Mariana de Marco salió del cuarto de baño y se dirigió al dormitorio. Buscó bajo la almohada la ropa de dormir, una breve camisola de seda con calzones cortos a juego, se vistió y regresó al baño para recuperar su vaso de whisky ya mediado. No tenía ni pizca de sueño. Salió al balcón para disfrutar de la temperatura y se quedó un rato observando la calle desierta iluminada por la luz de las farolas. Sentía en su cuerpo el frescor que llegaba del mar. Cuando volvió a entrar, dejó las hojas del ventanal del balcón abiertas. La música había cesado en algún momento durante el baño. Se detuvo ante la torre de cedés, primero en pie, luego doblando las rodillas y al fin eligió uno de ellos. Retiró el disco de Schubert, introdujo el nuevo y mientras guardaba el primero en su estuche empezaron a fluir las notas iniciales de Stormy weather en la voz de Sara Vaughan.
Regresó al balcón. La noche estaba sumida en el silencio. Las ventanas del edificio de enfrente estaban a oscuras. Todo el mundo dormía. Miró a la calle. Un viandante caminaba apresuradamente y podía escuchar con claridad el sonido de sus pasos sobre la acera. Pensó en Concepción Ares, sintió un ligero atisbo de vértigo y un rechazo inmediato. Concepción tenía que haber estado muy desesperada para lanzarse al vacío. Con las manos apoyadas en la barandilla de forja y ésta apoyada en su vientre pensó en lo fácil que resultaría a una persona fornida cogerla por las piernas y echarla afuera. Apenas unos segundos. Se inclinó peligrosamente hacia fuera, como si quisiera llamar al peligro y se mantuvo con medio cuerpo asomado durante unos momentos antes de retroceder. Era tan fácil caer… Tan tentador probarlo… Volvió a asomarse aferrándose con las manos al revés, de fuera a dentro, con los brazos tensos y el cuerpo doblado sobre la barandilla y volvió a retroceder. Nadie la vería si se dejaba caer.
En el colegio de verano estuvo a punto de hacerlo. Su padre la había enviado como castigo el mes de agosto mientras el resto de la familia se iba de vacaciones; un lugar donde se aparcaba por un par de meses a repetidores desahuciados y rebeldes sin causa. Tenía catorce años. Al verse allí abandonada y sola pensó que el mundo que conocía se cerraba definitivamente a sus espaldas. Pensó en su hermano, que la despidió con cara seria por una vez, en su madre apenada sin poder esconder las lágrimas, en su padre exigiendo que nadie tuviera contemplaciones con su destino. Recordó el viaje en coche con su padre, solos los dos, hasta aquel lugar en medio de la nada, el ingreso, la imagen de la fachada lisa de ladrillo y ventanas rectangulares del edificio que le recordaba una prisión que había visto en una película de la televisión, la de la celadora que se hizo cargo de ella mientras su padre pasaba a departir con la directora. Él se despidió de ella con un gesto forzado de cariño y no volvió la cara cuando se alejaba por el pasillo con la monja, no quería verla, la soltaba allí y se deshacía de ella, la mala, la rebelde, como de una carga. El verano lo pasó en convivencia con toda aquella caterva de infelices y malvadas y aprendió a defenderse de la adversidad, a endurecer sus debilidades y a compartir la rabia, la opresión y la injusticia. En septiembre volvió al seno de la familia y al colegio de siempre con cicatrices en sus sentimientos. Mucho peor le había ido a Ana Piles, la tía de la pequeña Cecilia, la hija de Covadonga muerta de forma ignominiosa, una historia de horror que aún se recordaba en G…[5]. Ana soportó un internado hasta el final, con todas sus consecuencias, y después se largó a hacer su vida. Lo cierto es que, de algún modo, la relación familiar era semejante a la suya, salvadas las distancias. Alguna noche de aquel verano, cuando todas dormían, se quedó en vela, asomada a la ventana, pensando en saltar para acabar con su miedo y con su soledad. Abajo había un patio con algunas plantas dispersas y pensó en el horror de la familia si moría allí, estrellada en el suelo de tierra, justo castigo por haberla abandonado; le atraía el vacío, como le atrajo la vida loca tras el divorcio y la práctica expulsión del bufete, vida que pudo haberla arrastrado a la autodisolución, como le atraía el toque maligno o simplemente chulesco de los hombres con los que había compartido su cama, aunque en este caso sabía bien que era su manera de huir de una relación más estrecha y duradera… Esa extraña atracción por el lado maligno, en ella, abogado penalista primero y juez después, siempre del lado de la Justicia, lo vivía de una manera tan contradictoria como excitante. Más de una vez había pensado que su oficio estaba unido a la atracción por el lado oscuro. ¿Quizá empezó a sentir así desde que se encabalgó en el alféizar de la ventana del internado un día de invierno hasta ahora mismo, asomada de medio cuerpo afuera, bajo el efecto de un vértigo acalorado? Entonces, la sensación de calor en medio del frescor marino de la noche la despegó de la barandilla. Pero no había lado oscuro, ni maligno. También entonces, ahora lo veía, era el peligro lo que realmente la atraía. La diferencia era que al fin sabía que era el peligro y no la oscuridad del alma.
