La ausencia de Francisco Llorente impedía conocer de primera mano la procedencia de los treinta mil euros ingresados en su cuenta y como era un ingreso en metálico tampoco se podían rastrear. De todos modos, el inspector Quintero se acercó al banco para seguirle la pista por si sonaba la flauta y comprobó de nuevo que el dinero lo había ingresado el titular mismo de la cuenta. Quien se lo entregara había tenido buen cuidado de borrar su presencia.
Tras esta decepción, el inspector se dirigió a la sede central de la sidrería en busca de su hermano Rufino. Su sorpresa fue mayúscula cuando Quintero le informó de lo que habían descubierto.
—Mi hermano, como usted sabe, sólo pertenece nominalmente a la plantilla de la empresa y sólo viene algunas horas por la mañana, si no a última hora. Es un fingimiento, lo reconozco, pero mi padre lo dispuso así para poder justificar la cantidad de dinero que le pasa mensualmente. Pero también es cierto que percibe una cantidad irrisoria en comparación con la que recibiría si realmente se integrara en el trabajo. Yo ya le advertí a mi padre que si no lo obligaba a trabajar y le regateaba el dinero, acabaría aprovechándose de su situación social para hacerse con un dinero extra y que eso podía ser peor porque a ver de dónde lo sacaría. Lo que yo temía era que se dedicase al trapicheo, que es un dinero fácil y peligroso, pero no me hizo caso y mucho me temo que si no aclaramos la procedencia de ese dinero haya que ponerse a pensar en lo peor.
Sin pérdida de tiempo, porque se le veía seriamente preocupado, Rufino Llorente Jr. se dirigió con el inspector al despacho del viejo Rufino, el jefe.
—¡Me cago en los veinticuatro cojones de los doce apóstoles! —bramó al recibir la noticia. El viejo era de buen carácter, pero muy directo.
—Aún es pronto para valorar debidamente esta información —dijo cortésmente Quintero tratando de rebajar el disgusto del padre—. Lo importante es localizar a Francisco porque si ustedes no tienen la menor idea de la procedencia de esos asientos, sólo él puede explicarlo. Lo que necesito es que me digan dónde está ahora.
—No tenemos ni idea —dijo el hermano.
—¿Cómo? —se extrañó el inspector—. ¿No lo han mandado ustedes a S…?
—¿A S…? —preguntó el hermano, atónito—. ¿Tú le has enviado a S…? —preguntó a su padre.
—Yo no. Si se ha ido habrá sido por su cuenta. ¿Por qué iba yo a enviarlo a S…?
—Nosotros, es decir, la juez y yo habíamos pensado que ustedes preferían alejarlo de G… por lo que había pasado y hasta que se calmasen las aguas. Ya saben a lo que me refiero —dijo Quintero, dubitativo.
—¿Se puede saber a qué se refieren? —preguntó el viejo a su hijo.
—Padre, al asunto de la violación de Concepción Ares —contestó el otro.
—Pero, bueno, eso ya estaba zanjado. Retiraron la denuncia, ¿no? ¿Qué tiene que ver eso ahora? Tenemos un pacto de silencio, no hace falta que se vaya de G… nadie va a hablar ya del asunto; si está casi olvidado —concluyó.
—Verá, eso no es del todo exacto —empezó a decir el inspector—. Han sucedido más cosas, ha habido nuevas revelaciones y volvemos a tener fundadas sospechas de que, y siento tener que decirlo así, en efecto fuera su hijo el autor de la agresión.
—¿Cómo dice usted? ¿Y por qué mi hijo? ¿No había un periodista sospechoso? ¿Qué nuevas pruebas son ésas? —El viejo empezó a rugir.
—Calma, padre. Si la policía dice lo que dice, por algo será. Seguro que se trata de un malentendido que podremos aclarar. Ahora lo importante es localizar a Paco. —El hijo trataba de templar los ánimos.
