Yo aguardaba pacientemente la llegada del autobús procedente de Irún junto a la dársena donde debería estacionarse. No había mucha gente en los andenes. Tres o cuatro dársenas más allá de la suya me llamó la atención un hombre vestido de traje y corbata a pesar del calor y portando una elegante bolsa de viaje, el cual aguardaba junto a otros pasajeros a que el conductor del autobús frente al que se hallaba —S… -Burgos-Madrid— hiciera su aparición. No tenía el aspecto del viajero habitual de autobús, que solía ser mucho más informal, mucho más clase media tirando a populista. A lo largo de mi vida, desde que era chico y mis padres me facturaban al pueblo junto con mis hermanos, había viajado miles de veces en aquel medio de transporte y la imagen del hombre, altivo, reconcentrado y distante, no se correspondía con la clase de gente que suele utilizar ese tipo de transporte.

No dejaba de darle vueltas a todo lo que le había sucedido. Ahora, a punto de regresar a G…, los últimos acontecimientos de mi estancia en S… casi me parecían un sueño. El secuestro, la liberación, el viaje a S… en busca del tal Llorente. Decididamente, aquéllas eran las vacaciones más extravagantes con que me había obsequiado en toda mi vida. La sola idea de estar metido, a mis años, en semejante aventura me resultaba inexplicable, fantástica. Sólo la figura de la Juez De Marco aparecía ante mis ojos como la única referencia real dentro de tanto disparate.

No sólo la situación semejaba un sueño, también la figura del inspector Alameda se me aparecía como a Alicia los personajes de su Wonderland. Seguí dándole vueltas. Era un sueño y lo sería si yo no estuviese allí, a pie de dársena, esperando mi autobús. Por ejemplo: ¿cómo había dado Alameda conmigo? Sí, había sido por medio de su colega. ¿Sería casualidad que el inspector fuera un viejo compañero de fatigas de la juez? Por unos momentos acaricié la posibilidad de que ella lo hubiera mandado detrás de mí para asegurarme alguna clase de apoyo, pero en seguida deseché la idea. La juez ni siquiera me había reconocido como algo más que un mero testigo de una investigación en curso. Y el caso es que en algún momento tuve la sensación de que a ella yo no le era del todo indiferente. Pero no, las sensaciones no tenían cabida en el proceso. Era yo quien tenía que ocuparme de seducirla sin esperar ayuda del destino. Bastante ayuda había sido encontrarla en el tren. En realidad, todo lo que me estaba sucediendo procedía del momento aquel en que la vi en la cafetería del tren y decidí que el destino se había molestado, por fin, en ofrecerme una oportunidad.

La entrada del autobús con destino a Madrid me sacó de mis pensamientos. La gente que parecía dispersa se arremolinó en torno a él. El hombre de traje y corbata se situó pacientemente junto a la puerta de acceso al interior mientras el conductor se ocupaba de señalar a los viajeros dónde debían depositar sus maletas según el lugar y estación donde tuviera que apearse. Me pregunté por qué me llamaba la atención el tipo, tan desubicado entre el resto de los viajeros, aferrado a su bolsa de viaje y con el billete en la mano. Por fin el conductor los puso a todos en fila, empezando por el hombre, al que miró de arriba abajo antes de inspeccionar su billete, y empezó a autorizar la subida de viajeros. El hombre subió y se instaló en el primer asiento de la fila, junto a la ventanilla, y por primera vez miró hacia donde estaba yo. Me miró como si quisiera quedarse con mi cara y luego bajó los ojos, pero en aquel gesto percibí una especie de reconocimiento que me produjo intranquilidad. Luego me di la vuelta y caminé en dirección contraria, deseando que mi autobús apareciera de una vez. Sólo cuando me apease en la estación de G… y pusiera los pies en el hotel Cantábrico terminaría mi sueño.

Entonces vi a Alameda, paciente y seguro, apoyado en una columna y mirando al autobús que salía para Madrid. ¿Había venido a despedirme? Un tipo que iba a su lado se adelantó hacia el autobús que estaba a punto de salir y negoció su billete con el conductor directamente. Se ve que no le dio tiempo de pasar por ventanilla.

—¿Todo bien? —preguntó Alameda.

—¿Qué hace usted aquí? —respondí, volviéndome hacia él.

—Me ocupo de que tome el autobús en la dirección correcta.

—¿Y por qué no iba a tomarlo?

—Bueno, reconozca que es usted un tanto imprevisible. Quiero estar seguro de que regresa a G… sano y salvo.

—Es usted muy amable —dije con alguna sorna.

—Digamos que cumplo órdenes —precisó el inspector.

—Órdenes ¿de quién?

—Órdenes.

—Pues muy bien, muchas gracias —repuse mosqueado.

—Ah, aquí llega su autobús. Le deseo un buen viaje y ya sabe dónde me tiene si decide volver por aquí.

Le mandé una mirada de disgusto y tras darle la espalda puse un pie en el pescante, con mi bolsa de viaje en bandolera. En ese momento escuché la voz del otro que me decía:

—No olvide darle mis recuerdos a la Juez De Marco.