Después de dejar a la juez en el taxi, Javier Goitia decidió volver caminando a su hotel. Era una buena caminata porque tenía que cruzar el puente sobre el río Viejo, recorrer todo a lo largo el Paseo Marítimo, entrar en el casco antiguo y llegar hasta la Plaza Mayor, pero la temperatura era excelente, la brisa del mar le motivaba y la noche era joven, de modo que echó a andar a buen paso.

Javier Goitia nunca llegó a casarse, pero había convivido con una mujer en régimen de matrimonio en una etapa muy distinta de su vida y tenía claro que nunca se casaría. No guardaba mal recuerdo, sobre todo ahora a la distancia, pero se había sentido atrapado poco a poco y ésa y no otra fue la causa de las rupturas. Por lo que fuera, seguía estando soltero y siendo alternativamente feliz e infeliz, un caso bien común.

Metido en sus pensamientos había llegado al otro extremo del Paseo casi sin darse cuenta y allí se detuvo. Entonces vio a su izquierda, al otro lado el ensanchamiento que dividía el camino, las luces exteriores de La Bruja. Primero se quedó allí plantado, dudando y sin saber qué es lo que le hacía dudar; luego se prometió que una copa no le haría mal y además estaba muy cerca de su hotel; y, por último, encontró la razón definitiva para el paso que ya pretendía dar cuando vio aparecer por una esquina de la calle a Gonzalito Ares que, sin duda, se dirigía al mismo local.

Entró tras él al local y lo alcanzó en la barra.

Gonzalito era un tipo simpático y acogedor y más si llevaba alguna copa encima. Su habilidad para compaginar trabajo y juerga le había dado justa fama en la ciudad y podía decirse que era el polo opuesto a Francisco Llorente, que tenía tan mal vino como carácter y no daba un palo al agua. A Goitia le cayó bien desde el principio por esa simple conexión masculina más o menos parecida a la camaradería que existe en todo noctámbulo de buena pasta, de manera que entablaron conversación y compartieron copa con la mayor naturalidad del mundo. Así se habían conocido y así se reconocieron.

Poco a poco, suavemente, fue llevando la conversación al terreno que le interesaba pisar.

—Ay esa hermana que tengo —exclamó Gonzalito de pronto, para rectificar en seguida— o que tenía. Mira que le dije veces que olvidase a Tomás, al que no quería ni por el forro, pero ella erre que erre, decidida a casarse. Era uno de esos casos de libro. Y con la de pretendientes que ha tenido.

—Era un partido muy tentador, supongo —aventuré.

—Varios de ellos eran gente de posición y de dinero, no venían buscando el braguetazo. No, lo que pasa es que Concheta, así es como la llamaba yo, Concheta, era una triste y no me preguntes por qué. Éramos dos hermanos muy diferentes, como se ve; a mí me gustaba la vida y a ella parecía que la espantaba. Ella era más bien del lado de mi madre y mi hermano cura, pero sin hechicerías. Claro que mi hermano es la hipocresía personificada, ya me entiendes, todo el día predicando el bien y deseando el mal, los curas son fantásticos para eso, siempre dedicados a salvar tu alma porque deben pensar que ellos ya tienen la suya amortizada. Con lo cual te hacen la vida imposible diciéndote a todas horas lo que tienes que hacer y lo que tienes que dejar de hacer.

Le dejé desahogarse.

—Sí, a mí tampoco me caen bien —dije por mi cuenta—. Bueno, excepto aquellos que se dedican sólo a consolar a la gente, que al menos no te cobran como los psiquiatras —dije yo.

—¡Ése es el punto! —Gonzalito rió alegremente—. Ahora que no nos oye nadie —añadió bajando la voz— y aunque yo soy tan de derechas como mi padre, pienso que muchos se buscaron que les quemaran las iglesias en 1939. Yo es que no aguanto la hipocresía de los que se dicen buenos cristianos y luego se la menean por debajo de la sotana.

—Pues de eso hay mucho.

—Y que lo digas. ¿Tomamos otra?

Tras servirnos la segunda, decidí entrar en faena. Gonzalito estaba dicharachero y confianzudo, encantado de pegar la hebra conmigo, libre de toda suspicacia. En el interrogatorio al que me sometió la juez el día en que nos sacaron de comisaría para llevarnos al Juzgado, cuando le mencioné la presión sufrida para retirar la denuncia a Francisco Llorente, no llegué a hablarle de la aparición del abogado que me estuvo apretando las clavijas. En realidad, la primera vez que le hablé de Somoano fue a mi vuelta de S… después del secuestro. Pero en la cena, no recuerdo cómo, salió a relucir el tal Somoano y fue ella la que me dijo que era el abogado de la familia Ares, o al menos trabajaba con ellos con cierta asiduidad. La pregunta era: ¿qué pintaba allí este tipo? ¿Le había llamado el propio Francisco? Y lo más llamativo es que Somoano vino a mí en directo a «aconsejarme» en el bar de Manolo y luego desapareció. Después no apareció por el Juzgado, no hacía falta. La juez no llegó a verlo porque nunca se presentó como abogado del agresor. Lo que no me pregunté entonces es cómo se había enterado tan aprisa del incidente entre Llorente y yo. Lo llamó Llorente, claro está.