—Tiene razón —apostilló Quintero—. Sólo estamos hablando de sospechas. El caso es muy complicado. Por ejemplo, se me ocurre que si hablan ustedes con el abogado de su hijo, quizá él sepa cómo dar con él.
—¿El abogado? ¿Qué abogado?
—El señor… ahora no recuerdo su nombre; el periodista nos dijo que habló con él en nombre de su hijo para convencerle de que retirara la denuncia…
—Paco no tiene ningún abogado. En todo caso sería nuestro asesor jurídico, pero él…
—Somoano —dijo el inspector—. Ahora me acuerdo: el abogado Somoano.
—Imposible —cortó el viejo—. Nosotros ni tenemos ni hemos tenido tratos con ese señor porque no nos producen ninguna confianza ni él ni sus métodos.
—Pero, entonces, ¿a cuento de qué interviene?
—Eso se lo tendrá que explicar Paco. ¿Lo ves, padre? Te dije que Paco acabaría por buscar el dinero en otra parte y como carece de principios…
—¡Eso nunca se puede saber! —protestó Rufino—. Mi hijo tiene suficiente para vivir de una manera decorosa y no obtendrá nada más hasta que se decida a tomarse la vida en serio y trabajar como Dios manda.
Rufino Jr. alzó la mirada hacia el inspector y encogió ligeramente los hombros en un gesto de impotencia.
Quintero miró a un lado y a otro, desesperado. No había nada más ingrato en su oficio que los momentos en los cuales las puertas sólo se abrían para volver a cerrarse. ¿La espantada de Francisco era decisión propia? Hasta ahora entendían todos en el Juzgado que la suya fue una retirada programada por la familia para quitarlo de en medio porque era propenso a irse de la lengua con unas copas y había que guardar a toda costa el pacto de silencio. Pero, de repente, un nuevo factor de confusión aparecía en escena. O bien Francisco se había alejado por su cuenta o bien alguien le había empujado a hacerlo. Si lo último era cierto: ¿quién lo asesoró? ¿Sería posible que él mismo hubiera tomado consejo del abogado Somoano? Cuando la juez se enterase de que Somoano no era el abogado de los Llorente se iba a quedar de una pieza. ¿Y Goitia? Él fue quien habló con Somoano, el que les informó de que el abogado actuaba en favor de Francisco. Ahora habría que preguntarle de qué habló con Somoano, qué fue lo que le dijo para que decidiera retirar la denuncia contra su cliente. Y, sobre todo, tendría que investigar si Goitia había logrado beneficio de alguna clase gracias a su buena disposición a seguir los consejos del abogado. Demasiados cabos sueltos. Quintero empezó a sentirse muy deprimido y prefirió hacer mutis.
—Muy bien, señores. Ustedes me van a disculpar, pero tengo que regresar al Juzgado. Si tienen ustedes noticias de Francisco, les agradeceríamos mucho que nos lo comunicaran a la mayor brevedad. Muchas gracias.
Había metido la pata. Ahora se lo llevaban los demonios por haber hablado de más. Los Llorente se habían enterado, gracias a su torpeza, de que Francisco volvía a ser sospechoso. Siendo así, lo normal sería que procurasen ayudarlo antes que entregarlo a la juez. O, por lo menos, para cuando notificaran la aparición de Francisco se habrían tomado tiempo para hablar con sus abogados y preparar la primera línea de defensa. Incluso podría suceder que esta vez sí se ocupasen ellos de hacerlo desaparecer, pero bien lejos del alcance de la juez. Hay veces —pensaba— en que los casos se tuercen y todo son torceduras, no hay espacio para rectificar. Ahora tendrían que confiar en los Llorente.
—No se preocupe, Quintero —le dijo la juez cuando estuvo de vuelta—. Si Francisco está, como parece, en S…, nosotros daremos con él antes que su familia. Tenemos un as en la manga: el inspector Alameda.