Mariana de Marco decidió desplegar encanto con la esposa de Constantino Ares y le propuso encontrarse con ella en la cafetería Noriega, cita que aceptó al instante. A la hora de la siesta la cafetería estaba medio vacía, por lo que pudieron escoger un rincón apartado. Dorinda Ares era una mujer que había pasado de los sesenta, como su marido; tenía el inequívoco aire de una elegante de provincias con collar de perlas y cabello recogido en un moño discreto. Era una mujer de rostro afilado y hueso fino, esbelta para su edad y evidentemente bien educada; era una belleza seca, como su hija, pero menos atractiva. Las dos mujeres pidieron café expreso y Dorinda un dedo de brandy que volcó en el café.
—Es una costumbre que me dejó mi padre —advirtió a modo de excusa—. Él siempre tomaba un carajillo después de comer y a mí me permitía mojar un dedo.
Era una mujer sorprendente. Había vivido siempre a la sombra de su marido, no debió serle infiel, no debió recibir mucho cariño en su matrimonio, lo que se advertía en su actitud, propia de una persona poco expansiva, y en los rasgos de su cara, demasiado rígidos, que su sonrisa, la única puerta de bienvenida, no conseguía destensar. Pero se expresaba con claridad y tenía vocabulario de una persona culta, como si estuviera formalmente relacionada con la mundanidad. Sus manos, de dedos largos y afilados y surcadas de venas, sugerían avaricia.
—Mi pobre hija era una niña animada y revoltosa, una polvorilla —estaba diciendo Dorinda— y fue así hasta los dieciséis años. Entonces, a la vez que se perfilaba ya como una mujer verdaderamente guapa, que es lo que fue, empezó con sus ataques de timidez, se hizo reservada, reconcentrada… y cambió. Fíjese usted que era una muchacha muy cotizada, todos los chicos la rodeaban en las fiestas, tuvo a su alcance excelentes partidos y fue a casarse con el pánfilo de Tomás Sánchez-Hevia. ¿Por qué? Vaya usted a saber. Aunque a mí no me pareció mal, pero debió de tener más oportunidades.
—Entonces, ¿tuvo una adolescencia retraída?
—Se casó y se apagó —dijo Dorinda, haciendo caso omiso de la pregunta—. Cada vez más. Yo me pregunto qué vio en Tomás. A lo peor, que era tan cenizo como ella. No sabe usted el éxito que tenía y lo guapa que llegó a ser, a pesar de andar siempre medio encorvada, que yo le decía: levanta ese cuello de cisne que Dios te ha dado, ponte recta, no escondas las manos en las mangas… pero ella, nada. Claro, se llevaba bien con el padre, pero la tenía muy protegida y ¿qué iba a hacer yo, con un hombre de carácter tan fuerte?
—Perdone si le hago una pregunta indiscreta, pero necesaria: ¿cómo era el matrimonio de Concepción?
—¿Su matrimonio? Normal. Le faltaba ¿cómo se dice?, glamour, eso sí, pero como a tantos otros. Ya le he dicho que yo hubiese preferido algo más singular.
—Yo me refería a las relaciones entre ellos dos. He escuchado por ahí que era un matrimonio prácticamente blanco.
Dorinda abortó un gesto de desagrado.
—Eso es totalmente falso. Sé lo que se dice por ahí y lo que son las habladurías. Lo que sí sé, porque lo habrá oído usted decir también, es que Tomás, que es un advenedizo como toda su familia, frecuentaba mujerzuelas en los prostíbulos. Y el día de la muerte de mi hija tendría que haber estado en su casa, como Dios manda, y no «de viaje de negocios» —recalcó con retintín—. Nada de esto habría sucedido si se hubiera comportado debidamente.
Mariana comprendió que no había dolor en la actitud de la mujer, sino fastidio. Tampoco percibía verdadero amor de madre, sino un sucedáneo más cercano a la conveniencia afectiva que a la devoción.
—¿Sabe usted si Concepción frecuentaba el barrio viejo de noche?
—¿Concepción? ¿Y qué iba a hacer allí a esas horas?
—Pero es lo que ocurrió —dijo Mariana.
—Ah, ¿se refiere usted…?
—Me refiero a que fue agredida en un pasaje de aquella zona.
—¡Por Dios! ¡Qué barbaridad! Sería una casualidad o se habría perdido o quién sabe qué.
—No debía de estar tan perdida si la encontró Francisco Llorente.
—Mire: ni me creo lo que me han contado, ni queremos hablar de eso.
—Y luego, el suicidio. ¿No le parece demasiada casualidad?
—¿Adónde quiere usted llegar? —La voz de Dorinda se había tornado recelosa.
—A ninguna parte. Simplemente digo que ya es mala suerte que le ocurran dos desgracias en tan poco tiempo y me pregunto si no habrá una relación entre ambas.
—Mire, yo sólo puedo decirle que Concepción era una persona muy escrupulosa, así que la… agresión debió conmocionarla, claro que sí. Y siendo como era de timorata, se puede imaginar lo que debía llevar por dentro cuando llegó a su casa la pobre criatura.
«¿Criatura?», se preguntó Mariana.
—Pero —continuó Dorinda— yo no puedo saber lo que ocurrió después, no quiero ni pensarlo.
