El inspector Quintero se presentó a media mañana en el Juzgado. En su rostro se reflejaba un gesto de satisfacción tan evidente que Pelayo Arenas no pudo por menos de dirigirle una mirada de curiosidad y dejarle paso, como una muestra de felicitación anticipada. En efecto, Quintero traía noticias, noticias que pusieron a todos en marcha.
Esa mañana había cumplido su cita con el viejo Rufino Llorente y éste, colaborador, le había remitido a su hijo Rufino Jr. para que le atendiese en todo lo que necesitara. A lo largo de la conversación, el inspector pudo comprobar que, en efecto, la familia entregaba a Francisco un dinero mensual para su manutención y poco más. Entonces tuvo la ocurrencia de pedir autorización para examinar los papeles de Francisco, papeles que él tenía desordenados sobre su mesa y en los cajones del despacho, un despacho que visitaba de Pascuas a Ramos y no engañaba a nadie de la empresa; entre los papeles encontraron, éstos sí que guardados en una carpeta en uno de los cajones, los movimientos de la cuenta corriente de Francisco; y cuál no sería su sorpresa cuando Rufino Jr. y él encontraron dos asientos, separados entre sí por una semana, de quince mil euros cada uno. En el banco figuraban como entregados en metálico y el cajero que los atendió explicó que los dos ingresos habían sido hechos dinero en mano por el propio Francisco Llorente.
¿De dónde procedía aquel dinero? Tanto el padre como el hermano juraron y perjuraron que no eran ellos los donantes y Quintero se inclinó a creerlos. Ahora bien, si aquello era cierto, ¿quién había entregado esas cantidades de dinero a Francisco y con qué objeto? La siguiente pregunta era obvia: ¿tenía algo que ver aquel dinero con la agresión sufrida por Concepción Ares a manos de Francisco? En principio parecía absurda tal conclusión, pero Mariana de Marco se reafirmó en su actitud de no atribuir las casualidades al azar en una investigación y el problema pasó a ser quién y por qué podría haber pagado al pequeño de los Llorente para violar a Concepción Ares.
Normalmente, cuando se amenaza o incluso se mata a alguien es para cerrarle la boca. Dicho así, parecía inconcebible que hubiera que cerrarle la boca a Concepción. ¿Qué podía saber ella que justificase la salvaje agresión?
—La primera cuasi evidencia —Mariana puso esta precaución en sus palabras— es que Francisco sí fue el hombre que la violó y que el señor Goitia tenía toda la razón. Hay que hablar otra vez con Goitia para tomarle de nuevo una declaración detallada. Me han informado de que está volviendo hacia G…, así que, inspector, envíe al agente Rico o a cualquier otro a la estación de autobuses y me lo traen inmediatamente.
»Lo segundo —continuó diciendo— es localizar a Francisco Llorente y traerlo aquí. Al parecer se encuentra fuera de G…, en S… si no me equivoco. Usted, Quintero, póngase al habla con el inspector Alameda, que lo busque y nos lo entregue. Por fin podemos decir que hemos encontrado la grieta donde poner una cuña. Tengo verdaderas ganas de oír lo que este tipo tiene que decirnos.
De pronto reinaba la animación en torno al despacho de la Juez De Marco. Ella misma se ocupó de revisar cuidadosamente los papeles que le había llevado el inspector Quintero con el permiso del padre y el hermano. Eran cuentas que demostraban la veracidad de la información recibida respecto al castigo económico al que la familia tenía sometido a Francisco y, entre todos los números, destellaban las dos anotaciones de quince mil euros. A veces aparecían cantidades que no se correspondían con las que eran fijas y en sus fechas, pero su irregularidad y escaso monto la hicieron pensar en subrepticias donaciones maternas o algo semejante.
Al cabo del rato, alzó la vista, se echó atrás en su silla y contempló los papeles, esta vez con gesto satisfecho.