Pelayo Arenas abrió la puerta del despacho para dar paso a Gonzalito Ares y le hizo sentar ante la Juez De Marco. Como primera medida, tras los saludos de rigor, ella le preguntó si requería asistencia letrada.

—¿Para qué? ¿Cree usted que la necesito?

—Eso es decisión suya —le aclaró la juez—. Éste es un interrogatorio formal y tiene derecho a solicitar la presencia de un letrado.

—Entonces, no. Puede usted preguntar lo que quiera.

—Muy bien, señor Ares. Es usted el primogénito de don Constantino y doña Dorinda Ares, si no me equivoco.

—Se equivoca. Mi hermana Concepción era la mayor; pero, sí, supongo que ahora soy el primogénito.

—¿Tenía usted una relación estrecha con su hermana? Me refiero al tiempo transcurrido desde su boda hasta ahora.

—No. Nos veíamos, sí, con alguna frecuencia; por ejemplo, iba a comer a su casa de vez en cuando. Guisaba muy bien. Pero relación estrecha… no. Estaba muy encerrada.

—¿Sabe si sus relaciones con su marido eran normales?

Gonzalito hizo una mueca irónica.

—Depende de a qué relaciones se refiera y a lo que usted considere normal.

—Me refiero al trato personal entre ellos, el trato común de convivencia.

Gonzalito hizo una pausa y luego sonrió.

—Vamos a ver. Entre ellos existía una relación civilizada, si es a eso a lo que se refiere. Y si se refiere a sus relaciones íntimas yo no sé nada aunque supongo que he oído lo mismo que usted al respecto. Si me pregunta con claridad yo le contestaré con claridad.

Mariana pensó que la fama de juerguista de Gonzalito no le iba a la zaga de su inteligencia. Probablemente era lo que le habían contado de él: trabajador, noctámbulo empedernido, mujeriego, listo y desparpajado.

—Su hermana —decidió entrar por derecho— tenía fama de ser retraída, escrupulosa y, probablemente, fría o indiferente respecto a su sexualidad. Eso estaba en boca de todo el mundo y eso me obliga a pensar que el débito conyugal no era el común de un matrimonio bien avenido.

—Un poco retorcido y exagerado, pero algo cierto. Hablemos claro, señoría: no era una relación amorosa intensa. Es más, entre ellos no creo que hubiera ni afecto sino resignación. Cada uno se buscaba la vida por su cuenta.

—¿Ella también?

—Oh, bueno, el modo que tuviera de procurarse satisfacción no es de mi incumbencia. Sí le puedo decir que no tenía amante, o amante conocido, y que repartía su vida entre la casa y sus amigas. Es posible que alguna de ellas pueda darle más información que yo; ya sabe que entre mujeres hay una intimidad un tanto especial a la que nosotros los hombres no tenemos acceso. La que le puede decir algo es Anita Vallina; o Piluca Monasterio. Son sus mejores amigas.

Mariana creyó percibir en la jovialidad de Gonzalito una trampa. Estaba tratando de alejarla de algo por lo que no quería ser preguntado; pero ¿qué era?

—¿Sabe usted si había algún indicio de una próxima separación entre ellos? No me refiero a decisiones tajantes, como un divorcio, sino al mero hecho de poner distancia, tomarse un tiempo de reflexión…

—Había… algo me dijo acerca de que estaba pensando en tomar una decisión importante. Quizá había pensado en separarse, pero no concretó nada. No me parecería una mala idea. Ya le he dicho que yo creo que su vida era un caso de resignación. Ninguno de los dos era un carácter.

—Eso es muy interesante. ¿No tiene alguna idea de cuál podría ser esa decisión?

—No… la verdad es que no.

—Volviendo a lo anterior, es duro pensar que ella… poco menos que hubiera hecho voto de castidad.

Gonzalito pestañeó.

—No sé qué decirle.

Sí, aquél era el camino. Lo difícil era seguirlo. Miró a Pelayo Arenas, que levantó una ceja significativamente.

—¿Cómo era la relación de Concepción con el resto de la familia?

—Bien. Normal.

«Todo es normal en esta familia anormal», pensó Mariana.

—No había mucho afecto, no somos muy expansivos; pero fuera de eso, normal.

—Usted sí parece expansivo.

—Ya. Le han hablado de mí. Pues sí, me gusta exprimir la vida. Soy el único de la familia.

—¿Ella iba a menudo a la casa de sus padres?

—No. Mire, no siga por ahí; se lo voy a poner fácil: detestaba a la familia; no sé por qué, pero la detestaba así en general. Eso está bien en la adolescencia, pero a su edad ya se le tenía que haber pasado; también detestaba a mi hermano el cura, que es un redomado hipócrita.