—¿Qué tal se llevaba con su padre y con el resto de la familia?
—¿Ya de casada? Estaba muy aislada por propia voluntad. Yo, la verdad es que no acababa de entenderla. Ella vivía su vida en su casa y a su aire. Costaba un triunfo que viniera a comer con nosotros, por ejemplo. Constantino la visitaba de tarde en tarde, porque al fin y al cabo era su niña. La pobre Concepción aceptaba las cosas como eran, pero desde hace unos meses estaba distinta, irritada. La verdad es que es no es fácil entenderse con ella, siempre tan suya, tan encerrada.
—Un rechazo curioso.
—Pues no, no era un rechazo sino una manera de ser. Ya le digo que desde el cambio estaba irritada, como descontenta, que no sé por qué. Una chica tan atractiva, porque era preciosa, ahí la tenía yo, echada a perder. Parecía una monja de clausura que hubiera perdido la vocación.
—Bueno, al menos ella tenía amigas con las que se reunía.
—Sí, se ve que mientras no fueran de la familia todo iba bien para ella. —A Mariana no se le escapó el retintín con que la mujer pronunció las últimas palabras.
—¿Y su padre? —insistió Mariana.
—Su padre era un ídolo para ella —respondió Dorinda con afectación.
—Parece ser que hace un par de meses o así tuvieron una discusión sonada.
—Ah nada, una tontería. Mi marido es de sangre caliente. Yo misma he discutido muchas veces con ella, muchísimas más que su padre, que la adoraba; pero, claro, nosotras no somos tan escandalosas.
Se produjo una pausa. Ella mentía u ocultaba lo que había oído. ¿Por qué? La cafetería seguía medio vacía, apenas una avanzadilla de las señoras y maridos que a media tarde la colmarían. Era un santuario burgués y provinciano, centro de todas las comidillas de la ciudad.
—¿Y los hermanos? —volvió a preguntar Mariana.
—Ah, mi hijo Ricardo, que es sacerdote, trató de acogerla y apoyarla en numerosas ocasiones, pero ella lo rechazaba. A Gonzalito no tanto, yo creo que la divertía, como es un frescales… Pero a Ricardo no podía ni verlo, el pobre, siempre lleno de buena voluntad. A veces he llegado a pensar que nos odiaba aunque no hubiera razón para ello. Era como si nos culpase de su triste vida, pero era ella la que se lo había buscado casándose con ese idiota. Con la de pretendientes que llegó a tener…
—La vida ha sido dura con ella —comentó Mariana.
—La vida es dura con todos.
Siguió otro silencio.
—¿Sabe usted los pormenores de la agresión?
—He preferido no conocer los detalles.
—Sabrá que hubo mucho de mala suerte porque con segundos de diferencia hubo dos personas que trataron de ayudar.
—Sí, lo sé. El vago de Paco Llorente y… tengo entendido que un periodista que andaba cerca y que acabaron los dos en el calabozo.
—¿Qué haría allí con Paco Llorente? —preguntó Mariana inocentemente.
Dorinda se sobresaltó.
—¿Estaba acompañada por Paco Llorente?
—No, no he querido decir eso. —Mariana reculó rápidamente y empezó a recoger el anzuelo—. Ellos se conocían.
—¿Cómo no iban a conocerse? Nos conocemos las familias. ¿Por qué dice usted eso? —preguntó, suspicaz.
—Por dejar todo bien ordenado y que no haya malentendidos. Bueno, entonces quedamos en que Paco coincide con ella y la auxilia. Pero yo me sigo preguntando qué hacía su hija allí aquella noche. A Paco le pega, a Concepción no.
—Mire, no tengo ni idea y no voy a perder ni un minuto pensando en eso. Yo quería agradecer a los dos, a Paco y al periodista, su ayuda. Se lo dije a mi marido y me dijo que los localizaría, pero hasta hoy.
—Sí, creo que están los dos fuera de G…
»Me pregunto —dijo Mariana— si Concepción tuvo tiempo de decir algo a sus salvadores.
Los ojos de Dorinda emitieron un destello de alarma.
—¿Por qué? ¿Decirles qué?
—No sé. Quién le había hecho el estropicio, por ejemplo.
Dorinda se quedó pensativa.
—Y otra cosa —añadió Mariana—, ¿no le parece raro que en el rato que Concepción estuvo en casa después del asalto no llamase a nadie? ¿No la llamase a usted, por ejemplo? Al fin y al cabo es usted su madre y el momento era tremendo.
—No lo hizo —contestó secamente Dorinda— porque no sabíamos nada hasta que nos llamó la policía.
—Pero en una situación así…
—No había rencor entre nosotras, sólo distancia, desgraciadamente.
Mariana comprendió, por el tono que empleó la mujer, que la conversación no iba a dar más de sí. De momento.
—Le agradezco muy sinceramente el tiempo que me ha dedicado y espero no haberle hecho sentirse incómoda.
—Al contrario, ha sido usted muy amable y le agradezco su consideración al citarme aquí y no en el Juzgado. Ya sabe usted lo que se da a pensar la gente a la menor ocasión.
—Entendí que le resultaría a usted más grato y me alegro de haber acertado.
—Encantada de haberla conocido —dijo Dorinda a modo de despedida.