No voy a aplicarme aquello de que la fortuna ayuda a los audaces, pero lo cierto es que a mí sí que me ha ayudado, aunque no precisamente en el amor, donde los empujones son más bien contraproducentes. En el ejercicio de mi profesión sí que me ha dado muy buenos resultados aunque ahora no debo estar en racha a juzgar por la vida desabrochada que llevo; en lo que se refiere al éxito con las mujeres, también; pero en lo referente al amor, como digo, la fortuna me ha dejado colgado las pocas veces que me he decidido a tirar los dados y eso que soy cuidadoso y selectivo porque de gustar a enamorar hay un trecho. Pensaba yo así sólo para darme ánimos e invitar a cenar de nuevo a la juez. Al parecer, me iba a convertir en testigo de un momento a otro por segunda vez y no está bien visto que los testigos inviten a cenar a las jueces, así que disponía de apenas unas horas para hacer la propuesta y meter la pata, porque estaba seguro de que la metería. Pero, me dije, lo único que puedo perder es la esperanza de volver a verla; lo peor que me puede ocurrir es que nunca jamás vuelva a dirigirme la palabra; lo más insoportable por suceder sería que la perdiera para siempre. Y animado por estas sombrías perspectivas, decidí jugarme el todo por el todo. Tendría que haberme detenido a pensarlo, aunque no fuera más que para considerar la estrategia, pero el corazón no piensa, como sostienen las novelas cursis, y la suerte quedó echada antes de que pudiera darme siquiera a mí mismo la oportunidad de rectificar.

Allí mismo, en mitad de la calle, tiré de teléfono móvil, busqué el número de la centralita de los Juzgados, en cuanto apareció en pantalla le di a la tecla llamar como quien se precipita al vacío y pedí que me pusieran con la Juez De Marco.

Todavía hoy recuerdo la subida de adrenalina que me recorrió el cuerpo en todas direcciones cuando la juez me dijo que muy bien, que la esperase esa misma noche a las diez en La Salgar.

¿Qué significaba aquella repentina disposición?, me pregunté a continuación. Aceptó mi proposición así por las buenas, como si fuera cosa frecuente entre nosotros, y tanta facilidad me escamó. De hecho era para sospechar. ¿Acaso le convenía interrogarme aprovechándose de mi previsible debilidad? ¿O necesitaba de algún favor en la investigación que no podía conseguir por sus propios medios? Algo tenía que haber. Durante un buen rato estuve recordando y analizando la breve conversación que mantuvimos. Percibí una voz empática, un tono grato, un reconocimiento inmediato y, casi me atrevería a decir, una apetencia. Le apetecía la cena. Y, claro, mi pregunta no podía ser otra: ¿qué había hecho yo para merecer tan buena acogida? Nada, concluí, nada más que mi grata presencia, porque eso era lo que parecía. La verdad era que ni yo mismo me lo creía y estuve tentado de llamar otra vez para comprobar que no me confundía con otro. Y exactamente en ese instante comprendí que estaba a dos pasos de convertirme en un calzonazos, así que me cargué de orgullo masculino y me dirigí al hotel a cambiarme de ropa.

La Salgar era un restaurante de moderna construcción de una sola planta situado en una zona abierta y verde de la ciudad. Toda una pared encristalada de suelo a techo se abría a un jardín de césped cuidado y con algún árbol de buen porte. Las mesas estaban espaciadas entre sí, lo que permitía intimidad. Eso me admiró, aunque menos que la calidad de la cocina, que resultó una mezcla de modernidad y tradición muy bien resuelta. Era un detalle que la juez hubiese elegido ese lugar para la cita.

