió cumplir con el trabajo pendiente y al final de la mañana había recuperado su habitual velocidad de pensamiento. Sólo entonces se animó a proponer a su secretario de juzgado salir a tomar un tentempié.

—¿Se acuerda usted del caso Fernández Valle? —comentó Arenas—. ¿El de la mujer asesinada por medio de una información falseada en internet? Ella era también una mujer rara, apocada, entristecida, lo mismo que Concepción Ares. La pobre había llevado una vida de infierno. Y encima con la preocupación por la niña.

—Sí, qué horror y qué monstruo el otro. Anoche me acordé de ella, de su tía Ana. Afortunadamente, a la niña se la quedaron en acogida mi amiga Carmen, la secretaria de mi juzgado en San Pedro del Mar, y su marido, Teodoro. Una pareja estupenda. No la querían ni sus abuelos ni su tía Ana Piles, que era una chica maja, pero muy tocada por la relación con sus padres.

—La familia… —suspiró Pelayo Arenas.

—¿Usted también tuvo problemas?

—¿Quién, yo? Qué va. Todo lo contrario. Yo tuve una infancia feliz y me llevo estupendamente con mis padres y mis hermanos. Nos reunimos incluso con tíos y primos un par de veces al año, una en Navidad y…

—Es usted un tipo repugnante, ¿se lo había dicho?

—Varias veces.

Mariana de Marco empezó a reír tontamente y le contagió su risa a Pelayo. Los dos se despacharon a gusto mientras atraían las miradas de la clientela apalancada en la barra. Reían, se detenían y volvían a reír. Un desahogo tonificante. Después, volvieron a la seriedad.

—Seguimos sin el nexo que une la violación con el suicidio —dijo por fin Mariana—. A lo peor es que no existe y nos estamos emperrando en ello, pero acabar dejando en manos de la casualidad, de la mala suerte, este suceso, me parece una claudicación. No puede haber sido así, sin embargo, es lo único que tenemos y Andrade tiene toda la razón cuando me pide que cerremos el caso sin más dilación.

—Usted no lo va a hacer, la conozco —dijo Arenas.

—Yo no quiero hacerlo, que no es lo mismo. Voy a tener que rendirme, Pelayo. Si no surge nada nuevo en veinticuatro horas más, accederé a la petición del fiscal y cerraré la instrucción; a disgusto, pero la cerraré. No puedo hacer más. Tengo una horrible sensación de fracaso.

—Bueno, nos quedan veinticuatro horas —insistió el secretario—. Yo no las desaprovecharía.

—Será que todavía tengo resaca, pero no me apetece darle más vueltas al asunto.

—Usted no se va a rendir hasta el último minuto, la conozco bien. Pidamos ayuda.

—¿A quién?

—Su inspector Alameda aún no se ha puesto en contacto con usted, ¿no es verdad?

—Porque no tendrá nada que decir.

—No perdamos la esperanza. Y Goitia, el periodista. Parece un tío listo. Se le podía dar una oportunidad.

—Se otorgó una y lo secuestraron, ¿qué le parece su tío listo?

—Que lo secuestraron. Eso quiere decir que hay más meollo del que parecía a primera vista.

—Ahí le doy la razón. Quintero opina, con Alameda, que lo hicieron para quitarlo de en medio. ¿Para qué quitarlo de en medio? Ésa es nuestra única razón para pensar que hay algo más de lo que aparece a primera vista. Pero ¿qué es? ¿Algo que él no nos quiere contar? No lo creo. ¿Algo que tenga que ver con su intervención el día de la agresión?

—¿Lo ve? Ya estamos en marcha. Hay que hablar de nuevo con Alameda. Quizá no haya comprendido la importancia que tiene su investigación para nosotros.

Mariana de Marco se quedó de pronto abstraída y Pelayo Arenas respetó su silencio. Conocía esos silencios.

Al cabo de unos minutos, la oyó decir:

—El caso es que, a propósito de lo que acaba de decir, estoy pensando si…

Ahí se cortó la frase, porque la juez se levantó de la silla, recogió su bolso sin preocuparse de ordenar más que por encima los papeles que tenía diseminados sobre la mesa, cosa inhabitual que provocó la atención del secretario, y escapó del despacho.

—Tengo que hacer una consulta —dijo por toda despedida mientras salía por la puerta.

«¿Veinticuatro horas?», pensó Arenas, sonriendo para sí mismo.