—Y lo detestaba a usted.

—No, a mí, no. En la familia no abunda el afecto, pero creo que a mí me apreciaba; y yo a ella; eso sí: todo a distancia.

—¿Le hacía confidencias?

—Eso no es asunto de su incumbencia.

—Disculpe. No le pregunto qué confidencias sino si le hacía confidencias.

—Confidencias, no, pero de tarde en tarde se desahogaba.

—Ya sabemos que su hermana fue violada en un pasaje del barrio de pescadores, que hubo sospechas de su autoría sobre don Francisco Llorente, que esas sospechas quedaron relegadas tras retirar su denuncia un periodista que estaba en el lugar de los hechos, que ella regresó a su casa por su propio pie sin esperar ayuda y que, una vez en su casa, al cabo de dos horas tomó la decisión de suicidarse. Dígame, en la medida que dice conocer a su hermana, ¿cree posible que a la violación pudiera seguirle el suicidio dos horas más tarde?

—No sé qué decirle, pero así debió de ser si usted lo dice.

—Yo tampoco lo sé. Veamos: ¿cree que el shock de la agresión pudo trastornarla de tal modo que no vio otra solución que el suicidio?

—No me extrañaría; tuvo que llevarse una impresión tremenda, y en sus condiciones…

—Perdone, ¿qué condiciones?

—Pues las que usted ha indicado: que no tenía relaciones satisfactorias, que era frígida… —respondió Gonzalito.

—Eso no lo he dicho yo —replicó Mariana.

—Usted lo ha dado por hecho.

—Yo he preguntado y me atengo a sus respuestas. A ver: un suicida no se improvisa así de repente.

Gonzalito se mordió el labio inferior. Era evidente que estaba pensando a toda velocidad, lo cual quería decir, pensaba Mariana, que de nuevo estaba cerca de la zona misteriosa de los secretos de familia.

—La verdad es que en alguna ocasión decía que la vida no merecía la pena —contestó al fin Gonzalito.

«Te pillé —pensó Mariana—. Eso es una mentira como la copa de un pino».

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuántas veces? ¿Alguien puede corroborarlo? —lanzó sus preguntas en ráfaga, para evitar que se rehiciera.

—No lo sé, no me acuerdo, seguro que alguien se acuerda en casa.

—¿Lo dijo delante de sus padres o se lo dijo sólo a usted?

—A mí… quiero decir… también debió decirlo en casa, en una comida o así…

—Pero ella no frecuentaba la casa.

—Bueno, no recuerdo, pero sé que lo dijo. Lo dijo bien claro —se reafirmó—. No quería vivir. ¿Qué más quiere que le diga?

—La verdad.

Se produjo un incómodo silencio. Gonzalito miraba obstinadamente a la mesa de la juez sin levantar los ojos hacia ella, que le escrutaba con toda atención. Esperó un minuto o dos, pero nadie habló.

—Muy bien, señor Ares. Veo que se niega a contestar a mis preguntas.

—Creo que he estado contestando desde que entré aquí —rompió a hablar al fin.

—Y se lo agradezco, pero después ha decidido callar.

—Tengo derecho, ¿no?

—Usted verá… —respondió ambiguamente la juez.

—Pues ahora sí requiero la presencia de un letrado. Y quiero que sea mi abogado, naturalmente.

—Como usted desee, señor Ares. Lo llamaremos y en cuanto se persone proseguiremos con el interrogatorio.

Gonzalito Ares volvió la cabeza despectivamente, solicitó con un gesto permiso para abandonar su silla, permiso que la juez le concedió, y salió al exterior evidentemente disgustado. Pelayo Arenas cerró la puerta tras él.

—Parece que ha encontrado usted el punto débil —dijo Pelayo sonriente.

—Cierto, pero no sabemos mucho más. Sin embargo, una cosa es evidente: él, y quizá toda la familia, saben que la violación no fue la causa del suicidio. Lo disimulan, pero lo saben. Y también lo debe de saber su marido y no sé si alguien más. Ése sí que es un paso adelante de verdadera importancia que nos hace preguntarnos a qué viene esa actitud. Además, quieren que cierre el caso —continuó, como si hablara para sí misma— ahora, justo ahora, cuando parece más claro que nunca que hay mucho, mucho que indagar en este asunto. Pero con eso no adelantamos un paso en la dirección que realmente nos interesa: sabemos que en esa familia hay rarezas y rencores y que hacen piña; sin embargo, respecto al caso, seguimos sin tener la menor idea de quién o qué mató a Concepción Ares, incluyéndola a ella misma.

—Sí, seguimos en medio de la niebla —apostilló el secretario.