Al alzarse para volver adentro, levantó la cabeza y descubrió a una figura observándola desde una ventana del edificio de enfrente que, al verse sorprendida, se echó a un lado de inmediato. Mariana, vestida con su breve ropa se dio la vuelta, lentamente, sabiendo que la otra figura espiaría en la sombra, y entró en el salón.
Seguía sin sueño. Se sentó en la butaca contigua al sofá y encendió un cigarrillo. El internado la enseñó a resistir. Muchas veces se preguntó si el fondo de su interés por el Derecho Penal, al que dedicó años como abogada, no sería una especie de terapia para compensar su lado negativo. Tan ordenada como era, sentía una atracción irresistible por el desorden. Pero también estar del lado de la Ley podía ser una forma indirecta e incluso perversa de estar en contacto con el lado oscuro. Lo de encabalgarse sobre el alféizar, con una pierna dentro y otra fuera se le ocurrió cuando llegaba el invierno, una noche fría, la ventana abierta ante la oscuridad del campo yermo que se extendía desde la valla que cercaba el edificio por su fachada trasera, iluminada tan sólo por la luz de las estrellas. Lo repitió un par de veces, hasta que el frío pudo con ella, un frío tan intenso que, en general, le impedía bajarse siquiera de la cama.
Por otra parte, la vida sexual libre le resultaba satisfactoria; quizá no fuera la vida soñada, de hecho no lo era, pero en general le resultaba satisfactoria. Las cosas, las relaciones, los hombres… dan de sí lo que dan de sí y si una las acepta tal como son suelen terminar con el menor daño posible. Sólo su mala cabeza le había jugado alguna mala pasada, pero quién está libre de tropiezos. Con cuarenta y cinco años y a pesar de estar ahora en el dique seco por propia decisión temporal, se encontraba en un momento de madurez personal y sexual óptima.
Antes de encender un nuevo cigarrillo se puso en pie, tomó el vaso donde se aguaba lo que quedaba de whisky y se dirigió a la cocina a preparar uno nuevo con hielo y soda, como tenía por costumbre, pero no quedaba whisky y decidió pasarse a la ginebra. De vuelta al sofá, echó una mirada al exterior por saber si aún permanecía en su puesto el mirón, pero no pudo distinguirlo entre las sombras del edificio. Las estrellas seguían luciendo como una alegre multitud de chicas divertidas brillando de excitación. Mariana regresó al interior del salón, encendió su cigarrillo y volvió a tomar asiento, esta vez tendiéndose en el sofá. Así pensaba esperar al sueño, que no tenía trazas de venir. A la mañana siguiente lo resentiría, pero no podía hacer nada excepto esperar y pensar. Ni la música ni la lectura le apetecían en estos momentos. Lo único que hubiera deseado es bajar a la playa, caminar por la orilla, despojarse de la ropa, entrar en el mar y, cuando se cansara, tenderse en la arena bajo las estrellas, como una nereida.