Es verdad eso de que yo, salvo una vez y no me quedaron ganas de repetir, no me había internado apenas en el terreno de una extensa relación amorosa, en parte porque siempre me gustó la libertad de acción y en parte porque el trabajo no me dejaba tiempo para asentar un futuro afectivo. Con lo cual, me sentía un poco torpe frente a una mujer que me gustaba exactamente por todo lo contrario. Así que estaba en su poder, me sentía indefenso, la deseaba ardientemente y, en fin, era la mujer de mi vida. ¿Que cómo lo sabía? Pues hay dos posibilidades, o bien eres un pardillo y te cuelas por los primeros ojos bonitos que te miran, o bien eres un tipo baqueteado en ligues más o menos temporales como yo y, simplemente, sabes reconocer la fortuna cuando se te pone delante; lo sabes con tal precisión y contundencia que la posibilidad de renunciar es inimaginable, excepto que no tengas las suficientes agallas, que no era mi caso.

Pero me sentía indefenso y esto, debo confesarlo, era una sensación de lo más placentera.

Así que no tenía la menor duda de que era ella la elegida. El problema, no voy a negarlo, es que yo no fuera el elegido, pero, claro, de esa posibilidad prefería no ocuparme. Tuve alguna duda en algún momento, sí, ya se sabe, pero la convicción era tan fuerte que no dudé que pronto o tarde sería mía. Lo que más me preocupaba era hacerlo bien, pues la fortuna se te puede escapar cuando pasa a tu lado, no porque no la veas sino porque no sabes cómo hacerte con ella. Tenía, pues, que medir mis pasos y descubrir su ritmo y bailar la pieza correspondiente sin perder pie hasta que acabásemos volando sobre la pista como cuando Fred Astaire y Ginger Rogers se quedan los dos bailando The Continental, en Sombrero de copa.

—¿Bailando en tu imaginación?

La voz de Mariana de Marco me sacó de golpe de mis ensoñaciones.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté por salir del paso.

—No sé tú, pero yo he bailado mucho, porque me gusta mucho bailar, y reconocería esa cara de fox-trot que estabas poniendo mientras me mirabas. ¿O es que quieres sacarme a bailar, además de a cenar?

—Si eres tan buena como yo, estoy dispuesto a hacerlo cada noche desde hoy mismo.

—Hay que ver qué hombre tan decidido —protestó ella riendo.

Como era inevitable, en seguida nos pusimos a hablar de mi última aventura. Parecía muy interesada.

—¿Qué te dice —preguntó— la coincidencia entre tu… secuestro —recuerdo que dudó un instante— y el hecho de que anduvieras detrás de Francisco Llorente?

—Lo que le diría a cualquiera: que me echó encima a unos matones. Lo que yo quisiera saber es por qué. Sólo quería hablar con él para resolver un par de dudas.

—¿Qué dudas?

—Bueno, la verdad es que quería hacerle confesar que sí había violado a Concepción Ares, porque yo estoy convencido de que fue así.

—Pero tú retiraste la denuncia.

—Ya.

—¿Cómo que «ya»? —insistió.

—Que sí, que ya lo sé.

—¿Te importaría contestar a la pregunta?

—No me digas que me estás interrogando.

—No me digas que me estás rehuyendo.

Me gustaba. Era implacable.

—Mira, no sé si debería decirte esto porque estoy convencido de que no me vas a creer, que es lo que me viene sucediendo desde que llegué aquí a G…, pero lo cierto es que tuve presiones para retirar la denuncia.

—¿Presiones? Ésta sí que es una sorpresa —admitió en tono jocoso—. ¿Presiones de quién?

—De su abogado.

—¿El abogado de Llorente? Primera noticia.

—Pues eso dijo; y después de unas amables palabras totalmente amenazadoras comprendí que iba en serio y, lo peor, que de rebote amenazaba también a mi amigo Manolo.

—¿Ése quién es?

—El propietario del bar El Espacio.

—Ah, sí, ya recuerdo. Bien, ¿sabes cómo se llama ese abogado? —Me pareció advertir un punto de malicia en la pregunta.

—Somoano.

En el gesto de ella noté que algo no iba bien.

—¿Somoano? ¿De parte de Llorente? ¿Estás seguro de eso?

Ahora fui yo el que se quedó de una pieza.

—Te juro que dijo llamarse Somoano y que me amenazó sutilmente.