—Oye —le dije—, ¿sabes si Paco Llorente tenía tratos con el abogado Somoano, que creo que trabaja para vosotros?

Por un momento creí advertir un punto de suspicacia en sus ojos, pero en seguida se relajó.

—También me lo preguntó un poli. No tengo la menor idea. Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas tú?

—Pues verás, porque cuando ocurrió lo de la agresión a tu hermana, en la que ya sabes que yo intervine —maticé, para avivarle la memoria—, ese tal Somoano estuvo hablando conmigo y tratando de convencerme de que no merecía la pena armar un escándalo por algo que no estaba claro y que podía perjudicar la reputación…

—Menudo cabronazo —soltó Gonzalito—. No me extrañaría nada que Paco Llorente hubiese contratado a Somoano, porque es un tipo muy poco recomendable. Ése hace lo que le mandes mientras lo pagues bien. Mi padre lo ha utilizado porque —bajó la voz de nuevo— ahora que no nos oye nadie te diré que es otro cabronazo de mucho cuidado, pero, claro, es mi padre, ¿me comprendes? Mi padre es mi padre y Somoano un judas. No me fiaría de él para nada. ¿Y dices que lo contrató Llorente?

—Eso parece.

—Entonces seguro que violó a mi hermana. A Somoano sólo lo llamas cuando nadie más te puede sacar el pie del cepo.

—Yo pienso lo mismo. Quiero decir: de Llorente. El otro no me cae nada bien, pero no lo conozco.

—¿Y el cabrón de Paco? ¿Qué pasa? ¿Que estaba mamado?

—Vaya uno a saber. Desde luego estaba bajo los efectos de algo porque tardó en pasársele el atontamiento. Es más, yo diría que estaba muy atribulado y confuso a la vez. Mira, no sé, no sé qué es lo que empuja a alguien como él, en su situación y con su posición, a hacer algo semejante.

—¿Cómo que no lo sabes? ¡Que es un desgraciado, un mierda, un enfermo! No me extraña que lo hayan mandado fuera. Lo que no debe saber mi padre es que Somoano intervino en su favor y no sé si le va a gustar mucho saberlo.

—Pero tú se lo vas a decir.

Gonzalito me miró como si descubriera en mí a un tipo insospechadamente perspicaz.

Conocía esa mirada porque la había recibido más de una vez; de hecho, cada vez que la reconocía me preguntaba con cierta inquietud si no daba de primeras la impresión de ser medio tonto.

—Y te voy a preguntar otra cosa, ahora que estamos en confianza. ¿Cómo es que daba la impresión, visto desde fuera, de que no os afectaba demasiado la muerte de tu hermana?

Gonzalito miró su vaso, lo apuró de un trago y pidió otra ronda. Luego chasqueó los labios y, con la copa en la mano, me miró de frente.

—Tienes razón —confesó—, pero yo sí que lo sentí de veras. Lo que pasa es que Concheta era muy suya. Yo era el que más la veía, pero sí, de tarde en tarde a pesar de todo, lo mismo que mi padre. No entendía a mi hermana. Estaba siempre tan apagada…

Había verdadero pesar en su voz. Era la primera vez que lo veía asomar en alguien de la familia.

—Lo siento. Yo… llegué tarde para evitarlo. Quizá tendría que haberme ocupado de tu hermana en vez de sacudir al otro, pero nunca sospeché que fuera a escapar como escapó.

—Y luego, esa cosa horrible del suicidio —murmuró él.

—Si es que fue un suicidio —dije yo imprudentemente.

Gonzalito alzó la cabeza, alerta. A pesar de las copas seguía estando lúcido.

—¿Qué es lo que insinúas?

—Nada. Perdona. Ha sido un comentario sin sentido. Es que es una historia tan dura…

—No, no, no. Tú lo has dicho por algo, así que suelta lo que sepas.

—Te juro que lo he dicho por decir.

—Las cosas no se dicen por decir. Se dicen o no se dicen, salvo que seas tonto del culo y no me parece tu caso. Tú ocultas algo. Tú estás tratando de sonsacarme.

En esta última frase advertí un principio de violencia. En ese momento quise que me tragara la tierra. ¿Cómo era posible que un tipo tan curtido como yo metiera la pata de semejante manera? ¿El alcohol?

—Te juro que lo he dicho por decir, por gilipollas. Oye: no te enceles. Ha sido una frase estúpida. Solamente eso. Créeme. ¿Qué voy a querer sonsacarte? ¿Yo?

Me miró con la duda pintada en los ojos, vacilando entre la desconfianza y el deseo de saber. Afortunadamente, la cabeza le funcionaba, sí, pero con alguna bruma. Por un momento me pareció que la mitad de lo que ocupaba sus pensamientos se desvanecía.

—¿Paco estaba contigo en la comisaría o lo habían soltado? —preguntó por fin, ansiosamente.

Al oír esto último, respiré. Vi por dónde iba, qué alivio. La desviación que había tomado el curso de su pensamiento alejaba el peligro de una vendetta entre familias eminentes conmigo en medio y una juez decidida a condenarme al ostracismo por bocazas.

—Claro que estaba conmigo. Olvida lo que he dicho.

Le eché el brazo al hombro y, copa a copa, volvimos a la normalidad.