Estaba visto que la policía no dejaría de amedrentarme. Nada más bajar del autobús, un agente que reconocí como perteneciente al equipo del inspector Quintero se me echó encima y me conminó a seguirlo al Juzgado.

—Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho esta vez? —pregunté abatido.

—Órdenes de la Juez De Marco —me comunicó.

Ah, bueno, si eran órdenes de la juez, acudiría porque un caballero nunca hace oídos sordos a los deseos de una dama.

En el despacho de la juez me esperaba una bronca de padre y muy señor mío. Era evidente que el inspector Alameda le había dado parte de mis aventuras en S… con pelos y señales porque conocía hasta el último detalle e incluso detalles que yo no conocía. Nunca antes en mis días de estancia en G… la había visto enfadada; la había visto en plan cordial y en plan profesional, pero enfadada estaba aún más atractiva porque ahí aparecía la mujer decidida y echada para adelante que yo había intuido que era desde que la vi en el Juzgado por primera vez. Una guerrera.

Recibí la regañina con humildad. Yo, que soy bastante lanzado a la hora de seguir a una presa, reconozco que me he equivocado a menudo; no con respecto a la presa sino precipitando acciones que luego se vuelven contra la investigación misma. En mi oficio eso tiene pros y contras, pero como soy así he desarrollado más habilidad para rectificar que para pensarme las cosas antes de hacerlas. Cada uno crea sus propios sistemas de supervivencia. En fin y volviendo a la bronca: al parecer había espantado a la presa; la juez había situado a Llorente en S… y yo lo que hice, buscándolo por los bares de juerguistas y noctámbulos, fue ponerle sobre aviso; de hecho desapareció justo antes de que ella solicitara la colaboración del inspector Alameda para trincarlo y llevarlo a su presencia. Esto me causó bastante vergüenza frente a la juez por el ridículo que suponía convertir mi audaz y original acción de buscar a Llorente en una metedura de pata y, lo peor, tratar de hacer lo que ella ya estaba haciendo. Yo intentaba impresionarla y desde luego que la impresioné, pero no en el sentido que pretendía conseguir.

—Supongo que no será así como consigue usted sus exclusivas —comentó paladeando el sarcasmo.

—Mira, lo siento. —La verdad es que estaba abrumado—. Lo siento de veras —dije—. Aunque no lo creas, suelo informarme cuidadosamente antes de iniciar una investigación y también en el curso de la misma. Esto ha sido un pronto que no tiene explicación. No sé cómo disculparme.

—En el Juzgado me habla de usted —me recordó—. Y no se disculpe porque no hay disculpa que valga. Si no fuera porque lo necesito como testigo lo enviaba de vuelta a Madrid. En fin, lo hecho, hecho está. Me cuenta el inspector Alameda que dice usted que lo han secuestrado. No falta de nada en este desastre: un sospechoso desaparecido, un testigo secuestrado… ¿Cómo es eso de que le han secuestrado? ¿No será otra fantasía?

Ahí me dolió el comentario.

—Yo le juro por mi honor que es verdad.

No olvidaré su mirada en ese momento. No sé si me estaba poniendo a prueba, si se estaba riendo de mí o si estaba sinceramente preocupada, pero consiguió expresar las tres cosas juntas con un golpe de ojos que me dejó conmocionado y desvalido a la vez. No era la primera ocasión en que reparaba en la expresividad de sus ojos, pero sí la primera en la que puedo decir que me asomé a lo más hondo, a lo irresistible de la atracción de un hechizo fatal.

—Vamos a darlo por cierto, en su honor, tal como me jura. ¿Tiene alguna idea de la razón que pudiera llevar a alguien a secuestrarlo?

—Yo estaba tras la pista de Francisco Llorente. Tiene que ser por esa causa.

—Pero usted no había dado con él.

—Tratarían de quitarme de en medio.

—Por otra parte, parece que no le resultó nada difícil escapar.

—Perdone usted: fue difícil. Que lo consiguiera no quiere decir que me dieran vía libre. No sé cuánto tiempo estuve encerrado, calculo que una noche y la mañana siguiente. Estuve tirado en una especie de celda sin comer ni beber que olía a podrido y creo que me sacó de allí la pura desesperación. Si me llegan a tener un poco más atendido, a lo mejor no lo habría intentado. Así que cuando entró el tío con la comida no me lo pensé dos veces y lo estampé contra la pared.

La juez se rió.

—¿Le hace mucha gracia? —pregunté mosqueado.

—No. —Ella me hizo una señal de disculpa—. Es esa idea de que si le hubieran atendido mejor se habría resignado.

—Bueno, digamos que me habría quedado a la expectativa, haciendo mis cálculos.

—¿No volvió al lugar?

—No. Sí. Con el inspector Alameda. Ya se imaginará que lo único que yo quería era poner tierra por medio —expliqué.

La juez asintió.

—¿En ningún momento —preguntó tras una pausa breve— tuvo usted conciencia de estar siendo seguido?

—No. Es decir, sí. En el Mesón del Riojano tuve una sensación incómoda, como si tuviera a alguien mirando por encima de mi hombro, pero no había nadie reconocible. Yo estaba en la barra y, bueno, algún parroquiano me miraba, como yo a ellos, lo típico mientras te tomas un cubalibre.

—Tres cubalibres —precisó dolorosamente la juez.

—¿Y usted cómo lo sabe? Yo habría jurado que eran dos raffs y espaciados —preguntó Javier entre molesto y asombrado.

—¿Otro juramento? —dijo—. Ándese con cuidado y no utilice ese recurso tan libremente. En fin: el inspector Alameda se ha ocupado de todo.

Antes de hablar respiré hondo.

—Alameda… —dije con resignación.

—No se le escapa una y a usted lo recordaban en el mesón.

—Pues no sé por qué.

—Por los tres cubalibres enchufados uno detrás del otro.

—Hablando de tres… había un par de tíos detrás de mí, pasillo por medio…

—¿Dos? ¿No estaría viendo doble?

—Muy graciosa su señoría —respondí muy molesto—. De todas maneras da igual; no creo que esos dos tuvieran nada que ver, aparte de mirarme todo el rato.

—Porque estaba usted dando el espectáculo…

—Por lo que fuera —respondí. Estaba empezando a cabrearme.

—Las bromas son para relajar, señor Goitia —me dijo dulcemente, de pronto; tenía la facultad de salir por donde no te esperas. Me rendí.