En principio dudé si volver al hotel Ignacia. Mis secuestradores seguro que lo conocían. Luego dudé si acudir a la policía. ¿Y si había matado a mi carcelero? Eso era homicidio como poco y vaya usted a demostrar que estuve secuestrado. Ni hablar. La policía era un peligro. Lo malo es que si empecé en la comisaría por ayudar a una dama, ahora me veía envuelto en una posible muerte por ayudar a una juez a encontrar a Francisco Llorente. La verdad es que iba de mal en peor. Quizá lo mejor sería llamar a la juez.

Y a todo esto, ¿dónde estaría el maldito Llorente? Porque anoche tenía una pista acerca de un bar al que me dirigía cuando salí del mesón. Empecé a dudar si merecería la pena seguir indagando aquí en S…, pero, por otro lado, necesitaba respuestas. ¿Por qué me habían secuestrado? No era una cuestión de dinero, evidentemente. ¿Y si se trataba de un error? No. Era mucha casualidad. De lo que no me cabía duda era de que el secuestro estaba relacionado de un modo u otro con la figura de Paco Llorente. Pero en ese caso, y salvo coincidencia imposible, todo estaba relacionado a su vez con la violación y muerte de Concepción Ares. Y ahí es donde entraba mi convicción: el caso sólo tenía sentido si admitíamos que la violación y la muerte estaban estrechamente relacionadas. Y Paco Llorente tenía mucho que contar al respecto: por ejemplo, y para empezar, que no se encontraba por casualidad en la calleja donde se consumó la agresión.

Caminaba por la calle mirando a todos lados, con miedo a que volvieran por mí quienes quiera que fuesen mis secuestradores. Pero yo… ¿qué pintaba yo? Eso era lo que me tenía desconcertado. Salvo que yo también estuviera relacionado con Paco Llorente. Y lo estaba ¡claro que lo estaba! De hecho lo estaba siguiendo y por eso debí llamar la atención; pero a su vez eso significaba que, en realidad, buscaban también a Llorente. O quizá no, quizá, si Llorente estaba metido hasta el cuello en el caso de Concepción Ares, era gente suya la que me había seguido con la intención de quitarme de en medio. En fin, que la cosa se ponía de lo más emocionante.

Y aún se puso más cuando, al haber dirigido inconscientemente mis pasos hacia el hotel Ignacia, me encontré, indolentemente apoyado en la fachada y mirándome con una sonrisilla de guasa bajo sus bigotes de roedor, al inspector Alameda.