Mientras ella se quedaba pensativa dándole vueltas a algo me reafirmé en la idea de que aquello no iba nada bien. Yo la había invitado a cenar, el local era estupendo, la comida excelente, el entorno perfecto… y yo estaba sometido a un interrogatorio con todas las de la ley, como si me hubiera citado en el Juzgado. ¿Eso es lo que iba a sacar en limpio de la cena? Tenía que escapar de aquella trampa como fuera y sólo había una manera: cambiar de conversación; pero ella no estaba por la labor, así que sólo se me ocurrió una salida: darle lo que buscaba. ¿Quería información? Yo le iba a dar información de la buena.

—Si quieres que te confiese la verdad —dije—, lo haré. Me rindo y lo haré.

Ella me miró con una mezcla de suspicacia y extrañeza.

—Llorente había puesto kilómetros de por medio, evidentemente, para eludir explicaciones. Yo me fui tras él para hacer un careo personal, o sea, para darle de hostias si no confesaba. No conseguía dar con él, pero me hice notar a propósito para ver si lo ponía nervioso y salía a la luz. En vez de eso, conseguí que alguien me siguiera los pasos. ¿Quién? Ni idea. Un matón. O varios. Gente que lo protegía. ¿De qué lo protegían?, me pregunté. Entonces empecé a pensar que aquí había algo más que la mera violación; pensé en una conspiración de silencio…

—Y te agarraste una buena cogorza y apareciste en una especie de calabozo en un almacén.

Su intervención me cortó el rollo en seco.

—Vale, pues sigue tú.

—Lo que me pregunto —dijo ella en voz alta, como si no me hubiera oído— es por qué te dejaron escapar.

—¿A mí? ¡Pero si tuve que luchar con uñas y dientes!

—Goitia, créeme, te dejaron escapar y a lo mejor hasta te dejaron estampar contra la pared a tu carcelero, que debía de ser un fingidor estupendo. Una gente delicada, tus perseguidores.

—Oye, que no es necesario que hagas sangre.

—Perdona. No es mi intención. Sólo te aviso de que has sido objeto de un paripé. Lo preocupante es que Llorente no aparezca. A ti te quitaron de en medio porque estabas estorbando, pero ¿qué? ¿Qué o a quién estorbabas? Tienes toda la razón en una cosa: esto huele a conspiración que apesta y, también en eso tienes razón, la violación adquiere una relevancia mayor de lo que parecía.

No supe si alegrarme por tomar en consideración alguna de mis ideas o si tenía que avergonzarme por mi lamentable papel de detective tonto.

—Te lo ruego, no sigamos con esto porque me vas a dejar con la autoestima por los suelos.

—¿Por qué? A mí me pareces una persona valiente y generosa —dijo ella con toda naturalidad. La verdad es que era buena en lo suyo.

—Te lo agradezco. Lo que pasa —aventuré— es que, si seguimos así, no va a tener el menor sentido que hayamos venido a cenar.

—Tienes razón —se apresuró a contestar—. La única egoísta soy yo, que te tengo aquí especulando sobre mi trabajo cuando has tenido la amabilidad de invitarme a cenar. Por favor, discúlpame, y olvidemos todo lo concerniente a la pobre Concepción Ares. Ya habrá tiempo de volver sobre ello.

Para cuando volvimos a la realidad y nos dimos cuenta, ya estábamos en los postres.

—¿Y lo de bailar? —pregunté esperanzado—. Conozco un sitio estupendo, ideal para perder la reputación.

—La poca que me queda —rió la juez—. Pero no, esta noche, no. Sin embargo —añadió con una sonrisa pícara— a lo mejor te tomo la palabra.

Tuve que poner mi mejor cara de consternación.

—Entonces… dame alguna esperanza. —Aquél era el momento y decidí tirarme a fondo.

Ella entornó las cejas maliciosamente antes de hablar.

—No sé, no sé; me lo tengo que pensar —respondió.

Primer asalto, a los puntos.