A la salida del Juzgado me acerqué a El Espacio en busca de Manolo y de consuelo.

—¡Hombre, aquí tenemos a don Peleón! —Así me saludó la voz cantarina de la cocinera manchega desde el interior de la cocina donde trajinaba junto con Yuko. Mi amigo Manolo, que estaba leyendo tranquilamente el periódico en una esquina de la barra ante una taza de café, me miró con cara de guasa.

—Hasta aquí ha venido la juez a preguntar por ti, héroe —dijo.

—Anda, invítame a café, que no estoy para bromas.

—Fuerte y solo, como el caballero —voceó Manolo mientras plegaba el diario y se dirigía parsimonioso a la máquina de café. Recuerdo ese día como el día odioso en que a todo el mundo le dio por cachondearse de mí.

Los días en que te toca estar de baja no tienes respuesta ni para los íntimos y éste era uno de ésos. Un día en el que aceptas que todo el mundo se ensañe contigo sin que se active el mecanismo de respuesta, sin que un mal gesto asome a tu cara por mucho que la gente a la que quieres barrene en la herida. Ellos lo saben y se aprovechan y tú sorbes tu café sin rencor, incluso agradecido por el sonido amigo de sus palabras.

—Pero todo tiene un límite —avisé— y el que avisa no es traidor.

—Pero si tú eres un alma de Dios —dijo Manolo pasándose a este lado de la barra para venir a mi lado. Yo creí que el interés de la juez era una buena noticia, quiero decir: que te echaba de menos.

—Mira, macho —le dije en rendida confidencia—, he metido la pata hasta el corvejón. No podía haberla metido más. Me ha caído una bronca que yo, que aguanto mal las broncas, casi la he agradecido con tal de que me dirigiera la palabra.

—Tú estás colado hasta el alma por ella, chico —dijo Yuko, asomando su preciosa sonrisa por la puerta de la cocina.

—Y que lo digas, cariño. No sabes lo que me ha dolido. Y no es por ella, no, sino por mí mismo, que he ido a hacer el ridículo de la peor manera —contesté sumiso.

—Ay, no diga eso, mi amor. Usted no entiende a las mujeres.

Manolo le dirigió una mirada cariñosa de advertencia y ella escapó al interior haciendo un gesto de burla.

—A quien no entiendes es a ti mismo —dijo Manolo—, de la misma manera que yo no entiendo que pierdas la cabeza por esa mujer. A mí me parece que está bastante buena, sí, para su edad, y que debe de ser interesante como persona, pero de ahí a caer fulminado como has caído tú sólo porque la viste en un vagón de tren como si se te hubiera aparecido la virgen, la verdad… Tampoco es tan guapa, tiene una cara redondeada, los pies grandes…

—¿Te he hecho yo a ti un diagnóstico de Yuko? —pregunté picado.

—Ni lo vaya a intentar —dijo ella desde la cocina, entre el ruido de platos.

—Hombre enamorado, cerebro nublado —intervino la pizpireta cocinera manchega, encantada de meter baza.

La vuelta a G… estaba siendo un castigo, pero decidí aceptarlo.

—Yo comprendo que es una mujer que llama la atención —siguió diciendo Manolo—. Es guapa, es culta, tiene mando, cosa que a ti te atrae especialmente porque te va la tralla, pero es más seca que un roscón de reyes, yo no la veo en plan cariñoso, íntimo, cuerpo a cuerpo; no me la imagino ahí desatada en plan erótico, soltándose el pelo, jadeando a cuatro patas y recibiendo por detrás…

—¡Eh, oye, macho, corta, pero corta ya! Pero tú ¿qué te has creído? ¡A ver si te voy a tener que dar una hostia bien dada! —Recuerdo que pegué tal manotazo a la barra que el pobre Manolo se quedó lívido.

»El otro día —empecé a decir, repuesto y calmado, mientras él se servía una copa de brandy de una botella que sacó de debajo del mostrador y las caras de las dos mujeres aparecían en el vano de la puerta de la cocina reflejando la más obscena curiosidad— estuve corriendo un rato con ella en la playa; o, mejor dicho, tras ella; y viendo moverse aquel cuerpo te hubieras muerto de placer porque es una atleta, pero además está como un tren. Lo que pasa es que tienes la imaginación atrofiada de tanto ver todos los días las mismas caras, las mismas barrigas y los mismos culos de los mismos paisanos que vienen aquí a morir en la barra. Estás hecho un provinciano, Manolo, esta ciudad te va a matar a ti también.

Se produjo un silencio tenso, interminable.

—Pues para mí que tiene las manos y los pies muy grandes, impropios de una señorita fina —dijo la voz de la cocinera manchega de pronto y, como si fuera una señal, Manolo, Yuko, que había salido hasta donde yo estaba, y yo nos echamos a reír con tantas ganas que acabamos abrazándonos sin poder parar mientras la cocinera nos miraba perpleja.

»¡Pues si es verdad! —exclamó toda digna antes de regresar a sus labores.

Yo seguía subido al rodapié sin soltar el abrazo a los otros dos, repentinamente desbordados por esa clase de felicidad que sólo se anuda entre los amigos verdaderos.